Por Larry D'Abutti
=E=
EL AMERICANO (19.09.10)
Dir.:
Anton Corbijn
Pro.: Grant Heslov, Ann Wingate, George Clooney
Gui.: Rowan Joffe
Int.: George
Clooney, Violante Placido, Paolo Bonacelli
Anton
Corbijn es un famoso fotógrafo y realizador de vídeos musicales que
debutó en el cine en 2007 con Control,
una biopeli sobre Ian Curtis, el líder de Joy Division. A Clooney y al
resto de los productores les ha debido parecer adecuado para realizar
esta historia; y creo que han acertado.
La película empieza en un paraje helado de Suecia, con una secuencia de
alto voltaje, un prólogo que es una pequeña obra maestra de suspense y
que nos permite conocer al protagonista: aunque cueste un poco creerlo,
George Clooney es aquí un tal Jack, un asesino a sueldo solitario e
implacable. No sabemos mucho de él, pero imaginamos su trayectoria e
intuimos el camino que emprende. Las cosas no se le han puesto bien,
precisamente, y el hombre salta de norte a sur de Europa buscando un
sitio donde hacer un alto. Así va a parar a un pueblo perdido de
Italia, donde su presencia es lo más raro que les pasa a los lugareños:
Jack es “el americano” que da título al relato.
No
está de vacaciones, claro. Muy pronto, va a recibir un nuevo encargo,
algo así como un trabajo menor, una última petición –o una orden, más
bien- antes de jubilarse. Jack es un profesional y se cuida con absoluto
celo, pero se siente cansado y hastiado de la vida que lleva; lo malo es
que sus jefes, las fuerzas ocultas que manejan la trama, quizá piensen
lo mismo. Al ánimo de Jack contribuyen también la paz del lugar, las
charlas con el cura del pueblo y los encuentros sexuales con la guapísima
Clara. Ella es una prostituta y él un cliente, pero aún así no pueden
evitar sentirse fuertemente atraídos.
De cualquier modo, los días se suceden con tranquilidad aparente y Jack
parece tener el control de los acontecimientos. Pero
pronto la calma se va a quebrar dramáticamente. Jack se lo estaba
temiendo, y el espectador, también. La pena es que la rectitud del guión
también se quiebra, y empiezan a aparecer elementos mucho más
inconsistentes que los que componían, hasta esos momentos, una narración
modélica. Corbijn continúa conduciendo las imágenes con el mismo
estilo y la misma fuerza, una elegancia que no es incompatible con la
emoción. La cadencia, la secuencia y el plano siguen siendo ejemplares,
lo mismo que la composición de los escenarios y los paisajes, muy bien
acompañados por fondos musicales que evocan, como los mismos
personajes, al western más tradicional.
Es
la escritura de la película la que empieza a irse al garete; primero
con algunos detalles gratuitos y de pura distracción, y al final con un
cierto desparrame en el que no se sabe quién anda por ahí ni cómo han
llegado, ni por qué pasa lo que pasa ni si tiene justificación ni
remedio, que yo creo que no. Es verdad que todo tiene un aire de
fatalidad que lo emparenta también con el cine negro, sobre todo el
europeo, el de Melville y su samurái, y en ese sentido Corbijn acierta
a combinar los géneros y a cumplir con sus códigos estéticos y
narrativos. Ya digo que si la historia cojea no es por su culpa.
Y tampoco por la de Clooney, desde luego. Es un gran actor, tan popular
–el mejor heredero de los grandes nombres míticos de la historia- y
tan versátil, que puede hacer frente a todo tipo de registros. Aquí
bastan unas miradas, cuatro palabras, un par de gestos, para
convencernos de que es este asesino profesional, capaz de cualquier
atrocidad. Y también de enamorarse si lo exige el guión. Suya es la
película, y Violante Placido y
Paolo Bonacelli ocupan a su sombra las otras dos esquinas de este triángulo
afectivo, algo improbable por lo demás.
Como,
en definitiva, la atmósfera, el escenario, importan aquí más que la
misma acción, seguramente esos pecados del guionista no pasan de ser
veniales, defectos que no llegan a ensombrecer la seriedad y el propósito
de la película. Y desde luego no van a ser un obstáculo para que El
americano haga un buen recorrido en taquilla, que también de eso se
trata.
(www.elamericano.es)
EL ÁRBOL DE LA VIDA
(18.09.11)
Dir.:
Terrence Malick
Pro.: Sarah Green, Bill Pohland, Brad Pitt
Gui.: Terrence Malick
Int.: Brad Pitt, Sean Penn, Jessica Chastain
Uno
de los directores menos prolíficos y más interesantes de esta época,
Terrence Malick, autor de cinco películas en casi 40 años: Malas tierras (1973, Concha de Oro en San Sebastián),
Días del cielo (78, premio en Cannes),
La delgada línea roja (98, Oso de Oro en Berlín),
El nuevo mundo (2005) y ésta… Aunque la sexta se va a hacer
esperar algo menos, porque ya está en marcha; quizá es que va cogiendo
velocidad, eso sería estupendo.
El
árbol de la vida
–Palma de Oro en Cannes y Premio Fipresci de este año, para no perder
la costumbre- es una descomunal y brillantísima parábola acerca del
sentido de la existencia. De las personas, en primer término, y más
allá aún: del aliento cósmico, de la esencia del universo, de la
creación y la evolución, de la vida y la muerte y la fugacidad y la
permanencia… Palabras mayores, que no desentonan de la magnitud de la
propuesta: la película oscila entre la mirada cercana sobre una
familia, escogida como al azar, representando a la especie humana, y la
apabullante imagen de la primera luz, el primer estallido, la gran
marea, el origen de todo.
La inicial antítesis es entre ese gran nacimiento y el fallecimiento de
un miembro de la familia, uno de los hijos, aún joven. Pronto vemos
también, porque la película salta sin orden cronológico la mayor
parte del tiempo, los primeros años del matrimonio, la llegada sucesiva
de hasta tres chavales y sus primeros pasos, su niñez. Que no resulta fácil:
el padre es un hombre adusto, extraordinariamente severo, partidario de
una disciplina exagerada, casi cuartelera: es la preocupación por la
agresión exterior, la defensa de la vida, algo primitivo y común a
todas las especies animales, desde el primer renacuajo hasta el más
gigantesco dinosaurio. Los
hijos crecen y observamos su comportamiento y las consecuencias que éste
produce, llevados por la cámara de Malick, acerada como un bisturí,
que corta, salta, vibra y encaja con un montaje absolutamente virtuoso.
El punto de vista es tan próximo e impertinente, que parece
intolerable; los planos duran apenas unos segundos, no hay tiempo para
el diálogo, los personajes se explican cuando desaparecen y una voz
prestada susurra deseos,
intenciones, dudas…
Hay una oposición entre el ambiente campestre de la infancia de los niños
y el gélido y amenazador urbanismo de la vida adulta del hijo mayor,
del que sólo conocemos, también a ráfagas, su dolor, su desconcierto
y su búsqueda. Pero hay una oposición aún mayor entre la ajetreada
sociedad humana, una más de las múltiples células animales, y el
tiempo y el espacio del cosmos, que gira, se dilata, provoca
turbulencias que duran una eternidad o un segundo. Terrence Malick
ensambla sin miedo al choque la vida de sus personajes, con su
no-argumento y su no-guión, con el guión y el argumento no escritos
pero implacables del universo que nos acoge y nos abruma.
Ha rodado miles de planos para esa escritura tan sintética, en la que
la elipsis es el núcleo del discurso. Y ha compuesto una auténtica
sinfonía visual para las imágenes del big-bang, ayudado por la moderna
tecnología pero también por los métodos tradicionales de dos artistas
maravillosos como son Dan Glass y Douglas Trumbell –responsables de Matrix
y 2001 Una odisea del espacio,
respectivamente. El resultado es, como decía, una película apabullante
–también un poquito larga, en sus casi dos horas y media de duración-,
hermosísima, quizá didáctica en exceso y, al final, de problemática
rentabilidad.
Claro que eso es lo que menos le preocupa a su director. Terrence Malick
es un autor, en toda la extensión de la palabra. Antes ha hablado de
otras cosas, ahora su discurso es voluntariamente metafísico: nos
invita a contemplar ese árbol gigantesco que resume la vida y se
extiende hasta el infinito; nos sugiere escuchar la voz que resuena
entre las estrellas: "¿Dónde estás?" pregunta; y otra voz,
o la misma, responde: "Estoy aquí. Eternamente. Siempre." (www.twowaysthroughlife.com/)
EL ARTISTA Y LA
MODELO
(30.09.12)
Dir.:
Fernando Trueba
Pro.: Cristina Huete Gui.:
Fernando Trueba,
Jean-Claude Carriére
Int.: Aida Folch,
Jean Rochefort, Claudia Cardinale
Fernando Trueba
es uno de nuestros directores más interesantes. También productor y
guionista, cuenta con una veintena de títulos en su currículum de
realizador, muchos de ellos importantes: Ópera prima (1980), que
inventó la “comedia madrileña”, El año de las luces (86), El
sueño del mono loco (89), Belle epoque (92, Óscar de
Hollywood), Two much (95), La niña de tus ojos (98),
Calle 54 (2000, un extraordinario documento musical), Chico y
Rita (2010, otro musical, de animación, premio del cine europeo y
finalista en los Óscar)… Tres Goyas y un montón de premios
internacionales avalan su carrera y cimentan su prestigio.
Curiosamente, para ser tan aficionado y conocedor de la música, en esta
su última película, El artista y la modelo, no hay: sólo unos
breves compases lejanos de una banda de pueblo y un corto fragmento de
la 9ª Sinfonía de Mahler al final del metraje. Como Trueba dice, y tiene
razón, no lo necesita. La cadencia y el ritmo están en la pausada,
armónica sucesión de las imágenes, y la melodía reside en la mirada del
artista sobre el cuerpo desnudo de su modelo y en las manos que trazan
su réplica en el barro; todo orquestado por la luminosa, cálida,
espléndida fotografía en blanco y negro de Daniel Vilar.
El artista es Marc Cros, un escultor de fama internacional que, ya
anciano, vive retraído en su casa de un pueblito del sur de la Francia
ocupada. La modelo es Mercè, una joven española escapada de un campo de
refugiados, que malvive sin techo ni esperanza por esos parajes hasta
que es descubierta por la mujer del escultor, que se la lleva a su casa
y le ofrece cama y comida al tiempo que le regala a su marido la
posibilidad de contemplar, atrapar y esculpir las formas vivas,
rotundas, terrenales, del cuerpo de la joven.
El diálogo que se desarrolla entre ambos, sin apenas palabras, es de una
elocuencia emocionante. El escultor dibuja, borra, avanza, crea pequeños
esbozos, interroga a la materia. La chica vence su pudor, se desnuda,
–también emocionalmente-, se entrega a su oficio recién descubierto.
Poco a poco, se van acercando: Mercè intuye y luego descubre el valor
del arte, la capacidad evocadora del trazo, el volumen, la luz… Marc
vuelve a sentir el calor de la piel viva, la presencia de la naturaleza
siempre pujante, el alma que habita en el árbol cimbreante, en la piedra
arrugada, en el pájaro sorprendido y en cada poro del cuerpo de la
mujer.
Y en el limitado escenario del estudio del artista, y en el bosque y en
el río, pero sobre todo allí, entre los mil objetos que lo abarrotan
–esculturas, muebles viejos, herramientas, bocetos, papeles, cacharros
heridos por el tiempo…- los dos habitan unos días que son la imagen de
toda una existencia. Hasta ellos llega la vida exterior, sean los
chiquillos curiosos, el oficial nazi enamorado del arte o el fugitivo de
la guerra. Hay un espacio para el vino recio, esa musiquilla pueblerina
o el atisbo de placer que emerge del peligro y la desesperación. Pero a
través de todo, por encima de cualquier provocación, el artista y la
modelo siguen su camino, su búsqueda y su meta. Ella quiere comprender y
ser libre; él encontrar la forma perfecta y darle cuerpo: esculpir la
vida, apresar la naturaleza y crear su mejor obra, la que dé sentido a
sus últimos días y a todo su trabajo.
Fernando Trueba ha realizado una extraordinaria película, una de las
mejores de su carrera. Un trabajo pensado desde hace quince años,
madurado y revelado por fin con indiscutible acierto. Hecho con mimo,
con elegancia –el cuerpo desnudo de Aida Folch ennoblece cada minuto en
que se expone-, con absoluto rigor y traspasado por la más certera
poética cinematográfica. El artista y la modelo remite en algunos
momentos al mejor Renoir, naturalmente –no es la primera vez en la obra
de Trueba-, pero asumiendo y transformando ese eco en palabra nuevas, en
imágenes reveladoras, en metáforas y elipsis inteligentes y certeras. En
cine de primera categoría, en suma.
(http://www.elartistaylamodelo.com)
EL ATLAS DE
LAS NUBES
(17.02.13)
Dir.:
Andy y Lana
Wachowski, Tom Tykwer
Pro.: Andy y Lana Wachowski, Tom Tykwer, Stefan Arndt, Grant Hill
Gui.: Andy y Lana Wachowski, Tom Tykwer
Int.: Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent
Los
hermanos Wachowski se dieron a conocer en todo el mundo –no hace falta
recordarlo- con Matrix y sus dos “secuelas” (1999-2003). Antes
habían dirigido la interesante Lazos ardientes (1996) y luego,
sin tanto éxito ya, hicieron la discutible Speed racer (2008).
Por su parte, el alemán Tom Tykwer alcanzó también el reconocimiento
internacional con Corre Lola corre (1998), su tercera película;
después ha realizado, entre otras, Cielo –con guión de Kieslowski,
de su trilogía Cielo, infierno y purgatorio-, El perfume,
historia de un asesino –sobre el “best seller” de Patrick Süskind-,
The international y 3, ya en 2010.
Aunque con carreras tan dispares, hay
evidente coherencia en que entre
todos levanten este Atlas de las nubes, una obra inclasificable:
una película extraña, hipnótica, a ratos surreal, a veces mística, en
otros momentos casi cómica. Las historias, las imágenes, los momentos,
están muy bien repartidos: aproximadamente la mitad del metraje es
responsabilidad de los Wachowski y la otra mitad, de Tykwer. Metraje
verdaderamente extenso, rozando las tres horas, que hay que decir que no
se hacen largas; gracias, en gran parte, al extraordinario montaje de
Alexander Berner, que hace un trabajo caligráfico.
Hasta seis historias se entrecruzan a lo largo del argumento, y un
puñado de magníficos intérpretes cambian de personaje y de situación a
través de un mosaico de relatos paralelos que, poco a poco, va
adquiriendo sentido. Tom Hanks, Halle Berry, Susan Sarandon, Hugh Grant,
Jim Broadbent, Hugo Weaving, Jim Sturges, Xun Zhou, Ben Whishaw y alguno
más –sucesivamente protagonistas o secundarios; de distinta edad, raza y
hasta sexo; incluso irreconocibles en ocasiones- van trazando sus vidas,
que los llevan a un futuro cada vez más inhóspito, a un pasado de
leyenda o a tiempos más cercanos pero no menos complicados.
El atlas de las nubes
es ciencia-ficción, novela gótica, romance y policiaco, uno detrás de
otro y todo al mismo tiempo porque a veces las transiciones se producen
a extrema velocidad. La acción recorre la odisea de Adam Ewing, un
abogado americano que regresa a casa en 1849 mediante una angustiosa
travesía; la vida del joven músico inglés Robert Frobisher y su amante
Rufus Sixsmith en la primera mitad del siglo XX; la conspiración que
Luisa Rey, una inteligente periodista, trata de desbaratar en la
California de los pasados años 70; los apuros del editor jubilado
Timothy Cavendish –en la actualidad-, recluido por su envidioso hermano
en un asilo; la lucha de Sonmi-451, una trabajadora clon de Neo-Seúl en
el año 2014, que se rebela contra los ingenieros genéticos que la han
creado; y, como principio y final, la narración post-apocalíptica de
Zachry, un ser extraño, primitivo y aparentemente eterno, que en 2321
guía a la “presciente” Meronym hacia el “Atlas de las Nubes” perdido en
un planeta desconocido.
Naturalmente, con este panorama –que el espectador debe memorizar o
llevar como guía de mano-, es difícil mantener todo el tiempo la
concentración y la comprensión de cada fragmento; por otra parte, el
mensaje que se va destilando cuaja en una propuesta mística y
universalista –todo está conectado- que no es obligado comprender ni
compartir. Es mucho mejor dejarse arrebatar por el impacto visual de las
imágenes y por el ritmo trepidante de la mayoría de las secuencias.
Sin olvidar la apabullante tarea de los actores y actrices, que
trabajaron en dos equipos diferentes a la vez, alternaban sus
actuaciones y se sometieron a extremos cambios de imagen y a no menos
importantes traslados de una a otra historia, de uno a otro escenario, a
veces de uno a otro continente. Un esfuerzo asumido por ellos y por los
creadores de esta monumental fantasía fílmica; un poco pretenciosa, un
punto exagerada pero también arriesgada, brillante, entretenida y, a
ratos, genial. (http://cloudatlas.warnerbros.com/)
EL AUTOR
(18.11.17)
Dir.: Manuel Martín Cuenca. Pro.: José Nolla, Gonzalo Salazar
Simpson, David Naranjo. Gui.: Manuel Martín Cuenca, Alejandro
Hernández. Int.: Javier Gutiérrez, Antonio dela Torre, María León
El
director de La flaqueza del bolchevique, Malas temporadas
y la magnífica Caníbal, entre otras, estrena ahora El
autor, un guion basado en la novela de Javier Cercas El móvil.
Sí que hay un móvil en la película y en la vida del protagonista; en
su doble acepción: un motivo, un porqué de su actividad, y un
teléfono, bastante indiscreto, que se convierte en su aliado. El
citado protagonista es Álvaro, un administrativo en una notaría,
asfixiado por el caluroso verano sevillano, por su catastrófico
matrimonio y por su vocación de novelista, que no acaba de ver
realizada.
Y
sobre todo por el éxito de Amanda, su mujer, que acaba de publicar
una novela muy elogiada, y porque Juan, el profesor del taller de
literatura al que acude, nunca está contento con lo que escribe.
Hasta que parece que le da la clave para levantar el vuelo y
conseguir ser un escritor de verdad: un autor. Y para ello, se
aplica a ver y oír, mirar y escuchar; y convierte el edificio en el
que vive en un laboratorio al que aplicar el microscopio para
desentrañar hasta los secretos más íntimos de sus pobladores.
Naturalmente, es un buen método, que debe seguir todo aspirante a
escritor: ver la vida, beber de la realidad y trasladarlo al papel.
Solo que hace falta inspiración verdadera, calidad y arte, y sobra
ser tan manipulador y tan mala persona como Álvaro, que es capaz de
abusar de su portera, de sus vecinos inmigrantes, del solitario
ocupante del ático y de vampirizar a cuantos le parezca oportuno
para llenar sus páginas de verdad. De lo que él cree su verdad,
hasta que la novela, la de su vida, se rinda al imprevisto.
Javier Gutiérrez, en plena forma, compone un canalla
sutil y a la vez vulgar, ese vecino del rellano de arriba del que no
sospechamos lo que lleva dentro; un fullero con ínfulas de artista,
carente de moral y de carisma. Todo lo contrario que el asesino
antropófago de Caníbal –un artista del crimen- que bordaba
magistralmente Antonio de la Torre; que en esta película también
está estupendo, faltaría más. Los dos son las piezas maestras de la
obra, que, aparentemente, es un poco más liviana que otras de Martín
Cuenca. Aparentemente, porque bajo esa ligereza subyace una
interesante carga de profundidad que se interroga acerca de la
necesidad del éxito, de los mecanismos de la creación y de la opción
moral de la obra de arte.
EL BAILARÍN
(04.05.19)
Dir.: Ralph Fiennes.
Pro.: Carolyn Marks Blackwood, François Ivernel,
Gabrielle Tana, Ralph Fiennes. Gui.: David Hare. Int.: Oleg Ivenko,
Ralph Fiennes, Adèle Exarchopoulos.
Ralph Fiennes es un extraordinario actor, con más de 70 títulos en
su carrera. Pero también se ha puesto detrás de la cámara: dirigió
Coriolianus –un Shakespeare nada fácil- en 2011, La mujer
invisible –interesantísima, a mi modo de ver- en 2013, y ahora
ha realizado este retrato de Rudolf Nureyev que va desde su
accidentado nacimiento –en mitad de un viaje en un tren muy poco
confortable- hasta 1961, cuando el bailarín, con 23 años, decidió
desertar de su compañía y de la Unión Soviética y quedarse en
occidente.
