Por Larry D'Abutti
=O=
O APÓSTOLO (04.11.12)
Hay cierto interés, al menos en el intento, en esta curiosa aventura
española y gallega que se llama O apóstolo. Es una película de
animación “stop-motion”; es decir, realizada con muñecos que se
desplazan milimétricamente plano a plano para dar la sensación de
movimiento: una cosa de mucho mérito. La ha dirigido el debutante
Fernando Cortizo, sobre un guion propio. Y ponen voces a los personajes
Carlos Blanco, Luis Tosar, Jorge Sanz, Celso Bugallo, Paul Naschy –que
murió hace tres años, así que la película debió comenzarse en 2009-,
Manuel Manquiña y Geraldine Chaplin.
El apóstol del título debe ser, sin duda, Santiago; aunque en el
argumento no está, ni se le espera. El que está todo el tiempo es Ramón,
un pobre diablo que se escapa de la cárcel y trata de llegar a una aldea
perdida en la que se supone que un compinche ha dejado escondidas unas
joyas en la casa de una anciana del lugar. Casi de milagro, consigue
llegar al pueblo, pero allí le espera una aventura maquiavélica por la
que cruzan el malvado cura, la posadera enigmática, los siniestros
vecinos y la inevitable Santa Compaña, esa reunión de almas en pena que
recorre las húmedas noches gallegas asustando a los pacíficos
transeúntes y llevándose sus almas al limbo. En el mismo en que se
encuentra el espectador, porque la historia tiene tan poca gracia y tan
poco ritmo, y está escrita con tal desacierto, que aun reconociendo el
trabajo y la ilusión puestos en el proyecto solo cabe lamentarse de un
resultado tan pobre y aburrido. (http://www.oapostolo.es/)
ONDINA
(21.11.20)
Dir.:
Christian Petzold. Pro.: Florian Koerner, Michael Weber. Gui.: Christian
Petzold. Int.: Paula Beer, Franz Rogowski, Maryam Zaree.
El cine alemán, menos
conocido en España que otras cinematografías europeas, mantiene sin
embargo un extraordinario nivel de calidad que se renueva en cada
generación. Christian Petzold es uno de los más interesantes
representantes de la digamos penúltima –tiene ya sesenta años- pero ha
tardado en hacerse hueco en nuestra cartelera: tras su paso por la
televisión germana, dirigió cinco largos antes de estrenar aquí
Bárbara (2012), Phoenix (2014) y En tránsito (2018),
su película más reconocida hasta la fecha.
Ondina
es una historia diferente, mucho más poética, rozando el surrealismo. La
protagonista es una joven que trabaja mostrando la evolución de la
ciudad de Berlín a visitantes locales y extranjeros. Está en una pausa,
tomando algo en un café, con su novio. Él acaba de decirle que la deja,
que ya no la quiere. Y ella no lo puede admitir. Y le avisa: “Si me
dejas, tendré que matarte”. Naturalmente, él no la cree. Y el
espectador, tampoco. Ondina no parece una persona capaz de una cosa así.
Y poco después –al
rato, en realidad-, Ondina conoce a Christoph, que se gana la vida como
buzo especialista, manteniendo y reparando las instalaciones y la
maquinaria bajo el agua de un pantano. “Pantano” es, precisamente, el
significado de la palabra “Berlín”, así que los dos se sumergen en
atmósferas similares. Es inevitable que se enamoren, y así vivan
instalados en la metáfora.
Christian Petzold
quiebra ahí el mito de Ondina, la sirena, la joven que sale a la tierra
para encontrar el amor y, cuando es traicionada, debe matar a su amante
y regresar para siempre a las aguas a las que pertenece. En esta
relectura, ella redime a ambos en brazos de su nuevo amor; pero ahora
Ondina es dueña de su destino y reaccionará ante el azar y la tragedia
con el ímpetu de sus propias decisiones.
La película nos
sumerge –nunca mejor dicho- en un espacio que bordea lo irreal, en el
que los personajes se deslizan en equilibrio inestable. Van y vienen en
trenes vertiginosos de la ciudad al pantano, ida y vuelta entre una
megaurbe que no deja de cambiar, de crecer, de moverse, y unas aguas
inmensas, inmóviles e insondables. El mismo contraste que hay entre el
amor, eterno, y la muerte, efímera. O así lo quiere el relato, una
fuerza de la naturaleza que rompe la naturaleza misma.