Así empieza precisamente la película, cuando las autoridades rusas
se interrogan acerca de esa conducta, que les parece increíble. El
maestro de Nureyev, Alexander Pushkin –papel que se ha reservado
Ralph Fiennes-, comprende perfectamente sus razones, aunque se
guarda de dar demasiadas explicaciones. Y a partir de ahí, el relato
se estructura en tres tiempos, que, como se estila ahora, no se
producen linealmente, sino que se van intercalando, saltando
adelante y atrás a lo largo del metraje.
Por un lado, vemos a Rudolf Nureyev que, en ese 1961, acaba de
llegar a París con el Ballet Kirov de Leningrado. Inmediatamente, se
siente fascinado por la capital francesa, su cultura, su arte –pasa
todo el tiempo que puede en el Louvre, emocionado ante obras
capitales como La Balsa de La Medusa de Géricault- y su modo de
vida, en definitiva. Traba amistad con otros artistas y bailarines
franceses, y más íntimamente con una joven heredera chilena,
relacionada con el ministro André Malraux. Claro que las idas y
venidas del joven bailarín no son bien vistas por sus guardianes,
que velan por la recta conducta de los embajadores del arte
soviético; él, por su parte, hace poco caso de recomendaciones y
regañinas, hasta que, en el momento de partir de París, comprende
que sus excesos le van a costar caros.
Paralelamente, el argumento nos deja ver la evolución de Nureyev,
desde que, con 17 años, ingresa en la escuela de danza de
Leningrado; es un poco mayor para empezar, y a sus maestros les
parece poco prometedor; pero él muestra un carácter y una
determinación que no consiente en obstáculos ni pretextos: se sabe
dueño de una capacidad y un talento que le abrirán las puertas del
triunfo y de la gloria mundial. En todo este capítulo, Fiennes y
David Hare muestran la evolución del personaje en todas sus facetas:
personal, artística y también sexual. Es la parte fundamental de la
historia, la que nos permite comprenderlo mejor.
Por último, el tercer acto –que sería el primero si la narración
fuera cronológica- ocupa la infancia de Nureyev: las estrecheces
familiares, el padre ausente, la madre abnegada, su descubrimiento
del arte y sus primeros pasos en la danza, aun de niño. Es el
embrión del gran artista, y Fiennes lo plasma en una escritura
específica, con tonos oscuros y casi oníricos, más como un ensueño
del protagonista que como parte real del relato.
Que llega a su desenlace, no por conocido menos dramático. El
bailarín se cierra así con un Rudolf Nureyev triunfante, en el
comienzo de su imparable carrera internacional. Triunfo además de su
personalidad rebelde, testaruda, un hombre también antipático,
soberbio y egoísta, pero sobre todo seguro de su arte y necesitado
de mostrarlo en todo el mundo, sin condiciones y en libertad. La
mirada de Fiennes es, por momentos, dramática –los abundantes
primeros planos en los que explora los sentimientos de Nureyev-
aunque quizá resulte, en conjunto, algo fría –su cine es así- pero
posee un indudable estilo y un lenguaje propio; su intención, en
definitiva, no es emocionar fácilmente al espectador, sino desvelar
la intimidad, el ADN del personaje. Y eso, lo consigue.
EL BAR
(25.03.17)
Director: Álex de la Iglesia. Intérpretes: Mario Casas, Blanca
Suárez, Jaime Ordóñez, Terele Pávez...
Álex de la Iglesia es de los pocos directores que consiguen que cada
uno de sus estrenos sea un acontecimiento; luego la película le
habrá salido bien o menos bien –creo que nunca mal- pero desde luego
no pasará desapercibida. Y eso es así desde su debut con la
formidable Acción mutante (1993), a la que siguieron El
día de la bestia, La comunidad, 800 balas, Crimen ferpecto, Balada
triste de trompeta, Las brujas de Zugarramurdi y otros títulos,
hasta catorce, todos interesantes. Y este nuevo, uno de los que más.
El bar
es
el bar de Amparo, en el centro de Madrid; como cada mañana, acoge a
los clientes que van a desayunar. Algunos, habituales, como el joven
Nacho, la ludópata Trini o el sin techo Ismael –si es que a este se
le puede llamar cliente-; otros, casuales como el viajante Sergio o
la atractiva Elena, que pasaba por allí. En total, con la dueña y el
ayudante, diez personas; todos están tranquilos ahí dentro… hasta
que alguien pretende abandonar el establecimiento.
Entonces surge la tragedia. Y la preocupación y el miedo, que se
convierten en horror y en pánico cuando comprenden que están
encerrados y que no pueden salir del bar si no quieren morir. Y
comienza una difícil convivencia, en la que cada uno llegará a
pelear por su vida, sin importarle la de los demás. Es un drama,
pero también es una comedia negrísima –el género que mejor se le da
a De la Iglesia-, sin dejar de tener aires de thriller con suspense
y su pizca de crítica social.
En definitiva, Álex de la Iglesia sigue fiel a su estilo, a sus
personajes extremos y a sus historias originales, intensas y
explosivas, que pueden arrancar, como en esta ocasión, de una
situación de lo más normal para acabar en un crescendo de violencia
que sacude al espectador hasta dejarlo exhausto en la butaca.
EL CAPITAL HUMANO
(12.04.15)
Dir.:
Paolo Virzì
Pro.:
Producción: Marco Cohen,
Benedetto Habib Gui.:
Paolo Virzì,
Francesco Bruni, Francesco Piccolo
Int.:
Fabrizio Bentivoglio,
Valeria Bruni Tedeschi, Matilde Gioli
Más de cuarenta premios
–entre ellos siete “David de Donatello” del cine italiano- lleva
cosechados la extraordinaria película de Paolo Virzì, un director con
veinte años de carrera y una decena de obras, pero poco conocido en
España; quizá solo dos o tres películas: Caterina se va a Roma
(2003), La prima cosa bella (2010) y Todo el santo día
(2012. El capital humano
parte de un hecho real para retratar el entorno en
el que se dio y las consecuencias que produjo.
El suceso es semejante al que relata la
magnífica Muerte de un ciclista (1955), de Juan Antonio Bardem.
En una noche oscura, en una carretera local, un hombre va en bicicleta
hacia su casa. De pronto, un coche se le echa encima y lo golpea; y
sigue su carrera. Pero con un punto de partida semejante, ambas
películas son diametralmente opuestas: la de Bardem explora un universo
personal, cerrado, que no excede apenas del ámbito conyugal salvo por un
apunte de crítica social; la de Virzí es, de entrada, mucho más coral, y
bajo un aire de intriga policiaca –no sabemos quién es el autor del
atropello- supone un muy acertado retrato de caracteres y una
inteligente indagación sobre la naturaleza humana.
Dramáticamente, también hay profundas
diferencias. El capital humano se estructura
en un prólogo y tres capítulos, con un cuarto a modo de epílogo; cada
uno de los episodios centrales muestra el punto de vista de los
protagonistas: Dino, Carla y Serena ven cómo sus vidas cambian con lo
ocurrido esa fatídica noche. El primero es un comercial de tres al
cuarto, que sueña con entrar en el mundo de las grandes finanzas,
seducido por el millonario Bernaschi, padre del novio de su hija;
por intentarlo será capaz
de hipotecar su casa, su trabajo y hasta su vida familiar. La mujer del
potentado, Carla, se debate entre sus deberes familiares y sus
necesidades afectivas, que pasan por dispendios inútiles y amores
equivocados. Y la joven Serena, la hija de Dino –casi el único ejemplo
de entereza-, posee la llave de la verdad pero el amor la obliga a
callar, aun a costa de parecer culpable.
Los tres capítulos funcionan
perfectamente, con la evidente intención de ir explicando paso a paso lo
sucedido. Cada uno contiene escenas y momentos idénticos, pero según se
desarrolla la acción el espectador va conociendo las claves que le
ofrece cada protagonista; de esta manera, el argumento, en vez de
repetirse inútilmente, se aclara y se comprende. También estos
personajes y su ambiente están expuestos con claridad: Dino –el que
suscita, quizá, menos empatía-, con su piso de clase media burguesa, su
segunda mujer, sus manejos entre utópicos y rastreros; Carla, rica y
atractiva, casi ignorante de los negocios y especulaciones de su marido,
y totalmente ausente de la vida de su hijo adolescente; y Serena, joven,
sensible y leal, justo en medio –involuntariamente- de todo el
torbellino.
Lo mejor de la película, junto con la
fuerte coherencia interna del relato, son las interpretaciones: hondas,
verdaderas, sin un resquicio de debilidad ni una nota falsa. Valeria
Bruni Tedeschi es un valor más que reconocido del cine italiano; está
magnífica, como la otra Valeria, Golino, en el papel de la mujer de Dino
y madrastra de Serena, recreada esta por Matilde Gioli –a la que hemos
visto en la serie Gomorra- con absoluta solvencia. Y los
actores que completan el reparto –con Fabrizio Bentivoglio a la cabeza-
rayan a la misma altura.
Son los que ponen cuerpo a esta historia, narrada con admirable pulso
por Paolo Virzì, que interesa por la intriga de su trama y atrapa por su
veracidad y el interés humano que destila. Ese que explica, al final, el
propio título: el valor de la vida, la farsa de la ley, el poder del
dinero y los peligros del amor. Y el peso –tan leve en ocasiones- de la
integridad y la verdad: si estas se rompen, no valemos nada. (http://humancapitalfilm.com)
EL CASO SLOANE
(20.05.17)
Director: John Madden. Intérpretes: Jessica Chastain, Mark Strong,
Gugu Mbatha-Raw.
Elizabeth Sloane es una mujer muy inteligente, una hábil estratega y
una competidora inexorable. Tiene las ideas muy claras y sabe que,
en su mundo, solo vale ganar. No importa nada el contrincante y, a
veces, tampoco sus mismos aliados; la conciencia, supone, es propia
de perdedores. Con esa mentalidad y esa decisión entra en la batalla
entre los grupos de presión de Washington que debaten sobre la
posesión y el uso de las armas: Sloane despliega todo su talento y
su capacidad de maniobra para combatir al poderoso lobby
armamentista, y las escaramuzas entre ambos bandos –incluidas
mentiras, traiciones y artimañas de todo tipo- se suceden en una
escalada que solo puede concluir con la victoria o la cárcel.
John Madden –director de Shakespeare in love y El exótico
Hotel Marigold- confía el peso de la enrevesada trama a Jessica
Chastain, una actriz formidable, de indudable magnetismo en la
pantalla; ella conduce el argumento sin vacilar y da vida a esta
mujer luchadora en un mundo de hombres implacables.
EL CHICO
(06.02.21)
Dir.:
Charles Chaplin. Pro.: Charles Chaplin. Gui.: Charles Chaplin.
Int.: Charles Chaplin, Edna Purviance, Jackie Coogan.
Se cumplen justo 100
años del estreno de El chico. Chaplin tenía 32 años y
este es su primer largo –de poco más de una hora- tras más de 50
cortos en los que desarrolla su personaje de Charlot, un icono
inmortal del cine cómico. Este año se conmemoran también 125
años del nacimiento del cine, y es impresionante constatar como
en tan poco tiempo alguien fue capaz de construir una carrera de
esta magnitud, con una obra maestra como El chico, una
cumbre del cine mudo.
Aquí está todo el
universo de Charlot/Chaplin. La joven descarriada, el rico
culpable, los omnipresentes policías, los maleantes, el chulo
forzudo y bastante tonto, varios tipos de granujas… y el pobre
hombre superviviente de mil catástrofes, funambulista de
buhardilla, armado de su bastón, sus zapatones y su bombín, con
una voluntad de hierro y un corazón que no le cabe dentro de su
raído chaquetón.
La joven descarriada de
turno acaba de abandonar a su bebé, fruto del pecado, dentro de
un coche que está delante de una gran mansión. Pero un par de
delincuentes roban el vehículo y, cuando se dan cuenta del
pasajero que llevan, lo abandonan en plena calle. Y por allí
pasa nuestro hombre, que se ve obligado a recoger a la criatura
y, al final, a adoptarlo; inaugurando, de paso, un subgénero de
“adulto con niño” que ha dado cientos de ejemplos en la
pantalla.
En fin… cinco años
después, el chico es un colega irremplazable, un ayudante
vertiginoso y eficacísimo de cuantas actividades, más o menos
escrupulosas –más bien menos- se le ocurren a su padre adoptivo.
Y digo padre, porque la relación que los une ya es definitiva y
sólidamente familiar. Claro que también es ilegal, por lo que
está amenazada de continuo por factores que van creciendo en
dramatismo; Chaplin maneja a la perfección la tensión de las
emociones, hasta llegar a una escena onírica de enorme
plasticidad y, por supuesto, al final que todo espectador desea
ver.
El chico,
como decía, es el primero de los largometrajes con los que
Chaplin va construyendo su obra, que se alargará hasta 1967 con
La condesa de Hong Kong, su testamento fílmico,
desgraciadamente mal entendido. Por medio, películas siempre
interesantes, personalísimas, y algunas obras maestras: Una
mujer de París, La quimera del oro y El circo
–cómo no le iba a tentar el “mayor espectáculo del mundo”,
aunque fuera visto por su óptica particular-, antes de 1930.
En la
siguiente década, la maravillosa Luces de la ciudad,
seguida de dos títulos capitales: Tiempos modernos y
El gran dictador, prohibida por la dictadura franquista,
estrenada en España en 1976, con 36 años de retraso, primera
película sonora de Charles Chaplin –en Tiempos modernos
se escuchaban algunas palabras sueltas- y primera que, en su
estreno, levantó al público de sus asientos en interminables
ovaciones.
Y, por último, sus
películas de madurez: Monsieur Verdoux (1947) –un
personaje radicalmente distinto-, Candilejas (1952), de
enorme éxito popular, Un rey en Nueva York (1957) y la
citada La condesa de Hong Kong, con Sofía Loren y Marlon
Brando de protagonistas, nada menos. Como lo fue Jackie Coogan,
hace 100 años; y Edna Purviance, Paulette Goddard, Claire Bloom,
“Fatty” Arbuckle, Billy Armstrong y tantos otros.
Bienvenido el reestreno de El chico,
bienvenido siempre el recuerdo de Charles Chaplin, el inmortal
Charlot y mucho más: un artista total: actor, productor,
guionista, director y también músico y todo lo que hiciera
falta. Uno de los padres del cine, un poeta, un genio.
EL CHICO DEL
PERIÓDICO
(17.03.13)
Dir.:
Lee Daniels
Pro.: Lee Daniels, Cassian Elwes, Hilary Shor Gui.: Lee Daniels, Peter
Dexter
Int.: Matthew McConaughey, Nicole Kidman, Zac Efron
Desde el mítico
Gordon Parks (1912-2006), creador del detective John Shaft –interpretado
por Richard Roundtree en las películas y la serie de los primeros 70-,
el cine afroamericano ha tenido presencia, aunque con altibajos, en los
estudios de Hollywood y alrededores. La figura más elocuente de este
cine ha sido, en los últimos años, Spike Lee –últimamente menos activo-
y tras él han alcanzado notoriedad otros, como John Singleton y, más
recientemente, Lee Daniels: productor, entre otras, de Monster’s ball
(2001) y director de Shadowboxer (2005), Precious
(2009), ganadora de dos Oscar y esta El chico del periódico.
Basado en una novela de Peter Dexter, el guión de la película, de Dexter
y Daniels, otorga carácter si no de protagonista al menos de testigo de
excepción y narradora a Anita, la criada negra de la familia Jansen que
preside el adusto W.W., importante cacique y omnipotente director del
periódico local. Con él vive ahora Jack, el hijo menor,
que ha dejado la universidad y no sabe muy bien a qué dedicarse. Ambos
se ven sorprendidos por la repentina llegada de Ward, el casi olvidado
hijo mayor, un avezado periodista del Miami Times.
Ward, además, no viene solo: lo acompañan su colega Yardley Acheman –no
se sabe si para ayudarlo en su trabajo o todo lo contrario- y una
extraña y turbadora mujer:
Charlotte Bless.
Charlotte es una
persona insolente y apasionada, y está empeñada en demostrar la
inocencia de un condenado por homicidio; y para conseguirlo cuenta con
la ayuda de Ward y su periódico. Él se deja arrastrar por las vehementes
razones de la mujer, pero más aun porque atisba la posibilidad de
desvelar la verdad acerca de un caso complicado y de un proceso que
quizá esconda una terrible y culpable equivocación.
Aunque no se le esconde que a Charlotte,
más que la búsqueda de la justicia, le mueve la pasión que siente por el
reo, el siniestro cazador de cocodrilos Hillary Van Vetter. Pasión que
ha nacido a partir de la correspondencia que ambos se han cruzado y que
ha cristalizado en una doble obsesión: la de ella por el amor del
acusado y la de este por alcanzar la libertad.
Como es natural, la presencia perturbadora de Charlotte revoluciona la
vida de Jack, en todos los sentidos, y de paso la de todo el pueblo, un
rincón perdido de Florida al borde mismo de los pantanos, en el que todo
resulta establecido y controlado; y cuando ya parecía que aquellos
crímenes caían en el olvido, las pesquisas de Ward, las aventuras de
Jack y el empeño de Charlotte hacen brotar a su alrededor un vendaval de
emociones que provocarán las más dramáticas consecuencias para cada uno
de los protagonistas.
Matthew McConaughey y Zac Efron son los dos hermanos Jansen, dueños cada
uno de su secreto, agitados en sentidos opuestos por la fiereza
incombustible de Charlotte, la más bárbara y desquiciada composición de
Nicole Kidman, la mejor de los últimos tiempos; ella es el eje sobre el
que gira toda la película, y la nominación que recibió en los pasados
Globos de Oro se queda bastante corta para sus merecimientos. Por su
parte, el guion de Lee Daniels y Peter Dexter va desvelando sus cartas
poco a poco –según Anita va contando-, sin perder la tensión de un
relato que roza la oscuridad y la sordidez en más de una ocasión.
No es posible saber qué película habría hecho Almodóvar –primera opción de los
productores- cuando se la ofrecieron hace algunos años,
pero Daniels la ha construido con un rigor que quizá el manchego no
habría alcanzado. Lo primero, sin duda, porque aunque el relato pueda
ser atemporal y trasladable a cualquier localización, se entiende mejor
como lo que en realidad es: un argumento profundamente americano,
enraizado en aquella sociedad; una historia candente, plena de
ambigüedad, morbo y secretos familiares, con personajes contradictorios
y sombríos, arrastrados por sus pasiones entre los brumosos, callados y
turbios pantanos de Florida. (http://thepaperboy-movie.com/)
EL CÍRCULO
(06.05.17)
Director: James Ponsoldt.
Intérpretes: Emma Watson, Tom Hanks, Patton Oswalt.
Este James Ponsoldt es otro de los directores americanos que
alternan la televisión con la pantalla grande, aunque sus películas
para esta no han tenido aun demasiada trascendencia fuera de sus
fronteras, con la excepción, quizá de El último tour (2015).
Ahora, sin embargo, puede tener más suerte; sobre todo, por la
categoría de sus protagonistas. Y quizá porque habla de un mundo
que, con unos u otros nombres todos conocemos bien.
Trabajar en El Círculo es un sueño para cualquier joven: es la
compañía tecnológica más moderna, dinámica y potente del mundo y sus
instalaciones son espectaculares, cómodas y divertidas; y todo está
previsto para la satisfacción de los empleados. Cuando Mae consigue
ser admitida, piensa que su vida empieza a tener sentido. En El
Círculo se siente acogida por sus compañeros y trabaja rodeada de
simpatía y buen ambiente; hasta se preocupan de su ocio y del
bienestar de su familia.
Muy pronto, incluso, conoce personalmente a Eamon Bailey, el
maravilloso jefe de la no menos maravillosa empresa. Y para su
sorpresa, recibe una proposición profesional que puede limitar su
privacidad y su libertad personal pero que también puede convertirla
en líder de la corporación y en una estrella de fama mundial. Así,
se ve enfrentada a un dilema moral que no sabe si será capaz de
resolver.
La película se fundamenta, como decía, en el tirón de sus
protagonistas: Emma Watson, como la joven ilusionada y desprevenida
Mae,
y Steve Jobs –digo, Tom Hanks- como el carismático dirigente de El
Círculo; ambos le echan oficio, aunque no sé si mucha pasión, a un
argumento que explora las posibilidades de internet, las redes y sus
herramientas -y los peligros de pervertir esa tecnología mediante un
uso abusivo-, con una puesta en escena, que bordea el thriller y la
ciencia ficción, ambientada en un futuro evidentemente no tan
lejano.