Petzold ha confiado
el papel de la mágica sirena a Paula Beer y la apuesta le ha funcionado:
ganó con todo merecimiento el premio a la mejor actriz en el pasado
Berlín y su interpretación de Ondina es un trabajo en mayúsculas:
misteriosa, sensible, casi etérea, su presencia es un regalo. Muy bien
compenetrada, además, con Franz Rogowski –con el que ya coincidió en
En tránsito- estupendo también como ese buzo industrial que aprende
a vivir sin respirar dentro y fuera del agua.
Christian Petzold, por su parte, acaba de ganar el premio al mejor
director en el festival de cine de Sevilla; y la película y Paula Beer
están nominadas para los del cine europeo, con toda justicia; porque
Ondina es un espectáculo fascinante. Desde luego, desde el punto de
vista visual y narrativo. Quizá no sea fácilmente inteligible en toda su
extensión, pero tampoco lo pretende. Es fábula, es ilusión –el amor
eterno, insisto, en su médula-, es metáfora. Algo que conviene como
anillo al dedo al cine, la más metafórica de las artes: lo que nos
muestra desde su ventana es la representación más parecida a la realidad
que pueda darse.
ON THE ROAD
(21.04.13)
Dir.: Walter Salles
Pro.: Charles Gillibert, Nathanaël Karmitz, Rebecca Yeldham Gui.: José
Rivera
Int.: Sam Riley, Garrett Hedlund, Kristen Stewart
El brasileño Walter Salles tiene
una carrera interesante y variada, con películas como Estación
Central de Brasil –un tremendo documento-, Dark water –su
incursión en el cine de terror con la revisión del título original
japonés- o Diarios de motocicleta, el viaje del joven Ernesto
Guevara atravesando América del Sur. Esta historia itinerante quizá esté
en el germen del apasionante proyecto de llevar al cine On the road:
Francis Ford Coppola, como productor ejecutivo, ha confiado a Salles
–tras seis años de trabajos y titubeos, es verdad- la recreación del
particular universo de Jack Kerouac.
En los pasados años 50, Kerouac dinamitó el panorama literario americano
con la publicación de On the road, un relato interior, un intenso
y apasionado monólogo vital que escandalizó por su libertad narrativa y
su muy explícito contenido, a la vez que inauguraba la “Beat Generation”
de las letras americanas. El reto de llevar esas páginas a la pantalla
era tan potente como la propia expectación levantada por su rodaje y su
estreno. Walter Salles y su guionista, José Rivera –el mismo de los
Diarios del “Che”- lo han enfrentado con decisión y sin rehuir el
riesgo.
El protagonista y narrador de la historia es el aspirante a escritor
Sal Paradise
–interpretado por Sam Riley-, que traba amistad con otros jóvenes de
Nueva York: el tranquilo Carlo Marx, el atrevido Dean Moriarty y la
novia de este, Marylou –Kristen Stewart-, de apenas dieciséis años.
Fascinado por la personalidad y los argumentos de Dean, cuando la pareja
se traslada a Denver, Sal atraviesa América para encontrarlos; y desde
allí, los dos amigos solos o con muy diversas compañías viajan en su
viejo coche por todo el mapa: Nueva York, Luisiana, San Francisco,
Denver otra vez, Indiana, Missouri, Texas… sin parar hasta llegar a
Méjico.
La carretera, el camino, los
acerca o los despide de otros lugares, otras personas: Jane y Terry, Ed
y Galatea Dunkle, y el incombustible Old Bull Lee, y Camille, la “otra”
mujer de Dean… La amistad entre este y Sam parece indestructible y
navega entre el humo de los cigarrillos, la música trepidante, las
drogas y el sexo desinhibido, sin complejos ni tabúes. Los dos jóvenes
lo comparten todo y viven su aventura a cuatro ruedas, a toda velocidad
y sin pensar en el destino.
Dean no tiene más preocupación que su propia existencia, sin huellas ni
recuerdos; Sam, por el contrario, vuelca sin cesar en sus pequeñas
libretas negras la contabilidad errante, azarosa, vital, exprimiendo el
presente en un diario que es una premonición de la obra futura. Después
pegará hojas y hojas y quemará su máquina de escribir redactando febril,
sin pausa y sin reserva, la memoria de su viaje.