EL CORREDOR NOCTURNO (07.03.10)
Dir.:
Gerardo Herrero
Pro.: Gerardo Herrero, Vanessa Ragone
Gui.: Nicolás Saad
Int.: Leonardo Sbaraglia, Miguel Ángel Solá, Érica Rivas
Fot.:
Alfredo Mayo Mús.:
Lucio Godoy
Gerardo Herrero es una de las personalidades más nítidas del panorama
cinematográfico español: es un hombre que conoce perfectamente las
características de nuestro cine; es productor, también director, y
mantiene una decidida preferencia por los guiones que adaptan obras
literarias. Su carrera como productor es muy interesante, desde La
boca del lobo (1988) hasta El
secreto de sus ojos y las
próximas El gran Vázquez y Balada
triste de trompeta: cerca de 100 títulos, muchos de ellos
coproducidos con Latinoamérica. Como director, su obra es bastante más
irregular: se inició también el 88 con Al acecho –sobre un relato de Juan Madrid-, a la que siguió la
estupenda Desvío al paraíso,
con guión de Daniel Monzón y Santiago Tabernero. Luego una docena de títulos
más, adaptando a Almudena Grandes, Belén Gopegui, Arturo Pérez
Reverte… Comenzó con cierto gusto por el thriller, se enroló después
en el drama cotidiano y el psicologismo costumbrista y parece que mezcla
ambos registros en este Corredor
nocturno, que parte de una novela del uruguayo Hugo Burel.
Eduardo López es un joven y ambicioso ejecutivo de una importante
empresa argentina; regresa de Italia a Buenos Aires y en el aeropuerto
de Madrid conoce a Raimundo Conti, un misterioso personaje que poco a
poco se va haciendo más y más presente en su vida, ofreciéndole etéreas
oportunidades, abrumándolo con su omnipresencia y con su aparente
poder, y asaltándolo al final en su intimidad social, profesional y, lo
que es más grave, familiar. Conti parece incluso bastante enfadado
porque Eduardo no se decide a aceptar su ayuda, no digamos su amistad, y
se lo demuestra violentamente.
Este Conti es una especie de Mefistófeles bonaerense y capitalista,
incansable en su tarea de tentar a Eduardo, más peligroso cuanto más
el hombre ve peligrar su seguridad profesional –por los continuos
ajustes económicos en su empresa- y su antes apacible ambiente doméstico.
El joven se muestra firme ante su acoso, pero la situación se va
volviendo muy problemática cuando se revelan algunos entresijos de su
currículum y se producen ciertos sucesos inexplicables dentro de su
propia casa.
Claro que la zozobra que siente el espectador es aún mayor, porque no
tenemos verdaderos indicios de qué es en realidad lo que Conti quiere
de Eduardo. Hay toda una zona de la película en la que resuenan ecos de
Caché –de Haneke-, mientras
que intermitentemente se muestran las oscuridades y miserias del mundo
empresarial; todo aderezado con los choques cada vez más duros entre
los protagonistas. Hasta que se produce el desenlace, que se ha hecho
desear bastante, y recorremos de golpe el camino que va de Fausto a El club de la lucha;
suponiendo que obras de tan distinto calado se puedan superponer, o
siquiera comparar.
Claro que la apuesta formal de Gerardo Herrero está bien resuelta: la
fotografía monocolor, desvaída, un punto decadente de Alfredo Mayo
conviene al tono surreal de la acción y al gélido escenario; lo mismo
que la música de Lucio Godoy, que contribuye al suspense del argumento
y a la interpretación de los artistas. Que, eso sí, resuelven sus
personajes bordeando peligrosamente el abismo. Solá y Sbaraglia son dos
grandísimos actores pero su director ha decidido colocarlos en
registros tan diferentes que a veces les cuesta encontrar la sintonía.
Y eso perjudica también a la tensión fundamental de la película; no sólo
en ese desenlace, que de tan falso no deja ver que es verdadero, sino en
el desarrollo del protagonista, que se enreda y se enfanga con su
circunstancia, ocultándonos su aspecto esencial. Y es una lástima,
porque este argumento y este personaje tan actual, el ejecutivo que
trata de sobrevivir en la selva del capitalismo feroz y la empresa
carente de sentimientos, entre jefes sin escrúpulos, colegas agresivos
y subordinados desencatados, daba para mucho más.
(www.elcorredornocturno.com)
EL CUERNO DE LA ABUNDANCIA
(26.10.08)
Dir.:
Juan Carlos Tabío
Pro.: Mariela
Besuievski, Gerardo Herrero
Gui.:
Gui. Arturo Arango,
Juan Carlos Tabío
Int.: Jorge
Perugorría, Paula Ali, Yoima Valdés, Vladimir Cruz
Discípulo
y seguidor del gran Tomás Gutiérrez Alea, Juan Carlos Tabío
representa el valor clásico del cine cubano contemporáneo. Dirigieron
juntos en 1994 Fresa y chocolate
–un auténtico “bombazo” que supuso la revelación de la
cinematografía cubana en Europa y, desde luego, en España- y, dos años
más tarde, Guantanamera. Fallecido Gutiérrez Alea, Tabío ha dirigido después
Lista de espera y Aunque estés lejos, películas que conforman, con ésta actual, un
fresco de la Cuba del siglo XXI: sus gentes, su paisaje, su identidad
zumbona, caliente y vitalista en sus ciudades carcomidas y orgullosas a
la vez.
Como este pueblo en el que transcurre la vida de nuestro protagonista,
Bernardito Castiñeiras –o Castiñeyras, la cosa va a tener su
importancia-, que recupera al mejor Jorge Perugorría: un tipo
descarado, zumbón, patético a ratos pero siempre tierno y simpático;
y cubano, de pueblo, de los pies a la cabeza: en su salsa, vamos... A lo
que íbamos: Bernardito se nos presenta, en una modélica secuencia
inicial, entre sus convecinos y entre los afanes diarios del trabajo y
la familia, que se mezclan y que él trata de llevar con la mayor
tranquilidad posible.
Esa tranquilidad, y la de todo el pueblo, se verá sin embargo alterada
por la noticia que se extiende a toda velocidad por la población: los
Castiñeyras –o Castiñeiras, que entre unos y otros son casi todos los
lugareños- son herederos directos de la fortuna que unas monjas
depositaron en un banco inglés hace más de tres siglos. No se sabe
mucho del origen de tan curiosa circunstancia, pero lo cierto es que, en
tantos años, el dinero se habrá multiplicado de forma prodigiosa y la
fabulosa herencia va a cambiar el destino de los afortunados.
Cuando los albaceas testamentarios se dirigen al pueblo para organizar
el reparto, resuenan por la pantalla los ecos del Bienvenido
Mr. Marshall de Berlanga –también apuntados gráficamente con
habilidad por el propio Tabío- y el espectador empieza a sospechar que
tanta prosperidad y tanta felicidad pueden no resultar tan fáciles de
alcanzar. Lo primero, porque habrá que poner de acuerdo a los de la
“i” latina y los de la “y” griega, a ver quiénes son los auténticos
herederos, y luego porque los deseos, las ilusiones y las peticiones de
los susodichos empiezan a rozar lo imposible. Todo esto, en un pueblito
perdido de la Cuba empobrecida de ahora mismo.
Por debajo de este argumento, además, se cruzan un buen número de
subtramas, que son las que sostienen muy hábilmente el guión. Las
principales tienen que ver, como humana comedia que son, con la familia
–el matrimonio y sus gracias-, el sexo caliente, la fría ambición,
la convivencia y las costumbres. Y todo el tiempo con el retrato acertado de
unas gentes, cubanas hasta la médula, pero sin embargo cercanas y
reconocibles en sus pequeñas alegrías y miserias y en su envidiable
sentido de la vida. El primero de todos, este Bernardito que es
ingeniero aunque no lo parezca, que reparte pasteles en su viejísima
bicicleta y que recoge ladrillos para terminar las paredes de su casa.
A Perugorría, como ya decía, da gusto verlo. Pero además Tabío nos
brinda la oportunidad de presenciar el reencuentro entre los
protagonistas de Fresa y chocolate:
también están ahí, a distinto nivel, Vladimir Cruz –aquel jovencito
indeciso- y la gran Mirtha Ibarra. Y además, la muy interesante Yoima
Valdés, y un reparto coral repleto de piezas todas ellas tan bien
dibujadas que cuesta creer que no estamos viendo un docudrama
interpretado magistralmente por sus auténticos protagonistas.
Magnífico relato moral, entre El
cuento de la lechera y la coreografía mordaz de las películas de
Berlanga; estupenda historia de gentes verdaderas, amores sencillos,
pasiones arrebatadas, acuerdos subterráneos, disputas a flor de piel e
ilusiones no tan complicadas; el mismo Bernardito lo resume muy bien:
“Coño, si no llega la herencia... a seguir dándole a los pedales”.
(www.golem.es)
EL CURIOSO CASO DE
BENJAMIN BUTTON (08.02.09)
Dir.: David Fincher
Pro.: Kathleen Kennedy, Frank Marshall
Gui.: Eric Roth
Int.: Brad Pitt, Cate Blanchett, Julia Ormond
Nueva
película de David Fincher, el director que debutó en 1992 con Alien
3, a la que siguió la espeluznante Seven,
que lo lanzó a la fama, y luego El
juego, El club de la lucha, La habitación del pánico –un poco más
convencional, ésta- y la sensacional Zodiac,
en 2007. También ha hecho musicales para Aerosmith, Sting, George
Michael y Madonna; y para el año próximo anuncia su aproximación,
seguro que original e interesante, a la figura de Eliot Ness. No se le
puede negar a Fincher su capacidad y su talento.
Lo demuestra con creces en esta
historia, una de las favoritas para los inmediatos Oscar de Hollywood;
acumula 13 candidaturas, tiene seguro más de uno –maquillaje, efectos
visuales...- y aspira a los principales: mejor película, director,
actor, guión adaptado... Basada en un relato de F. Scott Fitzgerald, la
película cuenta la historia de Benjamin, un curioso personaje que nace
con la apariencia y los achaques de un octogenario; su padre,
aterrorizado, se deshace de él abandonándolo en la puerta de un asilo
de ancianos y allí crece Benjamin que, sorprendentemente, va
rejuveneciendo al paso del tiempo mientras cuantos lo rodean envejecen
normalmente.
Todo se debe,
seguramente, al impulso mágico de un famoso relojero de Nueva Orleans:
desesperado por la pérdida de un hijo en la I Guerra Mundial, construye
un enorme reloj para la estación de ferrocarril que, ante el asombro de
todos, marcha al revés. Del relojero nunca más se supo, pero la vida
de Benjamin quedará marcada por ese instrumento que mide el tiempo en
sentido contrario a todos los demás. De la misma manera, el
protagonista cumple años como cualquiera mientras va de anciano
moribundo a criatura lactante, exactamente al contrario que todo el
mundo.
Los prodigios técnicos del cine
americano consiguen que Brad Pitt parezca un viejo cuando es sólo un niño,
más tarde un hombre maduro con sólo 18 años y luego un chaval de 60,
hasta alcanzar una vejez longeva ya con el cuerpo de un bebé. Para ello
han tenido que inventar un nuevo sistema de captura de movimientos,
creando una cabeza digital que recoge más de 100 expresiones del rostro
de Pitt, y acoplándola después al cuerpo de distintos intérpretes con
el tamaño y los movimientos propios de cada edad del personaje. El
actor, además, se sometió, para determinadas secuencias, a tremendas
sesiones de maquillaje, algunas de cinco horas de duración.
Algo parecido sucede con el resto de los personajes; espectacular también
la transformación de Daisy –magnífica Cate Blanchett-, la amiguita
de infancia del protagonista; al mismo tiempo que él, pero en sentido
inverso, se ha ido haciendo mayor, han intentado disfrutar juntos de su
amor –cuando ambos coinciden en la edad adulta- y llega a ser la
anciana que arropa los últimos años del niño-viejo Benjamin. Esa
historia de amor, que va de difícil a imposible –según las épocas-,
y sus accidentes colaterales, atraviesa la espina dorsal del relato,
recuperado casi milagrosamente en la habitación de un hospital de una
Nueva Orleans que tiembla ante la llegada del “Katrina”.
Quizá la acción resulte demasiado fragmentada; quizá sobre, de su
largo metraje, algún episodio menos significativo. A mí no me lo
parece, ni se me hacen excesivas las 2 horas 45 minutos que dura la película,
ni me resulta exorbitante ese presupuesto de 150 millones de dólares;
ésta es una de esas películas que Hollywood siempre quiere hacer pero
casi nunca se atreve: aquí no hay tiros, carreras de coches ni
explosiones a mansalva. Hay una guerra, es verdad, pero es parte de la
memoria histórica, no un capricho del guión. Y sobre todo hay una
emoción humana y estética, y una apuesta por la creación de un
universo, un tiempo y unos escenarios poblados por personajes tocados
por la magia y la poesía. Maestría absoluta de David Fincher –que se
va convirtiendo en un clásico- para manejar los ritmos y las
impresiones de esta curiosa, profunda y apasionante historia: la de
Benjamin Button, el hombre que vivió al revés. (wwws.warnerbros.es/benjaminbutton)
EL DICTADOR
(15.09.12)
Dir.:
Larry Charles
Pro.: Sacha Baron
Cohen, Scott Rudin Gui.: Sacha Baron Cohen, Alec Barg, David Mandel,
Jeff Schaffer
Int.: Sacha Baron Cohen, Ben Kingsley, Anna Faris
El dictador
la ha dirigido Larry Charles, el mismo de Bruno y Borat,
pero en las películas “de” Sacha Baron Cohen caben pocas sutilezas de
autor; el hombre produce, escribe e interpreta, y no dirige porque le
debe parecer muy cansado. Así que Larry Charles –otro tipo pelín
excéntrico, aunque muy trabajador- coge la visera y el megáfono… y se
pone a las órdenes de Baron Cohen para registrar las tropelías que se le
vayan ocurriendo.
Esta última no es pequeña: el actor se mete en el pellejo del megalómano
dictador de Wadiya, un no tan imaginario país norteafricano rico en
petróleo: el almirante general Haffaz Aladeen, que gobierna sin
oposición y sin enemigos –se han ido muriendo todos- desde que era un
niño, cuando sucedió a su padre muerto en un desgraciado accidente
provocado por 97 balas y una bomba. Aladeen gobierna feliz y satisfecho,
apoyado en su hombre de confianza, su tío Tamir, que en realidad detenta
todos los poderes fácticos del reino.
Es Tamir, precisamente, quien convence a Aladeen para que salga de su
aislamiento y se presente en la ONU para contestar a los ataques que
cada vez más insistentemente le están lanzando los corruptos países
democráticos occidentales. La última iniciativa, de pretender
inspeccionar sus instalaciones de armamento de supuesta destrucción
masiva, amenaza con ponerle de los nervios, así que decide tomar la
tribuna de las Naciones Unidas y contraatacar.
Lo que nadie podía esperar es que Aladeen –después de algunos disparates
fuera de protocolo- proclame su fe en la democracia y anuncie el final
de la dictadura en su país y las inmediatas elecciones libres. Algo ha
debido suceder…
En realidad, sí. En Nueva York, Aladeen ha sufrido una traumática
transformación, después de pasar por un par de episodios muy
emocionantes. Pierde la barba y la identidad –en la parte negativa- pero
–y esto es lo bueno- conoce a la encantadora y ecologista Zoey y se topa
con su compatriota Nadal, que creía fallecido y que le sirve de guía en
la gran ciudad occidental y –ya lo he sugerido anteriormente- corrupta.
En Wadiya y en América, Baron Cohen deja que su personaje se explaye sin
la menor vergüenza ni asomo de eso que llamamos lo “políticamente
correcto”. Todo lo contrario: como en sus anteriores películas, no deja
títere con cabeza; nada ni nadie se escapa del ácido corrosivo que
reparte a derecha e izquierda. Su personaje es un ser abominable, una
feroz caricatura de algunos de los gobernantes que todos conocemos y
hemos padecido; pero a su alrededor pululan personajillos y maniobran
instituciones y organismos que tampoco tienen desperdicio.
La dictadura se critica sola; pero los vicios, las sombras y las
coartadas de la democracia también reciben lo suyo. Y los políticos, la
milicia, la prensa amordazada y la ciudadanía anestesiada, americanos y
extranjeros, árabes y judíos, todos ven expuestas sus vergüenzas de la
manera más descarnada, más ridícula y, por qué no decirlo, más cómica.
Su fórmula es la subversión de los códigos sociales, morales y
religiosos –la base de la comedia en todos los tiempos y culturas- pero
llevada a extremos pocas veces utilizados.
Es
evidente que la bufonada, también desde el horizonte de los tiempos, ha
sido tolerada y celebrada; nunca, además, como en esta época de
estómagos de acero, capaces de digerir, asimilar y, con la misma
facilidad, eliminar la más incisiva y acertada de las críticas: el
sistema se lo traga todo. A lo mejor por eso Sacha Baron Cohen puede
seguir haciendo este cine en apariencia tan incómodo e irreverente; en
cualquier caso, aunque no vayan a caer imperios ni a remediarse males
mayores, El dictador es una oportunidad excelente para repasar
inteligentemente nuestra vida moderna y replantearnos sus valores. Y a
la vez, esto es lo mejor, sin dejar de reír
EL DISCURSO DEL REY
(19.12.10)
Dir.: Tom
Hooper
Pro.: Iain Canning, Gareth Unwin
Gui.: David Seidler
Int.: Colin Firth, Geoffrey Rush, Helena Bonham Carter
Tras
más de quince años en la televisión británica y un debut en la
pantalla grande en 2004 con Red
dust, Tom Hooper nos sorprendió el pasado año con Damned
United, una historia ambientada en el mundo del fútbol inglés, que
retrataba a un famoso entrenador. Es verdad que su protagonista, Michael
Shenn, también ha sido hace no tanto vampiro, el periodista David Frost
y el premier Tony Blair: a mí la cosa me quedaba un poco rara, aunque
la historia funcionaba muy bien.
En esta nueva película me convence bastante más, a pesar de que su
reparto está plagado también de caras conocidas; seguramente es porque
su guión me resulta mucho más interesante y novedoso, a pesar de
contar hechos históricos y un relato íntimo posiblemente verdadero en
todos sus términos. La narración arranca en los últimos meses del
reinado de Jorge V de Inglaterra; el monarca estaba preocupado por su
descendencia: el príncipe de Gales, Eduardo, mostraba unas incómodas
tendencias filonazis y cierta inclinación sexual más preocupante todavía;
estas cuestiones no aparecen explícitas en el guión, pero sí el
apasionado romance que Eduardo sostenía con la americana Wallis
Simpson, de vida no muy edificante y, además, casada. Por
su parte, el hijo menor, el duque de York, Alberto, padecía un grave
problema de disfemia –como se denomina a la tartamudez cuando la
sufren personas importantes-, que le impedía expresarse con fluidez
habitualmente, y mucho más cuando hablaba en público. En cualquier
caso, al morir el rey Jorge la corona pasó a Eduardo; pero lo que
supuso un alivio inicial para Alberto, no llegó a ser más que un breve
descanso. Tras menos de un año de reinado, Eduardo abdicó para casarse
con su amante americana, la ya divorciada señora Simpson. Al menos, esa
fue la excusa.
Fuera por amor o por la influencia decidida de Winston Churchill, la
renuncia de su hermano puso a Alberto en el trono de Inglaterra con el
nombre, en homenaje a su padre, de Jorge VI. Inmediatamente, aconsejado
por su mujer y acuciado por los compromisos de su cargo, decidió
enfrentarse al problema que lo había martirizado en sus apariciones públicas,
antes escasas pero ahora, necesariamente, numerosas y obligatorias, y
resolver su tremenda tartamudez, que acongojaba por igual al ilustre
orador y a sus allegados, oyentes y conciudadanos en general. Tras
probar numerosos tratamientos y ejercicios, los que la medicina del
momento podía proporcionarle, el rey Jorge acudió a un oscuro
especialista, un logopeda de origen australiano y títulos poco académicos,
oficiante en una consulta casi clandestina y dueño de unas técnicas y
unas reglas nada ortodoxas y absolutamente opuestas al trato y al
protocolo debidos a tan ilustre paciente.
Que de paciente, además, tenía poco: su carácter, quebrantado
por un defecto que acentuaba su timidez y rebajaba la ya escasa
autoestima que lo agobiaba, llegaba fácilmente a la impaciencia, la
desesperación y la violencia.
El guión explica convincentemente el enfrentamiento entre los dos
hombres y su progreso, pero no olvida sus relaciones familiares –que
completan su perfil humano- y, desde luego, no elude en ningún caso el
entorno histórico en el que se desenvuelven. Las tensiones políticas
del momento actúan como elemento fundamental del suspense que envuelve
a la figura del rey Jorge, obligado a ponerse al frente de su país ante
la amenaza de Hitler y la inminente guerra, de proporciones y
consecuencias calamitosas; el rey se dirigirá por radio a su pueblo y
cuanto más se aproxima el momento de la retransmisión, más crecen las
dudas y los nervios y más necesaria es la presencia del logopeda.
El discurso del rey
se postula ya como una de las candidatas a los Oscar –y a muchos otros
premios-, por la calidad de su guión, su perfecto pulso entre drama
histórico y comedia y, sobre todo, por la magnífica interpretación de
sus protagonistas: Colin Firth, absolutamente genial como el monarca
tartamudo, y Geoffrey Rush como el excéntrico
especialista, consejero áulico y amigo del rey Jorge. (www.weinsteinco.com/#/film/the_kings_speech)
ELEGY
(20.04.08)
Dir.: Isabel Coixet
Pro.: Gary Lucchesi, Tom Rosenberg Gui.
Nicholas Meyer
Int.: Ben Kingsley, Penélope Cruz, Dennis Hopper
Isabel
Coixet es nuestra directora más internacional; rueda habitualmente en
inglés y trabaja en España o fuera de nuestras fronteras, como en esta
película de capital americano, basada en una novela de Philip Roth. La
capacidad de Coixet, demostrada en toda su carrera -desde Cosas que
nunca te dije (1996) hasta sus últimas Mi vida sin mí
(2003) y La vida secreta de las palabras (2005), ambas con Sarah
Polley de protagonista-, convenció a los productores de Million
dollar baby para ofrecerle este encargo: llevar a la pantalla Animal
moribundo, uno de los relatos más celebrados de Roth. Isabel Coixet
encontró evidentes puntos de encuentro entre su propio universo y el
del novelista, a través del estupendo guión de Nicholas Meyer -autor
de Sommersby, entre otros-: escritor y cineasta hablan de la
naturaleza humana, de la trascendencia de los sentimientos y de la
dificultad de traspasar la intimidad en las relaciones personales y en
el amor...
Sir
Ben Kingsley es en la película David Kapesh, un veterano profesor,
bastante desencantado de la vida pero no de las mujeres; no le hace
ascos a una relación con alguna de sus alumnas, incluso si la
estudiante en cuestión, Consuela Castillo –una guapísima Penélope
Cruz- tiene treinta años menos que él. Hay una primera y mutua
fascinación: la de la joven alumna por la madurez y el encanto
decadente del profesor, la de éste por la evidente belleza y frescura
de ella. Pero pronto esa relación, basada en el descarnado juego
sexual, se va convirtiendo en algo más profundo, más comprometido y más
terrible: el amor.
Y con el amor, los instantes de felicidad; pero también el miedo, los
celos, la pérdida. La vida marca los tiempos de los amantes y define su
paso en los cuerpos unidos y diferentes: David conoce los estragos que
los años han hecho en el suyo, y contempla el de Consuela como la obra
de arte más perfecta de la naturaleza; todavía es solamente él el
animal moribundo que describe Philip Roth y retrata Coixet en
arriesgados y emotivos primeros planos, llevándonos poética,
acertadamente de la letra a la imagen. Pero
el peso de la película no recae sólo en esa reescritura del guión en
la pantalla; la directora ha contado con las bazas, de envidiable
calidad, de sus intérpretes. Aquí están Dennis Hopper y Patricia
Clarkson, en papeles secundarios pero de enorme relieve: son el mejor
amigo y la eterna amante del profesor, respectivamente. Y están, sobre
todo, los protagonistas: Penélope Cruz y Ben Kingsley.
Ella culmina una carrera que no hace sino crecer y confirma que los
premios y los elogios que recogió por su personaje de Volver son
absolutamente merecidos; Penélope, en su papel de joven alumna
enamorada de su maduro profesor, cruza el umbral de la mera interpretación
para hacer suyo el personaje, recrearlo y transmitirle toda la emoción,
la pasión del amor y la tristeza en la desgracia. No le ha importado
esperar seis años -desde el primer proyecto de la película, con Al
Pacino de protagonista-, ni la dificultad de rodar en inglés, ni la
trascendencia de coincidir con un oponente de la categoría de Ben
Kingsley; se ha enfrentado a todo ello y ha salido muy airosa del
compromiso, en virtud de su sensibilidad, su belleza fascinante y su
arte.
Frente a ella, Kingsley derrocha talento y sabiduría para componer un
tipo que podría rozar el ridículo al entregarse a una historia
sentimental que parece casi imposible, pero que resulta ennoblecido y,
sobre todo, creíble y cercano; tanto como cualquiera de los seres que
cruzan por las páginas de Philip Roth, y que aquí se escapan de ellas
para convertirse en cine verdadero. Los planos finales, la mirada
temblorosa de David, los inmensos ojos líquidos de Consuela, su cuerpo
descubierto de nuevo y su belleza todavía no mutilada, elevan la imagen
plana de la pantalla, por la gracia de los dos artistas, a la categoría
de espacio y tiempo vivo, real, sugerente y conmovedor. (www.onpictures.com/peliculas/elegy/)
EL EMPERADOR DE PARÍS
(07.09.19)
(07.09.19)
Dir.: Jean-François Richet. Pro.: Eric y Nicolas
Altmayer. Gui.:
Éric Besnard, Jean-François Richet. Int.: Vincent Cassel,
Patrick Chesnais, Olga Kurylenko.
El cine francés recrea con profusión la historia
patria; y el director François Richet, del que conocemos en
España Asalto al distrito 13 (2005) –revisión de la
película de John Carpenter de 1976- y Una semana en Córcega
(2015), vuelve también su mirada hacia unos momentos
protagonizados por un hombre clave en la historia política y
policial de la primera mitad del XIX: Eugène-François Vidocq.
La película comienza en 1805, cuando Francia late
al compás de los nuevos tiempos y París es una ciudad grande,
oscura y sucia, y también peligrosa: por allí bullen mercaderes
equívocos, soldados arruinados, conspiradores barones de la
nueva aristocracia, mendigos, prostitutas y maleantes de toda
laya. Allí llegará Vidocq, tras escapar de la prisión en la que
cumplía condena, un viejo galeón anclado frente a la costa,
preñado de ladrones y asesinos capitaneados por el peor de
todos, el feroz Maillard, ansioso de la muerte de Vidocq para
heredar su terrible fama.
La vida de François Vidoq ha sido una sucesión de
hechos delictivos, que le han granjeado una triste popularidad.
Llevado ante el prefecto de París, el venal Henry. Todavía será
capaz de demostrar una vez más su habilidad para la fuga, pero
al fin, cansado de una existencia basada en el delito y el
continuo peligro, se ofrece como perseguidor de maleantes –los
mismos a los que conoce bien de sus anteriores fechorías-, a
cambio de conseguir el indulto. Aunque no muy convencido, Henry
acepta. Vidocq recluta a cuatro o cinco hombres casi tan
peligrosos como él, y la cárcel parisina comienza a llenarse de
criminales, que caen como moscas –algunos, también, camino del
cementerio- ante la eficacia del grupo de los nuevos garantes
del orden. Que provoca el pánico y la desesperación entre el
hampa, y la desconfianza y las envidias entre la policía
oficial.
Naturalmente, los peligros se multiplican. Y
también aparece el drama, el dolor y la conspiración. La
película se convierte, así, en un “thriller” cada vez más negro
y más complejo, plasmado en un estilo expresionista, que no
busca tanto el ritmo narrativo como la intensidad de la imagen:
calles oscuras inundadas por la lluvia, personajes huidizos,
coreografías secas y sin artificio, primeros planos sofocantes,
miradas cómplices y vacíos culpables. Y una esforzada
interpretación del estupendo Vincent Cassel, con otros grandes
del cine francés como Patrick Chesnais y Fabrice Luchini.
Es lástima, en ese sentido, que la película de
Jean-François Richet se detenga –por razones de metraje,
obviamente- en el momento en que el ministro “de la policía”
–como se llamaba entonces- Joseph Fouché ofrece a Vidocq la
jefatura de París. La ciudad se va transformando, amanece una
nueva época y solamente podemos intuir el futuro del que fue
llamado “emperador de París”, convertido en experto
investigador, creador de la Sûreté francesa y la criminología
moderna, fundador más tarde de una agencia de detectives y, ya
retirado de la profesión, impresor y escritor.
Una vida de aventuras, primero fuera –muy fuera-
de la ley y después dentro, como uno de sus brazos fuertes.
El emperador de París recoge esos años convulsos, esa
transición y ese renacer de un hombre en una ciudad y una
sociedad nuevas también.
EL ESCÁNDALO TED KENNEDY
(22.09.18)
Director: John Curran. Producción: Chris Cowles, Mark Ciardi. Guion:
Taylor Allen, Andrew Logan. Intérpretes: Jason Clarke, Kate Mara,
Bruce Dern.
El
neoyorkino John Curran ha dirigido hasta ahora cinco películas,
entre ellas Ya no somos dos, El velo pintado y
Stone, y es quien ha asumido el reto de contar esta
historia escandalosa. Escandalosa, no solo porque lo diga su título
español –el original, Chappaquiddick, es bastante más
escueto-, sino porque lo que pasó la madrugada del 19 de julio de
1969 en aquel fatídico puente conmocionó a la sociedad americana y
sacudió, una vez más, a la todopoderosa familia Kennedy.
El
Apolo XI se acercaba a la luna y delante de las radios y las
televisiones permanecían millones de personas siguiendo minuto a
minuto el acontecimiento. Eso también sucedía en un hotel de la isla
de Chappaquiddick, donde se celebraba una fiesta a la que asistía
Ted con alguno de sus colaboradores. Cerca de la medianoche, el
senador se marcha en compañía de Mary Jo Kopechne, secretaria
personal de su hermano Bob. Minutos después, el coche toma mal la
curva del puente y cae al lago Poucha. Ted consigue salir a la
superficie, pero no es capaz de rescatar a Mary Jo y escapa a todo
correr del lugar del siniestro.
La
película sigue fielmente –se supone- las andanzas de Kennedy. Alerta
a sus colaboradores y les pide consejo, solo para hacer lo contrario
de lo que le dicen: no avisa a la policía y pasa la noche en su
hotel. Y a la mañana siguiente, el accidente es descubierto y se
extrae el coche del agua, con el cadáver de Mari Jo en su interior.
La conmoción es enorme, la sociedad americana no sale de su estupor
y tras el dolor por la pérdida de la joven secretaria, todo el mundo
se interroga acerca del futuro político –y también judicial- del
último de los Kennedy. ---
Naturalmente, ahí está –estaba todavía, por poco tiempo- el
patriarca de la familia, el temible, Joe Kennedy Sr., para poner en
marcha la maquinaria legal necesaria para sacar a su hijo –con razón
o sin ella- del enorme problema.
En
el aspecto formal, El escándalo Ted Kennedy pasa con nota el
examen. La ambientación es escrupulosa, brillante –contrapone con
sus imágenes estilizadas lo sórdido del tema- y también veraz, sin
huir de algunos momentos de supuesto documental;
los intérpretes han asumido a la perfección sus roles, con un Jason
Clarke que da la talla en todo momento sin dejar decaer el
personaje, pese a que está en pantalla en el 90% del metraje. Y los
hechos están narrados con buen ritmo –a excepción de algún flashback
ciertamente confuso- y la película en ningún momento se hace larga.
Y dentro de todo eso, late el relato de unos hechos
oscuros, bajo una nube de sospecha nunca disipada del todo y con un
buen número de preguntas que no tuvieron ni tendrán respuesta. Es
una página inconclusa de la historia de América y John Curran y sus
guionistas tampoco la acaban: tan solo la abren y la ofrecen a la
mirada y al juicio del espectador.
EL ESCRITOR (28.03.10)
Dir.:
Roman Polanski
Pro.: Alain Sarde, Robert Benmussa
Gui.: Robert Harris, Roman
Polanski
Int.: Ewan McGregor, Pierce Brosnan, Olivia Williams
Roman
Polanski, todo un personaje: 76 años, autor –director, guionista,
productor…- de una treintena de películas, todas memorables: Repulsión, El baile de los vampiros, Chinatown, Frenético, Lunas de
hiel, El pianista –por contar sólo de cinco en cinco… Y también
ha sido actor, para sí mismo y para otros, en otros 35 títulos. Si
alguien sabe de cine, es este hombre.
El
escritor (fantasma)
–título original- es, para los angloparlantes, el “negro”, el que
escribe para otro ocultando su nombre, quizá dando forma literaria a un
texto preexistente. Algo parecido a lo que hace un director de cine,
adaptando para la pantalla una novela anterior… Pero no hay libro sin
el “negro” y no hay película sin el director. No he leído la
novela de Robert Harris, pero no es mejor que la película de Polanski.
El exprimer ministro británico Adam Lang vive en una espectacular mansión
en una isla en la costa este de Estados Unidos. Escribe sus memorias; o,
mejor dicho, se las escriben. Pero su colaborador fallece en un
desgraciado –y misterioso- accidente y la editorial se moviliza para
encontrar rápidamente un sustituto. El elegido, un joven escritor de
escasa proyección, acepta encantado: por el dinero y por la
oportunidad. Pero el trabajo no es sencillo; más bien al contrario.
Debe terminar el libro en un mes –luego le meterán más prisa- y
cuando llega a su destino tras un viaje agotador –de Europa a América,
dos aviones, y un ferry hasta la isla- y conoce a Lang y al resto del
personal, comprende la magnitud de la tarea. El manuscrito es un volumen
inmenso, poco aprovechable y nada manejable; está sometido a tantas
medidas de seguridad que no puede trabajar con un mínimo de
comodidad.
Y los habitantes de la casa tampoco son muy divertidos: la estricta y
omnipotente ayudante personal del político y su equipo de silenciosas
secretarias, la tropa de vigilantes y guardaespaldas, el invisible
servicio… y el matrimonio Lang: él, soberbio y antipático; ella
malhumorada y distante. Para colmo, al día siguiente aparece una grave
perturbación: un antiguo ministro del gabinete de Lang lo acusa de
encubrir, durante su mandato, secuestros y torturas de ciudadanos británicos
sospechosos de terrorismo.
La casa es una jaula dentro de una madriguera, que es la isla. Un lugar
inhóspito, azotado por el mar y frecuentemente batido por la lluvia
invernal; sitiado además por los enfurecidos manifestantes que claman
contra la guerra de Irak y sus patrocinadores. Adam Lang se escapa para
iniciar una campaña de limpieza y el escritor se queda atrapado y
solo… aunque no del todo. Y de repente, todo cambia.
Desde el minuto uno de la película, Roman Polanski está dando una
lección de cine. Y llegará hasta el último momento, con una conclusión
en elipsis digna del mejor Hitchcock, precedida por la secuencia en la
que se desvela el misterio –hay que esperar, exactamente, hasta el
final de la película- y todo encaja. Apoyado en la portentosa fotografía
de Pawel Edelman (El pianista,
Katyn) y la magnífica banda sonora de Alexandre Desplat, Polanski
lleva al espectador en volandas hasta el interior tenebroso de la
historia.
Todo está modulado con exquisita perfección; la trama se va desvelando
gradualmente y penetramos con el protagonista en los misterios, las
verdades ocultas y las mentiras aparentes, viviendo sucesos todavía
inexplicables, entre gentes que nunca muestran su verdadera cara, en
lugares que parecen tranquilos y son muy peligrosos, o todo lo
contrario. Nada es lo que parece. Al final, el escritor se debe a su
trabajo pero se debe también a la verdad que esconde el libro de
memorias ajenas que está construyendo.
Una vez más, Polanski se interroga acerca de esa cuestión: cómo la
verdad se esconde, o es secuestrada; como la sociedad se embarra entre
la mentira y el engaño, y cómo sobrevivimos en el fango. O no.
(www.theghostwriter-movie.com)
EL EXÓTICO HOTEL MARIGOLD
(25.03.12)
Dir.:
John Madden
Pro.: Graham Broadbent, Peter Czernin
Gui.: Ol Parker
Int.: Judi Dench, Tom Wilkinson, Maggie Smith
El
inglés John Madden hizo primero carrera en televisión, y en los años
90 se pasó al cine; tras un par de títulos sin demasiada trascendencia
tuvo la fortuna de firmar Shakespeare
in love (1998), que se llevó nada menos que siete Oscar; claro que
detrás de ese éxito estaba Harvey Weinstein –el mismo de El
discurso del rey y The artist,
casualmente-. Luego Madden ha hecho otras cinco películas, con
resultado desigual; quizá La
deuda, estrenada el año pasado, haya sido la más interesante, lo
que puede indicar también una cierta recuperación.
El
exótico Hotel Marigold
cuenta las andanzas de siete
jubilados británicos que emprenden viaje a la India. Un solemne
magistrado que ha cesado en su carrera, un matrimonio sin dinero, una
viuda que no sabe qué va a ser de su vida, una soltera que sí que se
lo imagina y no le gusta, un solitario sin raíces, y –asombroso- una
anciana a la que la sanidad inglesa le da cita para operarse de la
cadera… en un hospital hindú. Los siete, además de su condición y su edad, comparten la ilusión, más o
menos, de pasar unos meses, o quizás unos años –que pueden ser los
últimos de su vida- en el fantástico hotel que los ha seducido a
todos… desde el papel cuché de la publicidad. El
Marigold, abierto con todo lujo y con exclusiva dedicación a la tercera
edad –perdón: la “edad dorada”-, les ha parecido una alternativa
razonable, a pesar del temor a vivir en un país lejano y desconocido,
aunque antigua colonia británica: no puede ser tan malo, del que
ignoran idioma, usos y costumbres y hacia el que algunos incluso sienten
un cierto rechazo racista. No obstante, mantienen la esperanza. Pero
cuando llegan, la realidad se impone crudamente: el
hotel supuestamente fastuoso no es tan lujoso, ni siquiera tan
confortable como creían.
Nada parece salvarlos de la decepción, por más que Sonny, el joven
director del establecimiento –interpretado por Dev Patel, el chaval
protagonista de Slumdog
millionaire: una referencia nada gratuita- les asegure que la estancia en su hotel y en su país les resultará
maravillosa. Al hotel, en efecto pueden ir acostumbrándose, sobre todo
gracias a los desvelos de Sonny y a las relaciones que van creándose
entre los desorientados clientes; y lentamente, empiezan también a
salir, a recorrer las calles, a desprenderse del miedo y a disfrutar. La
luz, el color, los olores estimulantes y la vitalidad de las gentes van
despertando el ánimo de los forasteros; poco a poco, según se sienten
más seguros y sus caminos se adentran por la ciudad, vamos conociendo más
de ellos, de su carácter, sus esperanzas y sus ilusiones; qué
esperaban encontrar y qué es lo que, al final, alcanzan. Y uno
reencontrará un amor perdido, otra recuperará la salud, hay quien se
pone a trabajar y quien se siente renacer para el placer y la atracción
sexual. No todo serán triunfos, naturalmente; pero en cada uno de los
visitantes, el Hotel Marigold y sus muy especiales empleados supondrá
un nuevo e inesperado punto de partida.
John Madden mueve con ligereza las
vidas cruzadas de sus personajes, de manera que las seis o siete
historias –ocho, si contamos la del entusiasta director del Marigold-
están siempre presentes en la retina del espectador. Cuenta también
con un espléndido guion, que recoge perfectamente el choque de
culturas, el burgués refinamiento inglés y el exotismo populoso y
descosido de la India, y que se muestra lleno de diálogos ingeniosos,
divertidos y entrañables, por más que alguno de los protagonistas,
como es lógico, roce el ridículo en alguna ocasión.
Y, por supuesto, están los intérpretes: Maggie Smith y Judi Dench
–no hacen falta adjetivos-, el portentoso Tom Wilkinson, un
sensacional Bill Nighy y los menos conocidos, estrellas de la escena
británica, Penelope Wilton, Celia Imre y Ronald Pickup. Todos se mueven
como pez en el agua en esta historia coral pero atravesada por un único
pensamiento: hay que vivir la vida lo más intensamente posible, no
importa la edad que uno tenga. (www.hotelmarigold.es)
EL FRANCOTIRADOR
(22.02.15)
Dir.:
Clint Eastwood
Pro.:
Clint Eastwood,
Robert Lorenz, Andrew Azar, Bradley Cooper Gui.: Jason Hall
Int.: Bradley Cooper, Sienna Miller, Jake McDorman
Clint Eastwood cumplirá 85 años el
próximo mes de mayo, y es parte de la historia del cine: casi 70 títulos
como actor, 40 como productor y 34 como director. Y también ha compuesto
algunas bandas sonoras, y ha sido alcalde de Carmel; aunque esto último
no tenga que ver con el cine… o sí. En 1992, Eastwood tocó el cielo; ya
había interpretado y dirigido muy buenas películas antes, pero Sin
perdón supuso su consagración indiscutible para el público, la
crítica y la Academia americana: se llevó 4 Oscar.
Luego su carrera se mantuvo en todo lo alto con Los puentes de
Madison, Mystic River, Million dollar baby y algunas más. Y
últimamente puede que vaya declinando: es humano. Pero es un maestro, y
lo demuestra en esta nueva película: El francotirador es
desigual, su personaje –extraído de la vida real- es deleznable a ratos,
pero por momentos, en determinadas secuencias y en precisos instantes
–un plano, un diálogo, una ráfaga- es brillantísima, con la firma de un
genio de la pantalla.