Las imágenes de Walter Salles –a veces repletas de vida, a veces de
soledad, como sacadas de un cuadro de Hopper- son fieles a Kerouac, a
sus personajes fronterizos y a sus ambientes: su universo en sepia,
abrasado por las pasiones, el ritmo de los cuerpos jóvenes, los
hipnóticos mundos paralelos y las emociones a flor de piel. Más difícil
habría sido reproducir la subversión del estilo, la ruptura de las
estructuras narrativas presentes en la obra literaria, que hace de En
la carretera una pieza inaugural, única. Por el contrario, la
película se desenvuelve en el terreno del relato tradicional; puntuado,
eso sí, por la constante voz del narrador –la primera persona en las
páginas de la novela- y la evidencia de la mirada elocuente del
protagonista sobre cuanto lo rodea.
No
lo sabemos mientras los vemos –y además, no importa-, pero en la
pantalla está el propio Jack Kerouac, y con él Allen Ginsberg, William
S. Burroughs y Neal Cassady con sus amores: su mujer Carolyn y su amante
y compañera LuAnne Henderson. Ciertamente, ellas en el papel subsidiario
que el autor les asignó: el mundo de On the road es un mundo de
hombres y la película también lo muestra así. En cualquier caso, y en
ausencia de otra opción más arriesgada, Salles y Rivera han acertado a
resolver, con su guion y sus imágenes, un envite de tanta envergadura
como dejarnos ver –dentro de lo posible- lo que Kerouac escribió. (http://themadones.us/)
OPERACIÓN ANTHROPOID
(17.12.16)
Director: Sean Ellis.
Pro.: Sean Ellis, Mickey Liddell, Pete Shilaimon.
Gui.: Sean Ellis, Anthony Frewin. Intérpretes: Jamie Dornan, Cillian
Murphy, Toby Jones.
El inglés Sean Ellis toca casi todos los palos: es director, actor,
guionista y productor, y ha desarrollado hasta ahora una carrera en
la que no huye del realismo social –Metro Manila- pero
tampoco de la fantasía psicológica y casi surrealista –The broken,
Cashback-. Sin embargo, da ahora un giro para adentrarse en
la crónica histórica y relatar, nada menos, el asesinato del general
de las SS Reinhard Heydrich, el tristemente famoso “carnicero de
Praga”, ideólogo de la “solución final” para los internados en los
campos de exterminio nazis.
La “Operación Anthropoid” se llevó a cabo con el acuerdo entre el
presidente checo en el exilio y el premier inglés Winston Churchill,
y la película comienza con la llegada a tierra del comando compuesto
por los suboficiales Jan Kubis y Josef Gabcik, lanzados en
paracaídas cerca de la capital. Es diciembre de 1941, y la ocupación
alemana tiene a la población sometida a un régimen de terror y
mantiene maniatado al gobierno títere impuesto desde el Tercer
Reich. Los dos patriotas consiguen, tras alguna escaramuza que
demuestra de entrada el peligro de la intentona y la fragilidad de
la resistencia, contactar con el núcleo operativo de Praga. Acogidos
en un domicilio particular, pronto se articula un programa que
permita llevar a cabo el atentado, aun en contra de la opinión de
los dirigentes de la clandestinidad checa, temerosos de que la
muerte de Heydrich desatara una espiral de represalias.
La secuencia del atentado conforma el clímax de la narración,
preparatorio de la larga y trágica parte final. La cámara recorre el
escenario con un intento de frialdad objetiva, pero la emoción del
momento atraviesa la pantalla: llega el coche de Heydrich, Gabcik
intenta disparar pero su fusil se encasquilla; el general y su
chófer sacan sus pistolas, la granada que arroja Kubis hace
explosión, Heydrich consigue abrir fuego, los atacantes huyen…
A partir de aquí se desarrolla la feroz represalia que los
resistentes locales temían, sobre todo desde el momento en que se
confirma la muerte del
Obergruppenführer
–teniente general, tercero en la línea de mando del Reich- Reinhard
Heydrich. Se desencadena una ola de persecuciones que acaba con la
detención, tortura y muerte de la familia que había acogido al
comando, así como de la práctica totalidad de la cúpula de la
resistencia. Y también, tras una delación, con la localización de
los autores e instigadores del atentado. Refugiados en la iglesia de
San Cirilo, son asediados por el ejército nazi.
Y comienza esa secuencia final, de una crudeza extraordinaria, en la
que los guerrilleros resisten hasta la muerte, no sin provocar
numerosas bajas entre los asaltantes. Ellis no nos ahorra ningún
momento, ningún sufrimiento, entre el estrépito de la nube de balas,
granadas y proyectiles de todo calibre, con la escena ensangrentada
y la decisión heroica de los comandos de pelear hasta el final y no
caer vivos en manos de los alemanes. Es difícil presenciar impávido
este apoteósico –y mortal- desenlace, epílogo de una acción suicida
desde su inicio, que la Historia ya ha contado pero que Sean Ellis y
sus intérpretes llevan a la pantalla con honestidad, rigor y emoción
de cine verdadero.
OTRA RONDA
(10.04.21)
Dir.:
Thomas Vinterberg. Pro.: Kasper Dissing, Sisse Graum Jørgensen.
Gui.: Thomas Vinterberg, Tobias Lindholm. Int. Mads Mikkelsen,
Thomas Bo Larsen, Magnus Millang, Lars Ranthe.
Superados ya los postulados del Movimiento Dogma que Lars von
Trier, Thomas Vinterberg y alguno más fundaron en 1995, todos
han seguido haciendo cine algo más convencional, aunque casi
siempre con el mismo interés y parecida -o superior- brillantez.
En el caso de Vinterberg, a Celebración -aclamada
universalmente- siguieron, entre otras, Querida Wendy,
Submarino, La caza -con un impresionante Mads
Mikkelsen-, Lejos del mundanal ruido, La comuna y
Kursk el impactante relato de la tragedia del submarino
ruso K-141 Kursk que se hundió en el mar de Barents en agosto de
2000.
Otra ronda
-Druk: bebida, en el título original- empieza y termina,
como corresponde, bañada en aromas etílicos. Al comienzo, cuatro
profesores de instituto especulan acerca de la teoría de un
pensador noruego que afirma que los seres humanos nacemos con un
déficit de alcohol en sangre: un 0,05 por ciento, para ser
exactos. A Martin, Tommy, Nicolaj y Peter su trabajo no les hace
ya demasiada ilusión. Sus clases de historia, música,
educación física y demás son pura rutina y hasta sus jóvenes
alumnos lo perciben claramente.
Y se
les ocurre que quizá sus vidas transcurrirían mejor consumiendo
ese poco de alcohol que, al parecer, les falta. En efecto, todo
mejora con esa chispa añadida; profesionalmente, y familiarmente
también, otro aspecto en el que les viene muy bien algo más de
alegría. Encantados con el resultado, deciden ir un paso más
allá y aumentar la carga etílica, iniciando una escalada muy
peligrosa, que termina por superar su capacidad de control.
En
el tránsito de la sobriedad al alcoholismo, hay lugar para todo:
unas clases más activas y divertidas, una relación matrimonial
renovada, un estímulo vital potente, nuevas ilusiones… y luego
falta de concentración, mal carácter, pérdida del control,
broncas y dolorosas separaciones. Nada sale como pensaban, e
incluso el drama golpea sin piedad al desprevenido cuarteto.
La
película se desliza por el filo de la navaja. Es imposible no
sentir simpatía por sus protagonistas, que lidera un sensacional
Mads Mikkelsen; nada es más cómico que un borracho, sobre todo
un momento antes de ser trágico. Cómicos son los momentos que
Vinteberg nos muestra de grandes hombres de la política y el
arte animados por una copa de más; cómicos, creativos, y también
muy serios, trascendentes, inaceptables.
Pero
también en todo el argumento está latente la desgracia; es una
montaña rusa en la que se sube para bajar muy hondo, y después
de una vuelta de campana se recobra el horizonte y la
perspectiva, y la vida es otra vez digna de vivirse, de
pelearse. Cuando el experimento termina, los profesores -lo que
queda de ellos- vuelven a sus claustros profesionales y
familiares, se enfrentan a sus alumnos, a sus mujeres, a sus
hijos.
El
curso acaba, la película termina. Y llega esa secuencia final,
con los jóvenes celebrando su graduación -ya nadie discute que
los chicos beben mucho- y llevándose por delante toda la
renqueante seriedad del mundo académico. Y Martin se une a la
fiesta, y bebe, y baila. Baila como un poseso, como un
desesperado, como un debutante en una nueva realidad, un recién
nacido que busca su agua bautismal.
Sin
este final, Otra ronda sería distinta, otra película.
Entiendo perfectamente la sintonía entre Vinterberg y su
protagonista: el director, arrasado por la pérdida de su hija
durante el rodaje, pudo sobreponerse y construir un guion que
apuesta por la vida; Mads Mikkelsen lo asume y lo interpreta en
esa danza que sale del corazón, y más aun de las tripas. Beber y
bailar. Y amar. Y vivir.