El protagonista absoluto de la cinta es Chris Kyle, un rudo tejano, cuya
aspiración no va más allá de ganarse la vida como cowboy en rodeos de
poca categoría. Pero su patriotismo –parece que innato y de considerable
potencia- se exacerba cuando las embajadas americanas sufren los
atentados de 1998, y mucho más tras el desastre de las Torres Gemelas de
2001. Con 30 años y una mujer esperándolo en casa, se enrola en los SEAL,
la más destacada de las fuerzas de operaciones especiales de Estados
Unidos.
Kyle se revela como un impresionante tirador, dueño de una precisión
milimétrica con la mirilla de su fusil: cada bala es un blanco seguro.
Su puntería salva las vidas de centenares de soldados americanos en Iraq,
misión tras misión, a lo largo de cuatro sucesivas y largas etapas de
una violencia y un horror crecientes, sin permitirse el menor
desfallecimiento, la menor duda. Cuando se empieza matando a una mujer y
a un niño –que iban a lanzar una granada contra un destacamento de
marines-, lo demás no puede ser tan difícil. Su trabajo consiste, ahora,
en alcanzar la máxima eficacia eliminando enemigos y contribuyendo,
piensa él, a salvaguardar su patria.
Entre tiempo y tiempo, y también tras terminar su tarea, Kyle regresa a
su casa, con su mujer y sus dos hijos, que han nacido y crecido en
ausencia de su padre. Y comienza para él otra batalla, incruenta pero
más dolorosa que la anterior; ha de recuperar su papel en la familia y
en la sociedad, pero sigue llevando dentro el fuego del combate, el
aullido de las balas y el hedor a carne quemada. Ha servido a su nación
en la guerra y quizá no sepa seguir haciéndolo de otra manera, cuando no
hay un adversario al que aniquilar.
Efectivamente, es otra guerra; y Clint Eastwood lo cuenta sobre todo
desde otra óptica, la de la abnegada y sacrificada Taya, una mujer
permanentemente al borde del abismo. Estupenda Sienna Miller, como
también el intensísimo Bradley Cooper en la piel del francotirador
implacable: consigo mismo, con su familia y con los enemigos; apodado
“La Leyenda” por sus hombres, poseedor del record de personas –iba a
decir “piezas”- abatidas: 160, y odiado y perseguido por los rebeldes
iraquíes, hasta poner precio a su cabeza. Ahí hay otra línea en la
película, en la que Eastwood rinde culto al western, con un duelo
personal entre los dos mejores tiradores de ambas fuerzas. No es lo
mejor del relato. Lo mejor son los –escasos- momentos de máxima tensión:
el dedo curvado en el gatillo, la feroz pelea entre las nubes de polvo,
el estruendoso caminar de los carros de combate, la última secuencia
doméstica… En medio, el dudoso homenaje a un hombre esclavo de sus ideas
y de su deber como combatiente, incapaz de cuestionar su proceder ni de
encontrar la menor humanidad en el enemigo. (https://www.facebook.com/AmericanSniperOfficial)
EL FRAUDE
(07.10.12)
Dir.:
Nicholas Jarecki
Pro.: Laura
Bickford, Kevin Turen Gui.: Nicholas Jarecki
Int.: Richard Gere, Susan Sarandon, Tim Roth
El fraude
abrió con notable éxito el pasado Festival de San Sebastián. Su
director, Nicholas Jarecki es un nuevo talento de Hollywood. Neoyorkino
de 25 años, ha realizado videoclips y ha escrito y dirigido un
documental, un cortometraje y este largo que reúne a dos pesos pesados
como Richard Gere y Susan Sarandon.
Gere es Robert Miller, un importante hombre de negocios, eso que se dice
un magnate –cuidado con el baile de consonantes-, de la industria, un
triunfador. Tiene mucho éxito en el trabajo y en lo personal. Acaba de
cumplir sesenta años y llega a casa para celebrarlo. Allí lo espera su
esposa, la fiel Ellen, con la que comparte años de matrimonio e
importantes obras de beneficencia –los Miller son muy altruistas-, y
también su hija Brooke, que se ha convertido en la mano derecha de su
padre en sus empresas y en el difícil mundo de las finanzas. Un poco más
tarde y un poco más lejos –pero no demasiado-, también lo espera Julie,
su joven amante. Robert sostiene con sus influencias y su dinero el
trabajo de Julie, que trata de abrirse camino en el negocio del arte; a
cambio, ella le proporciona el placer y la aventura necesarios para
seguir sintiéndose joven.
Todo parece sonreír a Robert Miller. Pero por dentro, la procesión no es
tan ordenada y apacible como parece. Él sabe que ha llegado a un punto
límite en los negocios y que está pendiente de un importantísimo
acuerdo, un contrato que le permitirá salvar su economía y su hacienda,
y salvarse él mismo de ir a la ruina y a la cárcel. Si ese contrato no
se firma –y parece que hay dificultades importantes-, sus empresas se
vendrán abajo y quedará al descubierto el fraude gravísimo que ha
cometido y los turbios manejos que lo han llevado a esa situación. Y
para terminar de enredarlo todo, cometerá un terrible error que llevará
su vida a la complicación extrema, lo pondrá al borde de la
desesperación y, lo que es peor, provocará que la policía ande tras sus
pasos. Como ya es sabido, la policía –el agente Michael Bryer- no es
tonta, pero Brooke, la hija de Robert, tampoco: acaba de descubrir
algunas “cosas raras” en las cuentas de la empresa.
Lo que faltaba: todo se confabula para que el confortable mundo de
Miller se convierta en una pesadilla, en la que giran las acechanzas de
astutos detectives, importantes abogados, testigos falsos, competidores
implacables y, para colmo, la mirada acusadora de la hija aterrorizada y
la esposa insatisfecha. Y Robert toma una decisión.
Nicholas Jarecki debuta en el largometraje con este thriller intenso y
brillante, que radiografía a un “tiburón” de los negocios, sin obviar
ninguna de las caras de tan poliédrico personaje. Robert Miller es un
hombre sin escrúpulos, capaz de acometer las mayores barbaridades, en el
mundo de las finanzas y en todos los demás. Pero al tiempo es un
preocupado padre de familia, seguramente cariñoso en sus mejores ratos,
un amante consecuente y una persona agradecida y generosa en muchos
momentos de su vida.
El guion explora sucesivamente todas esas facetas, las mejores y las
peores, que se esconden bajo la fachada aparentemente imperturbable del
protagonista; no podemos despreciarlo, ni mucho menos odiarlo, porque
reconocemos su humanidad y casi disculpamos sus errores, sus mentiras y
sus manipulaciones. Cuando la película llega a su clímax, con la tensión
argumental perfectamente medida por su director-guionista, el espectador
ya está de parte de este anti-héroe: un espejo en el que no nos
querríamos mirar pero que aceptamos como cercano y reconocible. Mérito
también de un Richard Gere que alcanza su mejor trabajo de los últimos tiempos;
rodeado de la gran Susan Sarandon, el siempre inquietante Tim Roth y la
breve presencia de Laetitia Casta, su personalidad emerge en
el papel de este hombre
angustiado que esconde su verdadero rostro bajo la máscara del
triunfador. (http://www.tripictures.com/web/el-fraude/)
EL FUNDADOR
(11.03.17)
Director: John Lee Hancock. Intérpretes: Michael Keaton, John Carrol
Lynch, Laura Dern.
John Lee Hancock, para quien no lo tenga muy claro, es el director
de El novato, The blind side y Al encuentro de Mr.
Banks, entre otras. En esta nueva película no habla precisamente
de Walt Disney, pero sí de un personaje no por menos conocido menos
importante: Ray Kroc, el “inventor” de los McDonald, esa fábrica
de... digamos comida rápida.
Primeros años 50. Ray Kroc es un gran vendedor… con mala suerte. Ha
vendido de todo, pero ahora no consigue colocar su mercancía: la “Multimixer”,
una fabulosa batidora de seis ejes; un aparato tan exagerado que
nadie le encuentra utilidad. Hasta que recibe un pedido tan
sorprendente que le hace cruzar todo el país para conocer a sus
nuevos clientes.
Son los hermanos Dick y Mac –verídico- McDonald, dueños de una
singular hamburguesería en San Bernardino, y Ray queda fascinado por
su ingenio, su eficacia y su calidad: poco más de una cocina y un
mostrador; el público llega, hace su pedido y en medio minuto se va
con su paquetito, tan satisfecho. Y Ahí comienza una relación
personal y mercantil que será el embrión del mayor negocio de comida
rápida del mundo y que convertirá al antiguo vendedor de tres al
cuarto en un magnate supermillonario en poco más de una década.
Claro que por medio quedaron amigos, colegas, su mujer y, por
supuesto, los propios hermanos McDonald, a los que dejó sin negocio
y sin dinero.
John Lee Hancock lleva a la pantalla la historia real del hombre que
construyó un imperio: una persona arrolladora, incansable… y
bastante sinvergüenza; y Michael Keaton se convierte en el
intérprete ideal para despertar a la vez en el espectador simpatía
por su férrea voluntad –Kroc lo fiaba todo en la constancia, mucho
más que en el talento o la educación- y su carácter de visionario, y
rechazo por su falta de escrúpulos y su habilidad para engañar a
todo el que se ponía por delante.
EL GRAN
GATSBY
(19.05.13)
Dir.: Baz Luhrmann
Pro.:
Baz Luhrmann, Lucy
Fisher, Douglas Wick Gui.:
Baz Luhrmann, Craig Pearce
Int.: Leonardo DiCaprio, Carey
Mulligan, Tobey Maguire
Baz Luhrmann es el
director de El amor está en el aire y Australia; pero
también de las “modernas” versiones de Romeo y Julieta y
Moulin Rouge… Yo diría que su vocación es el espectáculo, desde
luego entendido a su manera y tenga ello algo que ver con el cine o no.
Y, por supuesto, esté de acuerdo o contradiga ferozmente el espíritu de
la obra preexistente: lo mismo da. Características que se ponen de
manifiesto igualmente en su empeño en llevar a la pantalla –otra vez,
con esta van cinco- El gran Gatsby, la estupenda novela de
Francis Scott Fitzgerald.
Cuenta con Leonardo DiCaprio para el personaje protagonista –el que hizo
Alan Ladd en 1949 y repitió Robert Redford en 1974 con bastante más
acierto-, acompañado de su amigo Tobey Maguire como Nick Carraway, el
narrador de la historia.
Que empieza en Nueva York en 1922. La ciudad hierve de actividad, la
economía florece y los negocios –los legales y los otros- van viento en
popa. El joven Carraway trabaja con aplicación y vive modestamente hasta
que, casi por casualidad, tiene la oportunidad de descubrir el lado más
fantástico de la ciudad,
su rincón más exclusivo y lujoso, escenario de espectaculares,
interminables horas de fiesta.
Allí se dan cita
las gentes más importantes de Long Island: banqueros, políticos,
millonarios, artistas de Hollywood… y otra fauna más oscura pero igual
de poderosa. Por salones, escaleras, cuartos, jardines y piscinas corre
el champán, suena la música, bailan las chicas más guapas y desenfadadas
de Nueva York y la noche y el mar se iluminan con los fuegos y los
paraísos artificiales que regala el magnífico anfitrión: el misterioso
Jay Gatsby, un hombre rico y distinguido, de alto linaje, héroe de
guerra y triunfador hecho a sí mismo.
Al menos, esa es la
imagen que Gatsby transmite. Fascinado, Nick se deja atrapar por el
brillo y la estruendosa alegría que impregna el entorno de su nuevo
amigo. Está permanentemente invitado a su casa y a sus fiestas,
invitación que se hace extensiva a la prima de Nick, Daisy –que vive al
otro lado de la bahía- y al marido de esta, el soberbio Tom Buchanan, un
playboy y mujeriego compulsivo que desprecia la riqueza repentina y
ostentosa de Gatsby. Pronto, Carraway comprende que a la pasión que Jay
siente por el dinero, el poder y los negocios, se une la que vive por
Daisy desde hace mucho tiempo.
Poco a poco, el asombrado Nick va conociendo mejor a su vecino: sus
extravagancias, sus deseos, sus problemas y, al fin, toda su historia,
su vida pasada y su presente; su riqueza y su origen; sus amistades a
menudo peligrosas y también sus enemigos, envenenados de odio y celos. Y
llegará a descubrir toda la verdad que se esconde bajo el manto de
apariencias de Gatsby; una verdad que desemboca, irremediablemente, en
la tragedia.
Que Lurhmann siga fielmente el argumento de F. Scott Fitzgerald –incluso
su estructura narrativa de relato en primera persona- no presupone que
haga lo mismo con el espíritu de la novela. Que no es obligatorio,
naturalmente, pero la opción personal del director es tan… personal que
abruma: la recreación del ambiente de la casa-palacio de Gatsby parece
sacada de un sueño de Disney, empezando por el propio edificio; los
números musicales son estrepitosos –visualmente, también- y a veces
absurdamente anacrónicos; la fotografía y los escenarios tienen a menudo
un aspecto extraño, casi onírico, que le da a la historia un toque
fantástico que no se acompasa con el realismo de la
narración… Y los
intérpretes están bien, pero todos acusan el esfuerzo de someterse a una
puesta en escena que supedita la intimidad de la emoción a un
expresionismo de guiñol grandilocuente. La potencia visual y el talento
indiscutible de Baz Lurhmann convierten así El gran Gatsby en un
entretenimiento brillante, lujoso, espectacular y cuidadísimo, pero
también superficial, fatigoso, sobrecargado y –lo que es peor- muy poco
apasionante. (http://www.elgrangatsby-es.com)
EL GORDO Y EL FLACO
(16.03.19)
Dir.: Jon S. Baird. Pro.: Faye Ward, Jim Spencer. Gui.:
Jeff Pope. Int.: Steve Coogan, John C. Reilly, Shirley Henderson.
Jon S. Baird es un director escocés, guionista y productor de
televisión y realizador de diversos capítulos de series británicas y
un par de largos para la pantalla grande. Y ahora es el responsable
de filmar este episodio en la vida de Stan Laurel y Oliver Hardy,
los inolvidables e inimitables “El Gordo y el Flaco” que tanto nos
hicieron reír hace unas cuantas décadas.
Stan Laurel era un actor inglés que se curtió en el cine mudo
cómico. En los años 20 se unió al americano Oliver Hardy para
protagonizar como pareja un montón de películas cortas –y algunas
largas- llenas de un humor fantástico, a menudo absurdo y siempre
agresivo, muy en la línea de Leo McKarey, que fue su creador. La
película de Baird se centra en la gira -la última- que, en 1953,
Laurel y Hardy realizaron en Inglaterra, recorriendo localidades de
segunda antes de desembocar en Londres y de realizar el que sería su
nuevo film, basada en Robin Hood.
Todo esto, tras un prólogo en el que 16 años antes, la pareja, en la
cúspide de su fama, sufrió una dramática ruptura cuando el productor
Hal Roach despidió a Laurel y obligó a Hardy a rodar en solitario.
Ha pasado el tiempo y quizá ha curado esa herida –quizá no- y Stan y
Oliver se enfrentan a un tour que no empieza muy bien: el público
inglés de provincias no tiene demasiado recuerdo del dúo cómico y
apenas acude a los teatros, y los artistas esperan la llegada de sus
respectivas mujeres mientras trabajan –Stan escribe con fe, Oliver
lee sin mucha esperanza- en su película y se interrogan acerca de la
caducidad de la fama.
Menos mal que su avispado manager les propone hacer una serie de
anuncios publicitarios, y eso les consume el tiempo y, por raro que
parezca, les devuelve a la fama y al favor del público. Cuando
llegan a Londres, el éxito es total. Sus queridas y añoradas Lucille
e Ida llegan por fin para acompañarlos, y todo parece ir sobre
ruedas. Nada más lejos de la realidad: los problemas acaban de
empezar.
La
película sigue el itinerario artístico del dúo, pero también el
sentimental. Laurel y Hardy son, después de casi cuarenta años
juntos, un todo indivisible; y su trabajo en los escenarios lo
demuestra: no hay número que caiga en la rutina, no hay un efecto
cómico que no siga sorprendiendo y divirtiendo; y eso se llama amor
a la profesión y al compañero. No se nos regalan demasiados momentos
de sus actuaciones, quizá por conocidos, tal vez por no comprometer
más la magia de los intérpretes; pero los que hay –el de la estación
con las dos puertas, el del hospital, con Oliver con una pierna
escayolada- son fantásticos.
Y
en relación con esa magia, hay que darles todo el mérito de la
función a sus protagonistas: Steve Coogan –un actor inmenso, que
puede ser Tristram Shandy, Bing Crosby o lo que quiera- y John C.
Reilly –uno de los mejores actores de carácter americanos- están
sencillamente sublimes: se han adentrado en el alma de sus
personajes y se han apropiado de sus gestos y su figura. De hecho,
se parecen más a Laurel y Hardy –a la imagen pública que se
desprende de sus películas- que los verdaderos artistas en ese
momento de sus vidas.
Eso es genial. Y así es el cine: una fábrica de
sueños, una apuesta por la imaginación, una puerta abierta a la
poesía y a la nostalgia, hasta para los que no somos nostálgicos ni
excesivamente soñadores.
EL GRAN HOTEL BUDAPEST
(23.03.14)
Dir.:
Wes Anderson
Pro.: Wes Anderson, Scott Rudin, Jeremy Dawson Gui.: Wes Anderson
Int.: Ralph Fiennes, F. Murray Abraham, Tony Revolori
Si repasamos los
títulos de Wes Anderson –Ladrón que roba a ladrón, Academia Rushmore,
Los Tenenbaums, La vida acuática, Viaje a Darjeeling, Fantástico Sr.
Fox, Moonrise Kingdom…- coincidiremos en que hay muy pocos
directores con un cine tan personal e identificable.
Sus imágenes tienen un
aspecto y un punto de vista especial y sus argumentos, siempre
itinerantes, caminan entre la poesía, la magia y el surrealismo. Y lo
mismo se puede decir de su nueva película: El Gran Hotel Budapest
–Gran Premio del Jurado en el reciente Festival de Berlín- contiene todo
lo mejor del estilo de Anderson y por sus fotogramas asoman los artistas
que lo acompañan habitualmente.
Y algunos otros, claro. El narrador de la historia es, nada menos, F.
Murray Abraham, que se mete en la piel de Mr. Moustafa, la memoria viva
del establecimiento. Simple botones, primero; conserje principal
después, y finalmente dueño del Gran Hotel, va enlazando un relato
dentro de otro –como en un juego de muñecas rusas- para contar las
peripecias de
Gustave H. –Ralph
Fiennes-, su antecesor en el cargo; el malvado Dmitri –Adrien Brody-, la
joven enamorada pero no tan ingenua Agatha –Saoirse Ronan-, y el policía
Henckels –Edward Norton-, que los sigue a todos sin cesar en nombre de
la ley… aunque no se sabe de cuál.
A lo largo de la narración,
que empieza cuando Zero Moustafa es un chaval protegido por Gustave, los
personajes –muchos de ellos sorprendentes y divertidos- entran y salen,
corren y saltan, y van y vienen por paisajes y países imaginarios pero
cercanos. Gustave H. se mete en todos los líos posibles y arrastra con
él todo un torbellino de sucesos y aventuras: hay un posible crimen, una
herencia complicada, un valioso cuadro robado, amor, una fuga
complicadísima, persecuciones, la guerra –posiblemente europea-y mucho
sentido del humor.
La zigzagueante estructura del argumento se desarrolla en la pantalla
con un ritmo sostenido, que si cambia de marcha es para hacerse más
frenético todavía, mientras se suceden los momentos más divertidos. Hay
“gags” descomunales, como la sustitución del académico cuadro en
cuestión por una tremenda lámina de Egon Schiele, el involuntario
“slalom” alpino, la fuga de los reclusos o la escena del confesionario.
Y es que el cine de Wes Anderson –y desde luego El Gran Hotel
Budapest- adquiere frecuentemente aires y tono de comedia, aunque en
el fondo quizá ninguna de sus películas lo sea: todas contienen, y
también esta, elementos muy serios y alguna secuencia bien dramática;
pero hay tanta ligereza, tanto dinamismo y tanta inventiva en sus
imágenes que es difícil no mantener la sonrisa a lo largo del metraje.
A ello contribuye, por un lado, el aspecto visual, siempre colorista,
muy elaborado aunque parezca ingenuo, con una fotografía –de Robert
Yeoman, colaborador permanente de Anderson- que roza lo naif, y una
puesta en escena que se acerca al cómic tanto como al primitivo cine
mudo. Y por otra parte, por la aportación de un elenco tan entregado
siempre que parece atravesado por la locura, pero que se mueve con
soltura y eficacia extraordinarias. Mathieu Amalric, Willem Dafoe, Jeff
Goldblum, Harvey Keitel, Léa Seydoux y sus inseparables Bill Murray,
Jason Schwartzman y Owen Wilson son algunos –además de los ya citados-
de los que forman la “troupe” de este espectáculo.
Un
nuevo escenario –siempre protagonistas en sus películas- para el
catálogo de Anderson: a la madriguera de los Fox, la Academia Rushmore,
el barco de Steve Zissou, el tranvía de Darjeeling y el campamento
infantil, se une este maravilloso universo del Gran Hotel Budapest, un
guiñol decadente y romántico en el que el tiempo se rompe y la aventura
parece un sueño; o quizá sea al revés. Mr. Moustafa es eternamente un
chaval que despierta a la vida, lleve uniforme de botones o chaqué de
dueño de circo. Y el gran edificio entorna sus ventanas y dibuja una
sonrisa con su escalinata mientras el espectador lo mira y sabe que
también el Hotel lo está mirando a él.
EL GRAN VÁZQUEZ (26.09.10)
Dir.:
Óscar Aibar
Pro.: Miriam
Porté, Gerardo Herrero
Gui.: Óscar
Aibar
Int.: Santiago
Segura, Álex Angulo, Mercè Llorens
La
verdad es que la impresión que da la carrera de Óscar Aibar es que ha
ido, en sus quince años, de más a menos. Debutó en 1995 con Atolladero,
un cómic-western a la española, muy interesante; le siguió Platillos volantes (2003), una curiosidad estimable, y luego realizó
La máquina de bailar (2006),
que me pareció bastante floja. Ahora estrena esta película, que nace
de la confesada admiración de Aibar –excelente dibujante además de
cineasta- por Manuel Vázquez, uno
de los “padres” de la historieta española y quizá la principal
figura de la mítica editorial Bruguera.
Vázquez, como casi todo el mundo sabe ya a estas alturas, es el autor,
entre otros personajes, de las hermanas Gilda, Anacleto, la familia
Cebolleta con su inefable abuelo al frente, Angelito, y su propio
retrato en los “cuentos del tío Vázquez”. En la película, lo
vemos llegar a su destartalado hogar –en lo alto de lo que será el número
13 de la rue del Percebe, según Ibáñez- y burlar a los acreedores que
intentan que abra la puerta para cobrar sus múltiples deudas. Vano
intento: a lo largo del metraje iremos viendo cómo nuestro protagonista
engaña, tima, sablea y embauca a sastres, banqueros, amigos y
conocidos, jovencitas de buen ver y escasa precaución y, por supuesto,
a sus jefes de la editorial. González
y su fiel Peláez, representados por Enrique Villén y Álex Angulo
–espléndidos ambos-
sufren toda clase de embustes y trapisondas por
parte del dibujante, que es capaz de fingir el entierro de su padre, más
de una vez, además, o de entregar un montón de láminas prácticamente
vacías; y cobrarlas, claro. Al mismo tiempo, mantiene al menos dos
hogares, porque ha conquistado a una chica, se ha ido a vivir con ella y
no le importa casarse, después de haber llenado su piso de muebles y
electrodomésticos que no piensa pagar. Ni el alquiler, por supuesto.
Como vemos, Manuel Vázquez
fue, además de un artista, un auténtico maleante: vividor, tramposo,
moroso recalcitrante, mentiroso hasta el cinismo y desvergonzado
mujeriego. Óscar Aibar y sus productores no lo han disimulado, no han
escatimado medios y han conseguido, sobre el papel, una imagen bastante
cercana, aunque se obvia toda la parte final de su carrera, dedicada a
una historieta bastante más adulta y desvergonzada.
No importa mucho: la factura de la película es excelente, bien
ambientada y con un aire de cómic muy logrado; los insertos animados de
los personajes funcionan con gracia, y el ambiente de la editorial es
estupendo: por allí pululan, en esa especie de oficina siniestra, los
dibujantes –Escobar, Peñarroya, Cifré y Jorge, encabezados por un
entrañable Ibáñez- que han hecho la historia de nuestros tebeos. El
estilo de la narración también es el adecuado, con su estructura de viñetas;
lástima que el ritmo acuse algún que otro sobresalto, y haya alguna
secuencia decididamente desafortunada.
Por su parte, el dibujo de la España que ampara a todos estos
personajes está plasmado con exactitud no exenta de una amarga ironía
y constituye el valor más destacado de la producción: ahí sí que la
película gana altura y nos vemos retratados por un guión que acierta
plenamente al crear situaciones y escenarios de nuestra historia no tan
lejana, y tipos tan reales que parecen estar vivos, o tan ficticios como
si se hubieran escapado de las láminas de un dibujante. El
Gran Vázquez es, así, la crónica de un país y de un momento,
tanto como la de su protagonista.
Pero Aibar ha elegido para interpretar a Vázquez a Santiago
Segura, una opción comercial pero también arriesgada. Y no le ha
salido bien: Segura no se parece mucho a su personaje, y tampoco se han
esforzado demasiado en ese sentido; además, hay que reconocer que no es
un gran actor, sus recursos son bastante limitados y hasta sus colegas
quedan mejor cuando no están con él. Hace lo que puede, pero tiende
demasiado a la caricatura; y lo peor es que en la caricatura aparece
siempre el dichoso Torrente: su voz, sus guiños y su mala sombra. Y
Torrente acaba por comerse a Vázquez y la película. (www.elgranvazquez.com)
EL GUARDIÁN INVISIBLE
(04.03.17)
Director: Fernando González Molina. Intérpretes: Marta Etura, Elvira
Mínguez, Francesc Orella.
Fernando González Molina debutó con buena fortuna taquillera con
Fuga de cerebros; y alternó las series de televisión con
adaptaciones literarias, primero de Federico Moccia –Tres metros
sobre el cielo, Tengo ganas de ti- y luego de bests-sellers
nacionales: Palmeras en la nieve y este de Dolores Redondo,
ambientado en el oscuro y misterioso valle del Baztán.
En la orilla del río, en medio del bosque, aparece el cadáver de una
chiquilla; y cuando la inspectora Amaia Salazar –nacida en la zona y
formada en el FBI- comienza a investigar, descubre que no es el
primer caso de similares características. Y tampoco será el último,
en una espiral de crímenes que sacuden la antes tranquila población
de Elizondo y envuelven a la misma Amaia, su propia familia y sus
recuerdos más profundos, de los que trata de escapar.
Tendremos que esperar a las siguientes partes de la historia para
saber cómo evoluciona el personaje, tan protagonista que está
presente en el 90% de los planos, y todo pasa por sus ojos, su
capacidad, su intuición y su memoria. Para Marta Etura supone un
esfuerzo considerable, que supera con el oficio atesorado ya en
muchos años de profesión y que hace que su inspectora Salazar sea
comprensible, como policía dura e incansable, y como mujer frágil,
enfrentada a una oscura amenaza que no puede evitar. Y el resto del
reparto está a su altura, con una gran Elvira Mínguez.
Por su parte, González Molina traslada con solvencia el relato
literario, con menos elipsis que en Palmeras en la nieve
–aunque ello le haga tropezar al principio con algunos hechos de
difícil comprensión-, y llevando a la pantalla no solo los
personajes de la novela y ese turbio mundo interior de la
protagonista, sino también las relaciones familiares, el pueblo, sus
gentes y su ambiente opresivo, sus escenarios nocturnos y lluviosos
y dominándolo todo, la presencia esquiva del basajaun, el mágico
protector del bosque.
EL HILO INVISIBLE
(03.02.18)
Dir.: Paul Thomas Anderson.
Pro.: Paul Thomas Anderson, Chelsea Barnard, Megan
Ellison… Gui.: Paul Thomas Anderson. Int.: Daniel Day-Lewis, Vicky
Krieps, Lesley Manville.
La
carrera de Paul Thomas Anderson consiste en una serie de obras
maestras –más comerciales algunas, más profundas la mayoría-, entre
las que están Boogie Nights, Magnolia –el mejor
trabajo de Tom Cruise-, Embriagado de amor –con un insólito y
magnífico Adam Sandler-, Pozos de ambición, The Master
–un maravilloso y crepuscular Philip Seymour Hoffman- y Puro
vicio, además de documentales y múltiples trabajos en vídeo.
La
película que ahora nos trae, El hilo invisible, recrea la
madurez de un famosísimo modista, Reynolds Woodcock –parece que
lejanamente inspirado en la figura de Cristóbal Balenciaga-, un
hombre de personalidad complicada: elegante, exquisito en sus
modales, meticuloso en extremo, exigente con el trabajo y las
trabajadoras y frío y desapasionado en sus afectos. Vive con su
hermana en una casa-palacio que es a la vez vivienda, taller y
pasarela.
Un
día, casi por sorpresa, Reynolds cae fascinado por Alma, una joven
camarera, a la que rápidamente convierte en su compañera, su ideal y
su musa. Alma se entrega enteramente a él, a sus manos de artista, a
su delicadeza y a su rudeza, a servirle de maniquí, de enfermera, de
confidente y, por fin, de esposa. Nada es fácil en esa pareja ni en
esa casa, y bajo la atenta mirada de la omnipresente hermana, menos
aun.
Pero el talento de Reynolds lo sobrevuela todo, capaz de crear
diseños maravillosos y de construirlos con sus propias manos, y de
destruir toscamente un vestido casi terminado tanto como de hilvanar
puntadas invisibles que pueden esconder más de un secreto.
La
película de Anderson es un auténtico poema visual, pleno de imágenes
fascinantes, bellísimas, y de un tempo de adagio que penetra en la
psicología de los personajes al ritmo que les marca su relación con
el protagonista. Un personaje, como decía, exigente, complicado y
sabedor de un don inimitable. Que necesita, para expresar en la
pantalla toda su vida interior, de la interpretación fastuosa de
otro genio como Daniel Day-Lewis.
Si es verdad que este es su último trabajo, habremos
perdido parte importante de la futura historia del cine. Su
composición es milimétrica, profunda y explosiva a la vez; está en
casi todos los planos y en todos ellos su mirada, su gesto, su voz,
su presencia, funden la pantalla. No sé si ganará otro Oscar, pero
no lo necesita: Daniel Day-Lewis es un artista.
EL HOBBIT: UN
VIAJE INESPERADO
(16.12.12)
Dir.:
Peter Jackson
Pro.: Carolynne
Cunnigham,
Peter Jackson,
Fran Walsh, Zane Weiner Gui.: Fran Walsh, Philippa Boyens,
Peter Jackson,
Guillermo del Toro
Int.: Martin Freeman, Ian McKellen, Andrew Serkis
Peter Jackson
aspira a ser un artista total: toca todas las teclas de la creación
cinematográfica, lo que incluye la fotografía, el montaje, el vestuario
y hasta la interpretación –al menos en una docena de cameos y
apariciones fugaces-. Pero naturalmente, sus facetas más importantes son
las de productor y director. Ha realizado ya once películas –sin contar
El Hobbit 2 y 3, que se están terminando- y en esta última
fase de su carrera parece
estar dispuesto a pasar a
la historia del arte moderno junto a J. R. R. Tolkien, como autor de las
imágenes siempre soñadas de su inmortal obra literaria.
A mí me parece más
interesante su obra inicial: Mal gusto, Braindead: tu madre se ha
comido a mi perro y –sobre todo- Criaturas celestiales; pero
no cabe duda de que el gran negocio lo está haciendo –él y sus socios
americanos- a partir de 2001, fecha de inicio de la trilogía de El
Señor de los Anillos. Por eso, aunque había manifestado su intención
de no volver al mundo de la Tierra Media y sus fantásticos habitantes,
se lo ha pensado mejor y nos inunda de nuevo la retina con las imágenes
espectaculares de la historia del Hobbit. En 2-D, 3-D “normal” y 3-D a
48 imágenes por segundo, la última novedad tecnológica de la pantalla
grande.
La narración
empieza ciento y pico años antes de los sucesos protagonizados por
Frodo, que ya conocemos por los libros, y por las ocho horas de película
anteriores. Bilbo, el tío de Frodo, está tan tranquilo en su encantadora
casita subterránea, pensando en los festejos populares que se avecinan.
Cuando más descuidado está, recibe la visita de Gandalf, una
sorprendente aparición que es un preludio de los acontecimientos que
están a punto de ocurrir.
Tras el mago llegan los Enanos, supervivientes de la perdida ciudad de
Erebor y encabezados por su desconfiado rey. Tras vaciarle a Bilbo la
despensa, lo convencen para que los acompañe en un extraño viaje a lo
desconocido, repleto de peligros, atravesando parajes oscuros y
salvajes, teniendo que defenderse de ataques de todo tipo de seres
siniestros –orcos, trolls, trasgos y otros feroces cuadrúpedos
carnívoros- y llegando por fin, en lo más profundo de las Montañas
Nubladas, al hallazgo del maravilloso Anillo que marcará la vida de
Bilbo y después de Frodo y toda la Comarca.
Este episodio del Anillo, en el que Bilbo y el Gollum compiten en
astucia, me parece lo mejor de la película. Por el prodigio técnico y
artístico del trabajo de Andrew Serkis –el alma digital del Gollum-, por
el sentido del humor que destila la escena y por el remanso que supone
entre tanto torbellino y tanta agitación de las carreras, peleas y
emociones varias a las que estamos sometidos. Porque ya sé que esta
primera parte de El Hobbit –y las demás también- cumple con las
expectativas de los más exigentes seguidores, pero a mí toda esta
aventura, atravesada y sostenida por brillantes y abrumadores –y
exagerados- efectos especiales de última generación me deja indiferente
tras la primera media hora.
Que se multiplica por cinco, y con creces; son casi
tres horas de
espectáculo de circomatógrafo en las que cada rato se parece demasiado a
cualquier otro rato de cualquiera de las otras películas de la serie.
Aunque es cierto que esta es un poco más divertida, sobre todo porque el
perplejo Bilbo es un personaje más rico que el sufrido Frodo, El
Hobbit es igual de monótona y rimbombante que las anteriores. Y
tampoco pretende otra cosa: hasta sigue el esquema argumental y
dramático de la primera entrega, con una simetría tan evidente que llega
a finalizar con una imagen idéntica a aquélla.
Y
que no voy a desvelar, para que no se me acuse de cometer “spoiler” –ese
precioso término que hemos adoptado obedientemente para no decir
destripe, que es mucho más ordinario-. En cualquier caso, ni el final de
la película es un final de verdad. Esto va a continuar… (http://wwws.warnerbros.es/thehobbitpart1/index.html)
EL
HOGAR DE MISS PEREGRINE PARA NIÑOS PECULIARES
(01.10.16)
Director: Tim Burton. Intérpretes: Eva Green, Asa Butterfield,
Samuel L. Jackson
El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares
es la nueva película de Tim Burton, tras Big eyes (Keane) y
Frankenweenie y antes Alicia en el País de las maravillas...
todas espectaculares, imaginativas y poéticas en mayor o menor
grado.
Jake Portman –Asa Butterfield, el niño protagonista de La
invención de Hugo- viaja hasta una isla perdida en busca
delrastro de su abuelo desaparecido. Para su sorpresa, hace amistad
con un grupo de jóvenes que poseen extraños poderes y que lo llevan
a través del tiempo a conocer el más fantástico lugar: la mansión de
Miss Peregrine –Eva Green-, una bella y enigmática mujer que acoge a
otros chavales “especiales” y los defiende de los peligrosos
enemigos que los acechan, monstruos salidos de un mundo tenebroso.
Jake aprenderá a usar las maravillosas armas que Miss Peregrine
posee –desde una potente ballesta a un reloj capaz de parar las
horas-, al tiempo que descubrirá su verdadera capacidad y su
destino.
Tim Burton filma esta historia –basada en una célebre novela juvenil
de Ramson Riggs- que le permite desarrollar, una vez más, el género
que más le gusta: el relato gótico pleno de elementos fantásticos y
poéticos, para los que se sirve con profusión de toda clase de
efectos digitales. El resultado es brillante casi todo el tiempo,
aunque decaiga y se embarulle un poco en su tramo final; pero en
conjunto, El hogar de Miss Peregrine es una película
divertida y sugerente, a la vez que metáfora del despertar a la vida
y una parábola acerca del valor de voluntad y la importancia de los
sueños… aunque a veces parezcan auténticas pesadillas.
EL
HOMBRE DE LAS MIL CARAS
(24.09.16)
Director: Alberto Rodríguez. Intérpretes: Eduard Fernández, José
Coronado, Carlos Santos.
Tras una carrera llena de éxito -y lo más importante, calidad-
culminada con el rotundo triunfo de La isla mínima, Alberto
Rodríguez se enfrenta a un reto mayúsculo: retratar a los
protagonistas del "caso Roldán", que removió las esferas políticas y
sociales de España en los años 90.
Exactamente en 1994, el Director de la Guardia Civil Luis Roldán se
fue de España llevándose cerca de 2.000 millones de pesetas de las
arcas del Estado. En la evasión de ese capital, en su fuga y en su
posterior entrega, en 1995, intervino decisivamente un oscuro
personaje llamado Francisco Paesa, un agente que ya había realizado
importantes trabajos para el servicio secreto español.
La película de Alberto Rodríguez comienza cuando Roldán se dirige a
Paesa para que lo ayude a depositar el dinero en lugar seguro y a
esconderse él mismo de la justicia española; este accede, poniendo
en marcha su formidable red de contactos y recursos. La acción se
desdobla, siguiendo por un lado los pasos de la fortuna, que circula
velozmente por múltiples manos hasta que se pierde su destino final,
y por otro la secreta ubicación del fugitivo, que trae en jaque a la
policía y a los medios de comunicación españoles; Roldán parece
haber sido visto en los más dispares lugares aunque en realidad no
se ha movido de su escondite parisino, bien custodiado por Paesa.
Pero es la relación entre ambos personajes –narrada a través de los
ojos del piloto Jesús Camoes, amigo y principal ayudante de este- la
que conforma el argumento que se desarrolla en la pantalla: la
oposición de dos caracteres contrapuestos, cada vez más dubitativo y
angustiado el político, más decidido y astuto el agente.
El hombre de las mil caras
es una producción impecable que cruza medio mundo siguiendo las
andanzas y las estratagemas económicas y políticas de Francisco
Paesa: una persona capaz de renacer de las situaciones más adversas
y de engañar a todo un país, incluidos ministros, espías y hasta sus
familiares cercanos. Si el relato parece en ocasiones enredarse
demasiado, a causa de los oscuros vericuetos de la trama, acaba
siempre por salir a flote; gracias, sobre todo, a las magníficas
interpretaciones –con una muy fiel caracterización- de los
protagonistas, unos estupendos Carlos Santos y Eduard Fernández.
EL INCIDENTE
(15.06.08)
Esc.
y Dir.: M. Night Shyamalan
Pro.: M. Night Shyamalan, Sam Mercer, Barry Mendel
Int.: Mark Wahlberg, Zooey Deschanel, John Leguizamo
Octava película del director de El
sexto sentido –que fue la tercera, pero también la que lo consagró-;
recordemos que luego rodó El
protegido, Señales, El bosque y La
joven del agua. La verdad es que su obra ha ido a menos, según la
crítica y también la taquilla, aunque, conforme ha aumentado el número
de sus detractores, también ha crecido el de sus incondicionales. Y
veremos qué pasa ahora, con esta otra historia de miedo apocalíptico,
sucesos paranormales y naturaleza vengativa.
La cuestión es que un profesor de ciencias –Mark Wahlberg- trata de
transmitir a sus alumnos el necesario ánimo investigador ante una
supuesta aparición de fenómenos difícilmente explicables que amenazan
con acabar con la vida en la Tierra; y de pronto su tranquila existencia
se ve alterada por un suceso –exacta traducción del título, mucho más
acertada que eso del “incidente” que se ha inventado algún
cerebrito de por aquí- que ocurre en el mismísimo corazón de Nueva
York: algo hace que el apacible ambiente del Central Park se envenene de
tal manera que las gentes pierden el control de su propia vida y
proceden a suicidarse masivamente clavándose el primer pincho que
tienen a mano, pegándose un tiro o tirándose de lo alto de su azotea.
Lo peor del caso es que tal proceder empieza a extenderse por toda la
ciudad, por los campos y pronto por toda la costa Este de los Estados
Unidos. Las gentes, aterrorizadas, huyen por donde pueden sin la menor
orientación, mientras las autoridades civiles y científicas tratan de
encauzar la situación y descubrir de paso las causas de semejante
desastre. El profesor, acompañado de su mujer, pelín catatónica, de
un colega, profesor de matemáticas, y de la pequeña hija de éste,
intenta también escapar de lo que parece una plaga mortal que se
propaga a toda velocidad.