OVIEDO EXPRESS
(04.11.07)
Dir.:
Gonzalo Suárez
Pro.: Juan
Gona Gui.: Gonzalo Suárez
Int.: Aitana Sánchez-Gijón, Carmelo Gómez, Bárbara Goenaga
Nueva
película de uno de los más originales e inteligentes directores españoles.
Un veterano: Gonzalo Suárez, 73 años y una larga carrera con películas
muy interesantes como Ditirambo,
El extraño caso del Dr. Fausto, Aaoom, Morbo, La regenta (1974), Epílogo,
remando al viento, La reina anónima, El detective y la muerte, Mi
nombre
es sombra... Suárez es
también guionista y un formidable novelista, lo que hace que sea capaz
como ninguno de acercar cine y literatura hasta casi fundirlos en sus
películas.
Ahora lo hace también con esta propuesta que arranca cuando un lujoso
tren –“si no hay AVE, que llegue el Oriente-Express”, explica él-
lleva a Oviedo a una compañía de teatro que va a representar en el
Campoamor una versión de La
regenta. El argumento está inspirado en una obra de Stephan Zweig, Angustia,
que enlaza poéticamente las peripecias matrimoniales de la esposa del
alcalde de Oviedo –en la película- con las de la “regenta” de
Clarín. Al mismo tiempo, toda la compañía vive al mismísimo filo de
la navaja, psicológicamente hablando, enzarzada en un sinfín de
enredos amorosos, megalomanías, alcohol, drogas y música, mucha música,
venga o no a cuento.
Ello hace que hasta el aire que se respira en cada fotograma –o que se
refleja en espejos, cristales y sombras- exhale un poderoso aroma a
falso. Y éste es el tema, y Gonzalo Suárez nos propone numerosas
claves, y hasta sus intérpretes lo proclaman: el arte como falsificación.
Esto, que está claro desde Magritte y su pipa para acá, resulta todavía
sorprendente porque el cine, que está muy cerca y a la vez lejísimos
de la realidad, raramente lo ha abordado con tanta franqueza. Suárez, sí;
lo ha intentado en más de una ocasión, y se ha ido acercando cada vez
más a esta solución, que parece ser definitiva.
La película es la historia de una superchería; de varias y continuas
supercherías, verdaderamente. Pero ella misma es una superchería. Es
una obra que parte de una novela para encajar en ella otra novela que va
a ser forzada, convertida en teatro –con la escenografía más
surrealista que se pueda imaginar-, y todo ello filmado, montado y
elaborado para la pantalla. No se puede pensar en mayor falsificación
de la vida, la naturaleza, la realidad. Pero es una traición
voluntaria, asumida y enormemente poética.
Lo demuestra, además, la propia graduación de los personajes y sus
escenarios. En el ensayo teatral, los actores gesticulan, sobreactúan,
son títeres entre un decorado que se cierne sobre ellos, repleto de
ojos ciegos y lenguas mudas; en el otro extremo, Emma, la mujer del
alcalde, se debate con toda sobriedad entre el respeto a su marido, las
artimañas de su madre y la pasión que despierta en ella el clérigo-donjuan
protagonista: esta parte es verdad en la ficción, y sólo exagera
cuando más se acerca al melodrama literario original.
Entre ambos extremos, toda la escala cromática que va desde los apuntes
documentales del Oviedo contemporáneo –Jorge Sanz en mudo diálogo
con la efigie de Woody Allen- a la misma representación mágica de la
ciudad, sumida en un ensueño romántico de noches al trasluz, jardines
reinventados y fino “orbayu” que cala el alma. Por allí zigzaguean
el matrimonio de regidores, las primeras figuras de la compañía –egoístas
y desencantados-, el director pretencioso, la joven actriz que quiere
prosperar y el actor maduro en tristísima decadencia, y los demás
figurantes y tramoyistas... Ah, y la “cronista oficial de la villa”,
una periodista sin escrúpulos; para que haya de todo.
La película, por todo esto, no es fácil de ver. Es complicado seguir a
Gonzalo Suárez en todo su juego, lleno de altibajos estilísticos y
narrativos, cambios de plano, de secuencia, de intención y de estilo, y
con un atrevimiento interpretativo de altísimo voltaje. Suárez fuerza
a sus actores, los somete, los desnuda psicológica y físicamente y
casi, casi, los agota. El espectador también siente el esfuerzo, pero,
si es capaz de ponerse a su altura, recibe agradecido las bondades de un
espectáculo que no se agota en sí mismo sino que sigue vivo en la
retina y en la conciencia mucho después de terminar. (www.gona.es/oviedoexpress/)
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