A mí también las historias de Shyamalan me han ido gustando cada vez
menos, pero ésta me gusta más, mucho más. La película tiene una
formidable puesta en escena, con un ritmo estupendo que alterna momentos
de quietud pavorosa con planos-secuencia rematados por instantes de
horror, y horizontes abiertos por los que acecha el peligro, con primerísimos
planos de absoluta expresividad de los protagonistas. Wahlberg deja de
ser héroe de acción para convertirse en un pequeño individuo acosado,
asustado y vacilante, que, eso sí, trata de defender y proteger a sus
seres queridos con voluntad invencible; y lo hace muy bien.
El incidente
–rechazada primero por los grandes estudios, rodada con poco
presupuesto, en mes y medio y en escenarios naturales- huye de la
cacharrería, las secuencias espectaculares y los efectos especiales. A
Shyamalan le gusta mucho Hitchcock –claro- pero su película bebe más
del modelo de las estupendas películas de “serie B” –que no deja
de ser otra moda- y de algunos clásicos de la ciencia-ficción, como
–remotamente- La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel. Al director,
que es muy listo, le apetece jugar con ese “aire” –la amenaza
extraterrestre se palpa en el ambiente-, pero no desdeña el chantaje
del terrorismo internacional ni la potencia del horror de la maldad, la
locura y el egoísmo humano.
Tan listo es, que incluso ha conseguido que su película sea clasificada
“R” en América, por sus escenas impactantes, con lo que los menores
tendrán que ir acompañados de sus papás; es decir, que venderá más
entradas... Cosa que se merece bastante más que otras megaproducciones
hiperpublicitadas y apabullantemente distribuidas, creo que me explico. El
incidente es una estupenda película de género, seguramente no muy
profunda –todo el cine de Shyamalan es un poco pueril, sin que eso
sirva de descalificación absoluta- pero construida con mucha eficacia,
bien interpretada, acompañada de una sensacional banda sonora de James
Newton Howard, y, a la postre, con la intención de servir de fábula
ecologista, como una metáfora política y un cuento moral; con
dosificada acción, misterio y suspense, y sus dosis de terror. Ah, y
final inesperado. Es decir, la “fórmula Shyamalan” al completo. (www.elincidente.es)
EL INSTANTE MÁS OSCURO
(13.01.18)
Dir.: Joe Wright.
Pro.: Tim Bevan, Lisa Bruce, Eric Fellner. Gui.:
Anthony McCarten. Int.: Gary Oldman, Lily James, Kristin Scott
Thomas.
Joe Wright es un director británico de prestigio, sin abandonar lo
comercial. Suyas son Orgullo y prejuicio, Expiación, Hanna y
la última Anna Karenina, entre otras. Y Gary Oldman, su
compatriota, es un actor extraordinario que no necesita
presentación. Aquí, tras un trabajo de medio año del japonés
Kazuhiro Tsuji, más de 200 horas de maquillaje, embutido en prótesis
y armaduras y asfixiado por el humo y la nicotina de los puros, Gary
Oldman se convierte en Winston Churchill.
Curiosamente, esta es la segunda aparición del mítico “premier”
británico en las pantallas en unos pocos meses. Pero estas
coincidencias se dan a veces, y no suponen, en principio, ningún
drama, aunque sí muestren cierta intención política. Y también permiten las comparaciones; sobre todo, cuando
retratan personajes y momentos casi idénticos; serán inevitables,
para los espectadores de ambas películas.
El instante más oscuro
retrata los días cruciales de mayo de 1940, cuando la figura de
Winston Churchill emerge tras la caída del gobierno de Chamberlain.
Son los momentos en los que el ejército nazi no encuentra oposición
real, Bélgica cae en manos de Hitler y ahora se dirige a Francia a
través de Dunkerque y Calais, donde está el grueso del ejército
inglés. La película entronca también con la reciente de Christopher
Nolan, aunque esta se centra –y de qué manera- en la presencia de
Churchill.
El
protagonista –quiero decir Churchill, pero también Oldman, en un
esfuerzo titánico- está en el 95% de las escenas, y en casi todas
ellas expresando el sufrimiento interior de un personaje al que
vemos las 24 horas de cada uno de sus días, dudando, peleando en el
parlamento y en el gabinete, discutiendo de lo divino y lo humano,
alentado, eso sí, por su mujer y sus escasos incondicionales
–también el rey, en fin-, y, en los momentos de mayor emoción,
dirigiéndose al pueblo inglés en su terreno y con sus palabras.
Demasiadas palabras, quizá, en una obra enormemente discursiva y de
tal meticulosidad en cada detalle, que solo el pulso narrativo de
Joe Wright puede intentar resolverlo sin llegar a causar fatiga. Las
precisas, milimétricas, casi lujosas imágenes se ven arropadas por
la excelente fotografía de Bruno Delbonnel y la impactante –en su
estilo- banda sonora de Darío Marianelli, compositor de cabecera de
Wright. Y, por supuesto, hay que decirlo una vez más, por la
fastuosa interpretación de Gary Oldman, quizá la mejor de las que
hemos visto esta temporada. Ganará muchos premios, y se los merece.
EL INTERCAMBIO
(21.12.08)
Dir.:
Clint Eastwood
Pro.: Brian Grazer, Ron Howard, Clint
Eastwood Gui.: Michael
Straczynski
Int.: Angelina Jolie, John Malkovich, Michael Kelly
No hace falta
presentar a Clint Eastwood. Californiano, 78 años, más de 60 películas
como actor –algunas absolutamente inolvidables- y 30 –casi todas
magníficas- como director. Este año ha hecho dos: Gran Torino, que veremos en febrero, y que puede ser su adiós ante
las cámaras, y esta Changeling
(El intercambio), que se basa en una historia real y que protagoniza
Angelina Jolie.
El argumento enlaza con uno de las líneas más dolorosas de Mystic River: el robo de niños. Los Angeles, 1928: Christine
Collins es una joven madre soltera que trabaja en una compañía telefónica
y tiene un hijo de nueve años; cuando vuelve un día a casa, el niño
no está. No está en casa, no está en la calle jugando, no está con
ningún amigo. Ha desaparecido. Christine llama a la policía: hay que
esperar 24 horas, estará por ahí jugando, todos los niños aparecen...
Pero al susto sigue la desesperación cuando pasan las horas y los días
y el chaval no regresa. Ahora sí, la policía acepta investigar el caso
y se pone pesadamente en marcha el mecanismo de búsqueda.
El departamento de policía de Los Angeles está lleno de oficiales
corruptos e inútiles, dirigidos por un jefe de la misma condición. La
opinión pública –no digamos la propia Christine- arde ya de
indignación ante la ineficacia prepotente de la policía, cuando, tras
cinco meses de angustia, encuentran al niño. Pero lo peor está por
llegar. Cuando Christine va a recogerlo, el niño que triunfalmente le
presentan ante los periodistas, los fotógrafos y las autoridades...
resulta que no es su hijo. La joven, aturdida, se lo lleva a su casa;
pero inmediatamente denuncia la equivocación y se estrella de bruces
con la incomprensión –que no tarda en saber que es en realidad
confabulación y engaño- de los policías.
Clint Eastwood, interesado desde siempre en los recovecos de la
personalidad, en las zonas oscuras del alma humana y en los abusos del
poder, cree absolutamente en lo que está contando. Su cine está mucho
más allá de lo que podría ser una película comercial, producto de
Howard y Grazer y con Angelina Jolie y John Malkovich de protagonistas.
Por eso la historia tiene vida y aliento, se desarrolla con precisión e
inteligencia, pero sobre todo con pasión y con sabiduría.
Malkovich está como siempre –para eso es un actor enorme- y Angelina
Jolie logra una interpretación extraordinaria –en la línea del
dramatismo de Un corazón
invencible-, que la pondrá en camino de su segundo Oscar, lo
consiga o no; llevada por la
mano maestra de Eastwood, su personaje transmite dolor, rabia, miedo y
serena inconformidad. Más que interpretar se convierte en Christine
Collins, la madre desesperada que clama justicia. Ella está presente a
lo largo de todo el metraje, incluso cuando la historia se separa de sus
afanes para mostrar otra realidad, la que, aunque no lo parezca, casi
por casualidad, va a proporcionar algunas claves –cada vez más
siniestras- de lo sucedido.
Ahí está, por otra parte, el mayor peligro de la película. Christine
está a punto de perder el protagonismo: tan duro y tan lejano,
aparentemente, es lo que vemos en esos momentos. Pero la sabiduría del
guión, la fuerza narrativa de Eastwood y la calidad del trabajo de
Angelina, que vuelve a personarse y a apoderarse de la historia, salvan
el escollo con eficacia. Y tampoco estorba que el enfrentamiento entre
Christine y sus antagonistas roce el maniqueísmo. Claro que el
reverendo Briegelb –el personaje de Malkovich- y el oficial Ybarra
tendrán sus claroscuros; evidentemente, los policías Jones y Davis y
el malvado Northcott son también personas; pero la película es un
homenaje a la joven madre y a su valor, y no importa que buenos y malos
lo sean de una pieza y parezcan arquetipos: el drama es así desde que
se inventó la literatura. Mucho más en este caso, que no es ningún
cuento ni procede de alguna brumosa leyenda, sino que recoge y transmite
la mismísima realidad. Por eso atrae, convence y emociona. (www.changelingmovie.net)
ELLA ES EL PARTIDO
(08.06.08)
Dir.:
George Clooney
Pro.:
Grant Heslov, Casey Silver. Gui. Duncan Brantley, Rick Reilly
Int.: George Clooney, Renée Zellweger, Jonathan Pryce
George
Clooney es un hombre que ha vivido el cine desde pequeño, es un
estupendo actor –muy popular en la tele desde Urgencias,
y ya con una treintena de películas,
con Oscar por Siriana-, un
productor avispado –ha creado ahora su nueva empresa, Smokehouse
Productions-, y además siente un especial interés por la dirección.
Sus dos primeras películas –Confesiones
de una mente peligrosa y Buenas
noches y buena suerte- han demostrado su capacidad y su
talento.
Y tras la biografía del creador de la “telebasura” y el retrato del
maestro de los informativos Edward Murrow, llega su apuesta por la
comedia; y con un personaje y un escenario que siguen ambientados en los
medios de comunicación, y ahora más concretamente en la prensa
deportiva. Aunque el verdadero escenario es el campo de fútbol;
americano, se entiende. En 1925, el fútbol americano era cosa de
hombres... y la crónica deportiva también. Los futbolistas eran un
grupo de brutos semiprofesionales y los espectadores un puñado de
aficionados ruidosos, bebedores y tacaños. No es de extrañar que el fútbol
profesional estuviera en la auténtica ruina, mientras, curiosamente, el
universitario atraía verdaderas masas.
Por eso, Dodge Connolly –Clooney-, el veterano capitán de los Duluth
Bulldogs, se empeña en fichar a la estrella del fútbol universitario
Carter “Bala” Rutherford –John Krasinski- a ver si el espectáculo
mejora; Carter, además de un ídolo del deporte, es un héroe de
guerra, que derrotó él solito a todo un pelotón de soldados alemanes.
Y es joven, guapo y el más rápido en el campo, de ahí su apodo. Tan
perfecto parece, que llama la atención de Lexie Littleton –Renée
Zellweger-, escamada lo primero por esa historia de la guerra que no
parece muy real.
Lexie, que es una periodista de prometedora carrera, pero completamente
inexperta en asuntos deportivos, se dispone a investigar al personaje, y
para ello su director la pone a seguir al equipo de Carter y Dodge; éste
no comprende qué hace la joven y pizpireta reportera metiendo sus
delicadas naricillas en un mundo tan rudo y varonil, y no está
demasiado contento con su presencia. Y mucho menos, cuando descubre que
ella presta mucha atención al joven Carter, y encima esa atención se
ve bastante correspondida.
Todo esto, aunque yo haya tardado un poco en contarlo, no es más que el
arranque de esta pieza clásica-moderna, que desarrolla todos los
esquemas de la mejor comedia tradicional americana, la que bebe en Hawks
y demás maestros de la época dorada del género. Arropados por un
estupendo diseño de secundarios –el director del periódico, el
taimado representante del joven futbolista, el severo juez deportivo, el
cronista borrachín-, los protagonistas se desafían desde los lados de
su triángulo particular, dedicándose una deliciosa batería de diálogos
agudos, veloces, ingeniosos y precisos.
A veces nos parece estar viendo a Grant y Hepburn, a veces presenciamos
homenajes al primitivo humor mudo –esa escena del hotel, con los
protagonistas perseguidos alocadamente por una tropa de policías-, en
ocasiones reviven los personajes de los Coen, otras veces resuenan ecos
de Ford y su complicidad masculina, que puede empezar por una serie
considerable de mamporros... Y nada de esto es gratuito ni artificial
–bueno, casi nada; tampoco hay que exagerar-, sino un encaje de
calidad que Clooney ha hecho con el estupendo guión que le han
prestado.
Todo responde a esa misma idea de volver a los clásicos, fiándose del
texto, dejando a los intérpretes moverse con protagonismo en una
realización medida, de planos largos y pausados que permiten al
espectador comprender y disfrutar cada detalle de lo que está viendo. Y
los partidos de fútbol –un extraño deporte en el que todos se
empujan y nadie va para atrás ni para delante, hasta que uno de pronto
echa a correr con el melón hasta llevarlo a la línea de fondo,
mientras todos los demás se dan de puñetazos- ocupan no más de lo
preciso, se entienden bien y demuestran que, igual que en el amor, todo
vale: incluso ganar el partido en el último minuto y merced a una
jugarreta. (www.ellaeselpartido.es)
EL LIBRO DE ELI (21.03.10)
Dir.: Albert y Allen Hughes
Pro.: Joel Silver, Denzel Washington
Gui.: Gary Whitta
Int.: Denzel Washington, Gary Oldman, Mila Kunis
Estos
Hughes, que se unen a la ya muy nutrida nómina de hermanos directores
de cine –de los Coen a los Pang pasando por los Wachowski y demás-
han firmado ya cinco películas, de las que la más conocida es Desde
el infierno, de 2001, con Johnny Depp de protagonista. Ahora parece
que suenan también para dirigir Akira,
cosa que levanta gran expectación… más o menos.
El
libro de Eli
es otra historia postapocalíptica: el mundo –al menos lo que vemos-
ha quedado arrasado por alguna catástrofe bastante importante; el
terreno está cubierto de ruinas, escombros y cadáveres y pronto
descubrimos que los pocos seres humanos vivos que pululan por ahí
tienen bastante poco de humanos, precisamente. Se disputan una migaja de
comida o han llegado al mismísimo canibalismo; se matan y se roban
entre sí cualquier cosa que pueda tener valor, y el agua es el bien más
preciado, porque escasea muchísimo.
Por esos caminos anda Eli, un extraño personaje solitario, que parece
dotado de una férrea determinación: no detenerse, no buscarse
problemas, no perder su escaso equipaje y llegar a la costa. Solventa
los problemas que se le presentan con suma eficacia no exenta de
violencia –lo mismo para ensartar y asar un pobre gato despistado que
para enfrentarse y liquidar a una banda de malhechores famélicos- y
parece que va a conseguir su objetivo, hasta que llega a un pueblo
perdido y arruinado pero aún habitado y medianamente civilizado.
Sólo medianamente. El poblacho está gobernado por un jefecillo tiránico
y agresivo, un tal Carnegie –que no sabemos de dónde ha salido-, dueño
del agua, del desastroso bar del pueblo y de la vida de sus habitantes;
empezando por su mujer y su hija, la joven Solara, a las que trata como
esclavas. Carnegie descubre que Eli custodia el bien más preciado, el
que él busca desesperadamente: el libro de la sabiduría, el libro
infinito, el texto inmortal que le dará el poder absoluto sobre la
humanidad. La que queda, claro. El problema es que Eli no puede ni
quiere desprenderse del libro y Carnegie lo intentará todo: pedírselo
por las buenas, mandar a Solara a que lo seduzca, robar el libro y
pegarle a Eli dos tiros, para que aprenda…
No hace falta decir que la película recuerda bastante a otras del mismo
género, ahora tan de moda. En concreto, la poderosa imagen de The road está tan presente que parece que El libro de Eli ha utilizado parte de la escenografía de aquélla.
Naturalmente, ésta no posee su capacidad de evocación ni su
dramatismo; ni tampoco lo pretende. Los hermanos Hughes han construido
un western moderno y crepuscular, con un arquetípico antihéroe, con su
sheriff perverso, su chica del “saloon”, el tiroteo en la calle
polvorienta y las persecuciones a cielo abierto.
El protagonista es un personaje oscuro y bastante tenebroso que choca
con su antagonista en un curioso duelo, que sirve también como metáfora.
Eli quiere salvaguardar su libro para entregarlo a un fin que se supone
redentor, Carnegie quiere utilizarlo para consagrar su poder y perpetuar
su dominio sobre sus semejantes: dos aspectos de la cultura que resultan
evidentes en cada momento de la historia humana.
Pero la película funciona también en el puro relato lineal, en la
aventura, apoyada en el trabajo de Denzel Washington, casi ya un
especialista en este tipo de argumentos de anticipación científica, y
en el carisma perverso de Gary Oldman, uno de los grandes malvados de la
pantalla. Y además, quizá esa anticipación resulte profética: a lo
mejor cuando todo acabe y no queden más que despojos de esta civilización,
todavía seamos capaces de redimirnos por la cultura; aunque sea
conservando las maravillosas historias de los libros en la memoria de
cada persona. La verdad es que también esto lo habíamos visto, en Fahrenheit
451… pero sigue valiendo. (www.ElLibrodeEli.com)
EL
LOBO DE WALL STREET
(19.01.14)
Dir.:
Martin Scorsese
Pro.: Martin Scorsese, Leonardo DiCaprio, Joey McFarland Gui.: Terence
Winter
Int.: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie
Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio han
hecho cinco películas juntos: Gangs of New York (2002), El
aviador (2004), Infiltrados (2006), Shutter Island
(2010) y esta nueva. Es una colaboración rentable: todas han rebasado
los 200 millones de dólares de recaudación, y las dos últimas han
rondado los 300. Por separado, naturalmente, los dos han hecho otras
muchas películas: veintidós DiCaprio y otra veintena larga –documentales
y televisión aparte- Scorsese. En la obra del director neoyorkino las
hay de diversos géneros y unas son mejores que otras; pero no creo que
haya ninguna mala y sí algunas obras maestras.
Si El lobo de Wall Street no lo es –una obra maestra-, se le
acerca mucho. El argumento retrata la turbulenta vida de Jordan Belfort,
un personaje que representa el ideal del “sueño americano”: un hombre
hecho a sí mismo, que llegó desde la nada a la más alta cúspide del
poder económico. Claro que este lo consiguió con malas artes y por el
peor camino, sin ningún escrúpulo y sin detenerse ante nadie, sin más
interés que su propio beneficio y su placer. Jordan era un joven que
trataba de abrirse camino en la jungla de Nueva York; consiguió trabajo
como corredor de bolsa y aprendió los tejemanejes del mercado del dinero
con mucha rapidez. Tanta, que con poco más de veinte años fundó su
propia empresa, en un taller abandonado, con una cartera de productos
ínfimos y con un puñado de frikis como empleados. Y a los veintiséis era
un hombre rico –se sentía frustrado si no ganaba un millón de dólares
todos los meses- y su imperio económico parecía no tener límites; ni
tampoco su tren de vida: una mansión espectacular, el coche más caro, un
yate, las fiestas más disparatadas, mujeres deslumbrantes, ríos de
alcohol… y drogas. Muchas drogas.
Su vertiginosa carrera se apartó pronto –nada más empezar- de los
valores de la honradez y la discreción para asentarse en el fraude, la
corrupción, el abuso y la desvergüenza. En su modernísima oficina, sus
centenares de resueltos vendedores se colgaban de los teléfonos para
cumplir su misión: triunfar o morir. Es decir, no parar hasta conseguir
engañar al incauto interlocutor –empleados, amas de casa, profesionales
medios, jubilados…-y hacerle comprar basura, con una altísima comisión y
sin posibilidad alguna de rendimiento. Todo beneficio. Hasta que tanta
riqueza y tanta ostentación llamó la atención del gobierno y del
mismísimo FBI. Y Jordan Belfort tuvo que empezar otra lucha, muy
distinta y con resultados bastante catastróficos.
La arrolladora energía que Belfort y sus compinches demostraban en el
ejercicio de su actividad corre paralela a la de Scorsese y su equipo.
La narración avanza sin sosiego pero sin altibajos: eso tan difícil de
conseguir; y el mejor DiCaprio se multiplica para vivir las mil vidas
del protagonista, con tiempo incluso para meterse por el objetivo e
interpelar al espectador, por si se había distraído… como si eso fuera
posible. Jordan se lo lleva todo por delante: disfruta, trabaja, bebe,
ama, engaña, disfruta aun más y se mete en el cuerpo todo lo que le
cabe. Hasta que ya no le cabe y es la vida la que se lo lleva por
delante a él: la justicia, la traición y la caída; todo le llega de
pronto, con la misma velocidad.
Se
ha acusado a Scorsese de convertir en héroe a tan nefasto personaje.
Nada más lejos de la realidad. Como en Uno de los nuestros, como
en Casino –con las que el propio director establece
paralelismos-, la historia habla de unas malas personas: gangsters o
mafiosos bancarios, tanto da. Jordan Belfort es un cabrón con pintas
toda la película, y la probabilidad de empatizar con sus fechorías es
verdaderamente lejana; independientemente de que haya sido capaz, en la
actualidad, de rentabilizarlas una vez más a través del cine. Pero lo
que sí produce admiración es la factura impecable, brillantísima de la
película: su ritmo, su fotografía, su ambientación detallista y, por
supuesto, el trabajo de sus intérpretes. ¿Es posible que todo eso se
mantenga durante tres horas, que pasan como un suspiro? Con Scorsese y
DiCaprio, sí. (http://www.ellobodewallstreet.es/)
EL LUCHADOR
(22.02.09)
Dir.:
Darren Aronofsky
Pro.: Darren Aronofsky, Scott Franklin Gui.:
Robert D. Siegel
Int.: Mickey Rourke, Marisa Tomei, Evan Rachel Wood
Darren Aronofsky es un director de marcada personalidad, que no duda en buscar
argumentos y motivos poco convencionales. Debutó en 1998 con Pi,
y luego realizó Réquiem por un sueño y La
fuente de la vida, un arrebato místico bastante indigerible; y
tiene prevista para el año que viene la nueva versión de Robocop. Con El
luchador ha ganado el León de Oro en el pasado Festival de Venecia;
el “resucitado” Mickey Rourke se llevó allí el premio al mejor
actor y además ha ganado el Globo de Oro, igual que Bruce Springsteen
–por su canción The Wrestler-;
y Rourke y Marisa Tomei están nominados para el Oscar en sus
respectivas categorías...
No se pueden pedir más avales para esta historia de decadencia y dolor,
de coraje y esfuerzo a corazón abierto, de segundas y terceras y últimas
oportunidades; todo ello define al personaje protagonista: Randy “The
Ram” Robinson, un luchador profesional que vive con estupor el paso
del tiempo y que hoy, con el cuerpo quebrado, mantenido artificialmente
en sospechosa forma –a base de esteroides y analgésicos-, no se
resigna a dejar de ser la estrella del cuadrilátero que fue en los años
80. Aunque sabe que su horizonte ya no va más allá de las peleas en
veladas de tercera categoría, en patios de instituto y en el circuito
de las viejas glorias. Y su vida personal tampoco es mucho mejor.
Porque mucho dinero, por cierto, no tiene. Paga su “farmacia”
particular, malcumple con el alquiler de la caravana –de todo menos
suntuosa- en la que vive, y ha de recurrir a trabajar por horas en un
supermercado si es que quiere gastarse unos dólares en algún
“extra”. Como por ejemplo, ir a ver bailar a su amiga Cassidy –que
no se llama Cassidy, pero él tardará en saberlo- y tomarse unas
cervezas con ella; a más no llega.
Y Randy atisba también un cierto horizonte familiar, más bien
despoblado, la verdad. Ya sabemos que la culpa es de los tumbos que da
la vida, de las decisiones equivocadas y de las inhibiciones culpables;
de todo eso sabe Randy, que una vez fue marido y padre y que ahora sólo
puede ejercer de extraño entrometido. Así es que, en efecto, la cosa
no pinta muy bien para él.
Le queda la lucha, esa barbaridad entre doce cuerdas que Aronofsky
retrata sin disimulos ni concesiones, aunque con cierta piedad; la que
le merecen los gastados gladiadores de músculos descomunales,
agrietados, recosidos y emboscados bajo mallas, máscaras y nombres
pintorescos: la afición sabe bien que en uno de esos cuadriláteros se
puede encontrar con Alí Jamenei, “El Talibán de la Muerte” –un
angelito de 140 kilos y 57 años- enfrentado a Billy Bolinga, “El
Patriota Enmascarado”, con un pijama de rayas, 20 kilos más y 15 años
menos que su oponente. Y les verá golpearse con sillas, mesas y artículos
varios de ferretería, y el Randy de turno, al fin, hará “la
embestida” –su golpe más famoso- y ganará el combate... como está
mandado.
Estupendo dibujo de personajes que, aunque no sea una historia muy
original –hay multitud de referentes, de Fat
City al último Rocky-
brilla en protagonistas y secundarios. Magnífica Marisa Tomei en su
papel de “stripper” desilusionada pero valerosa. A Cassidy, en
paralelo a Randy, también le parece que se merece un poco más de
suerte y está dispuesta a pelear por alcanzarla. Randy lucha entre las
cuerdas y Cassidy danza en la barra, pero los dos bailes son parecidos.
Y luego está el destino... y la voluntad.
El guión de El luchador se va
desenlazando con los subrayados justos, sin más explicaciones de las
necesarias, con sus personajes vivos, como apuntaba, y siempre pivotando
sobre su protagonista, el actor que parece contar su propia historia.
Seguro que no es para tanto, pero Mickey Rourke borda este personaje, un
turbio perdedor solitario, al final rabiosamente decidido a recuperar su
propia estima aun a costa del mayor sacrificio; se mueve como pez en el
agua en el universo marginal y decadente de la lucha libre profesional y
nos hace creíble su peripecia humana, su tránsito de la gloria al
infierno... y viceversa.
(www.elluchadorlapelicula.es)
EL
MÉDICO
(22.12.13)
Dir.:
Philipp Stölzl
Pro.: Wolf Bauer, Nico Hofmann Gui.: Jan Berger, Noah Gordon
Int.: Tom Payne, Ben Kingsley, Stellan Skarsgård
Philipp Stölzl es un director alemán,
autor de media docena de películas –entre ellas North face y
El último testigo-, que ha puesto ahora en imágenes la novela de
Noah Gordon El médico, un auténtico “best seller” de más de 20
millones de ejemplares vendidos, que cuenta la aventura épica del
inquieto y valeroso Rob Cole, desde que era un niño hasta su
consagración como médico carismático e infalible en el Londres del siglo
XI.
La vida en las minas de carbón inglesas era difícil para los hombres que
trabajaban en ellas, y extremadamente cruel para los críos, muchos de
corta edad, que hacían a duras penas de picapedreros y porteadores. Rob
malvive con su madre y sus hermanos hasta que ella enferma de gravedad y
muere. Los huérfanos, entre la caridad y la codicia de sus vecinos, son
separados y el chiquillo, con apenas diez años, se queda solo en el
mundo. Ante el peligro de caer en malas manos y para no seguir en la
miseria del carbón, se empeña en acompañar a Henry Croft, un barbero y
cirujano que va de pueblo en pueblo vendiendo remedios “milagrosos” y
embaucando a la gente con sus trucos.
A regañadientes, Croft acepta al pequeño ayudante, que poco a poco se
gana su confianza –y también su aprecio- mientras va aprendiendo las
muchas mañas y la poca ciencia del oficio. Hasta que con el paso de los
años, y a pesar de sus todavía escasos conocimientos, Rob comprende que
el “arte” que practican tiene más de teatro y de casualidad que de
verdadera sabiduría. Y cuando se entera de que existe en un lugar remoto
una escuela de medicina presidida por un auténtico maestro, no duda en
emprender el largo y casi suicida viaje que lo deberá llevar hasta la
ciudad persa de Isfahan.
La película articula el relato en tres momentos, y tras el sombrío
primer acto, el segundo recoge precisamente el periplo de Rob desde el
puerto de Dover hasta las calles de Isfahan; el joven Cole pasa por toda
clase de peligros y desazones, la peor de las cuales sucede cuando se
enamora de la bella Rebecca y la pierde poco después en una terrible
tormenta de arena en el desierto. La narración, que ha avanzado mediante
significativas elipsis, se ralentiza para mostrar la evolución del
protagonista y dejarle expresar sus sentimientos: el temor y la duda, el
amor y la tristeza, pero también el valor y la absoluta determinación de
estudiar y alcanzar el conocimiento.
Al fin, después de penurias y dificultades, Rob llega a integrarse en la
“madrasa” del sabio Ibn Sina –trasunto relativamente fiel del
científico, filósofo y médico Avicena-, del que intenta absorber todo el
saber de la época; aunque para ello se vea obligado a hacerse pasar por
judío, ya que a los cristianos les está vedado el acceso a la enseñanza,
e incluso a la ciudad. El joven aspirante obtiene importantes éxitos
junto a su maestro; pero según aumentan sus inquietudes y avanzan sus
investigaciones, corre el riesgo de ser acusado de blasfemia y brujería.
Como en cualquier época inculta y oscurantista, las fuerzas más
regresivas del poder establecido se oponen al progreso y a la ciencia.
Rob Cole es acusado por la ultraortodoxia islámica, y al propio tiempo
la ciudad de Isfahan sufre el asedio de las hordas turcas que tratan de
conquistar la ciudad. En estos últimos momentos, la tensión se precipita
hacia el clímax: Philipp Stölzl vuelve a aumentar el ritmo, ahora
mediante un acelerado montaje en paralelo que se mantiene hasta el
epílogo. Quizá a lo largo del metraje estos procedimientos provoquen
cierta sensación de arritmia, pero está compensada por la emoción de los
acontecimientos y el oficio de los intérpretes. El joven Tom Payne, muy
bien arropado por los veteranos Ben Kingsley y Stellan Skarsgård,
encabeza el reparto de la película: una superproducción espectacular que
recrea brillantemente una época, unas gentes que se debaten entre el
saber y la superstición, y la vida de un hombre que hizo crecer la
medicina como una disciplina experimental y científica. (http://www.deaplaneta.com/es/el-medico)
EL MENÚ
(03.12.22)
Dir.:
Mark Mylod. Pro.: Will Ferrell, Katie Goodson, Betsy Koch, Adam
McKay, DanTram Nguyen, Zahra Phillips. Gui.: Seth Reiss, Will Tracy.
Int.: Ralph Fiennes, Anya Taylor-Joy, Nicholas Hoult, John Leguizamo.
Mark
Mylod (Devon, 1965) produce y dirige series y películas de
televisión desde 1995, con títulos como The Stand-up Show,
Shameless, Entourage, Minority Report,
Succession y Juego de tronos. Para la pantalla grande ha
dirigido Dime con cuántos (2011) -con Anna Faris y su 19
últimos amantes-, Un golpe de suerte (2005) -con Robin
Williams- y Ali G anda suelto (2002), uno de los Sacha Baron
Cohen más petardos. Y ahora vuelve con esta película de título tan
gastronómico.
El
menú
es el que se va a servir en un famosísimo restaurante enclavado en
una isla bastante solitaria y misteriosa. Los pasajeros -gente
selecta- embarcan en un corto viaje desde la costa. Son un
matrimonio mayor, tres jóvenes brókeres bastante creídos, una
prestigiosa crítica literaria con su editor, un actor famosillo en
horas bajas con su novia, y otra pareja joven: Tyler -Nicholas Hoult-,
un tonto del bote insoportable, acompañado de una espectacular Anya
Taylor-Joy -Margot en la película-.
En el
barco ya les ofrecen un modernísimo aperitivo -una ostra con cosas-,
y pronto llegan a la isla, donde la camarera principal los lleva al
restaurante, en eso que se llama un marco incomparable junto a la
playa. Y empieza el festín. Que no es tanto, porque aparece como
surgido de la nada el Chef -con mayúscula gorda-, que les va a
cantar los platos: una lista interminable -luego se verá que no- de
cosas como las esferificaciones de wakame con fumé de lomo alto de
semoviente sobre una deconstrucción de proteína a la camomila… Y
otros con más mal lácteo todavía. El Chef les advierte: “aquí no se
viene a comer, se viene a degustar”. Pues eso.
El
referido Chef resulta ser un tipo bastante siniestro, y la tropa de
cocineros -a la vista del cliente- y camareros lo acompaña con absoluta
sintonía. Los comensales, tan asombrados como atemorizados, van
trajinando los insólitos platos con su mínimo y excelso contenido.
La famosa crítica los juzga con severidad, la señora mayor anda con
la mosca tras la oreja, el actor y su novia no hacen mucho caso de
la comida, Tyler disfruta mucho, y Margot, nada: ni le gusta lo que
le ponen, ni lo que ve, ni las extravagancias del Chef, ni el rato
que está pasando.
Y tiene
razón, porque la cosa se va poniendo cada vez más tensa y hasta
tirando a dramática, sin dejar de exhibir un especial sentido del
humor. La cámara de Mark Mylod retrata a los personajes yendo del
plano general al primer plano, desde el escenario tan pulcro de la
cocina como cargado el del comedor, hasta las manipulaciones de los
cocineros, los gestos de los comensales y, sobre todo, los del
explosivo Chef y la rebelde Margot, que parece la única fuera de
lugar en el restaurante.
Hasta
que todo se precipita hacia el desenlace, con lo que ya nos temíamos
y lo que no. Porque la película está salpicada de golpes de efectos
y de giros, encajados por un público sorprendido -a los dos lados de
la pantalla-, que se rinde a la pareja protagonista. Y es que El
menú resulta ser una suerte de western gastronómico en el que se
enfrentan dos gigantes de la pantalla: el veterano Ralph Fiennes y
la joven -pero ya madura- Anya Taylor-Joy. Un duelo en la alta…
cocina, con resultado imprevisible, en una de las mejores- si no la
mejor- secuencias de la película. Que tiene un estupendo ritmo, un
humor negrísimo, una divertidísima caricatura de la moderna
restauración, con unas interpretaciones entregadas a fondo, y una
enseñanza capital: a la cocina es mejor ni acercarse. Eso es lo que
yo vengo haciendo desde hace muchos años, y me ha ido bastante bien.
EL MÉTODO WILLIAMS
(22.01.22)
Dir.:
Reinaldo Marcus Green. Pro.: Will Smith, Tim White, Trevor White.
Gui.: Zach Baylin. Int.: Will Smith, Aunjanue Ellis, Jon Bernthal.
Tercer
largo del neoyorkino Reinaldo Marcus Green, con una más extensa
carrera en televisión; cada vez son más los realizadores que
compaginan ambos formatos. En la pantalla grande, sus títulos
anteriores son Monstruos y hombres (2018) y Joe Bell
(2020). Con esta nueva ya ha ganado el premio de la Crítica de Nueva
York y el Globo de Oro para Will Smith; estará también en la carrera
por los Oscar, ya veremos con qué resultados.
El cine
ha retratado con cierta frecuencia el mundo del tenis; lo más
reciente ha sido Batalla de los sexos (2017), con Emma Stone
como Billy Jean King, y Borg-McEnroe (2017) -y ahí está
también la genial Match Point (2005) de Woody Allen-. No son
documentales, sino que retratan de manera ficcionada los perfiles de
algunas estrellas de la raqueta. y de eso va también El método
Williams. Sigue la evolución de Venus y Serena Williams, desde
que eran niñas, y, sobre todo, presenta la figura omnipresente y
omnipotente de su padre Richard. Un hombre obstinado y estricto,
dedicado a tiempo completo a la carrera de sus hijas. Rey Richard
es el título original, y es verdad que el hombre ejerce su autoridad
y su voluntad sin desmayo alguno.
Algo
sabemos de su historia, porque él va dejando caer retazos que hablan
de su infancia y juventud teñidas por la pobreza, el racismo y la
violencia; su afán es salir ahora del gueto de Compton, California,
en el que viven, para alcanzar la gloria y la fama de sus hijas y la
riqueza para todos; para él, seguramente, el primero. La película
-con producción ejecutiva de Venus y Serena- nos lo muestra con su
mujer, Oracene –“Brandy” para los amigos- y sus cinco hijas, y
enseña, dentro de la solidez de su carácter, su lado más amable.
Richard Williams tenía -tiene, en realidad- un pasado bastante más
oscuro, complicado y amargo de lo que aparece en pantalla.
Sí vemos
su decisión y su obsesión por llevar a sus hijas al olimpo del
tenis. Las lleva a las pistas a los cinco años, las enseña, las
entrena, junto con su mujer, y diseña el plan completo, un mamotreto
de decenas de páginas que enarbola a cada momento, para conseguir su
propósito. Cuando entiende que ya no les puede enseñar más, busca
entrenadores profesionales que se hagan cargo de las niñas; gratis,
por supuesto, así que el empeño no le resulta fácil. Hasta que da
con Paul Cohen y luego, definitivamente, con Rick Macci -hitos
reales en la carrera de las Williams-; este es quien encauza su
formación; primero la de Venus, que es un año mayor. Todos son
conscientes de las dificultades que van a encontrar; la primera,
quizá, la de ser negras; algo que en el tenis profesional resultaba
inaudito, olvidadas las pioneras Ora Mae Washington, Althea Gibson,
e incluso la campeona Zina Garrison. En los años 90 aquello podía
parecer una mera extravagancia.
El
argumento avanza con agilidad y recoge con fidelidad el ambiente en
el que se mueven los protagonistas; todos están bien: las niñas
juegan estupendamente al tenis, los secundarios brillan con
solvencia -especialmente Jon Bernthal-, los personajes reales están
reflejados lo mejor posible -por allí andan estrellas de la raqueta
como Jennifer Capriati, John McEnroe, Pete Sampras e incluso Arantxa
Sánchez Vicario-…
E igualmente el matrimonio Williams. Aunjanue Ellis
sobresale como la esposa de Richard, y Will Smith compone un
personaje de alto voltaje. Suyo es el mérito de este retrato de
fuerte contraste, un hombre incombustible, rocoso, fiel a sus ideas
hasta el infinito, aparentemente reacio a la violencia, y un padre
cuidadoso, firme en la protección de sus hijas y convencido de su
capacidad. Y al mismo tiempo, poseedor de una mirada a menudo
atravesada, una actitud equívoca y una permanente sombra de duda.
Todo sugerencia, una gran interpretación y uno de los mejores
elementos de la película.
EL MUNDO
ES NUESTRO
(24.06.12)
Dir.:
Alfonso Sánchez
Pro.:
Alfonso
Sánchez,
Álvaro Alonso, Alberto López
Gui.: Alfonso
Sánchez
Int.:
Alfonso Sánchez, Alberto
López, María Cabrera
Llevo dos o tres
semanas dándole vueltas a lo mismo, pero me reafirmo en destacar el
interés y la trascendencia del cine andaluz; por muchos valores, y
además –importantísimo en los tiempos que corren-, por su indudable
rentabilidad, que nace de ajustados presupuestos utilizados con enorme
talento. El más
reciente ejemplo es esta comedia disparatada que, como el que no quiere
la cosa, pone el dedo en las llagas de nuestra agobiada sociedad,
nuestras instituciones y nuestro sistema bancario en particular: más
actual y oportuna no puede ser.
Alfonso Sánchez y
Alberto López llevan ya tiempo exhibiendo en internet sus divertidas
locuras, protagonizadas por personajes truculentos como el Fali y el
Rafi. Y ahora dan el paso a la pantalla grande y al cine comercial –ojalá-
con esta película “de autor” que Sánchez escribe, produce, dirige e
interpreta, acompañado en la mitad de estas tareas por su inseparable
López. Ellos son El “Cabesa” y el “Culebra”, dos golfantes de poca
monta, escapados de las “Tres Mil Viviendas” de Sevilla –o similar-, que
deciden dar el golpe de su vida: robar un banco y
largarse a Brasil,
emulando al “Dioni”, su héroe de cabecera.
A pesar de su torpeza, parece que el asunto puede salirles relativamente
bien… hasta que se tuerce definitivamente. En los empleados del banco no
encuentran mayor resistencia y los clientes, a excepción de algún pesado
que no quiere entender la situación, parece que pueden colaborar. Pero
con lo que no contaban el “Culebra” –que, sin salir del reino animal,
está como una cabra- ni el “Cabesa” –que no parece tenerla ocupada con
algo de seso- es con que a otro desesperado de la vida se le haya
ocurrido parecida idea, el mismo día y, vaya por Dios, en la misma
sucursal. Así que, por desgracia, todo se complica: Fermín es un
empresario honrado –hasta ahora-, de mediana edad, con familia y
dedicado concienzudamente a su trabajo; pero la crisis, las deudas y la
falta de respuesta de la administración le han hundido y le han
arruinado el bolsillo y la existencia. Fermín se introduce en el banco
cargado hasta el cuello de explosivos y amenaza con volarse junto con
todos los demás si no aparece la televisión y le dejan explicarse a la
vista de todo el mundo. Claro, la cosa trasciende y acude la fuerza
pública, cerca el edificio y cunde el caos, dentro y fuera.
Lo que parecía una “operación” sencilla se convierte en un lío
mayúsculo: un doble asalto, un secuestro con rehenes, un fenómeno
mediático y un circo en el que intervienen atracadores, parados,
empresarios desesperados, traficantes de cuello blanco, policías
desastrosos y periodistas de tercera. En la calle guardias y reporteros
compiten en despiste e ineficacia; pero dentro de la oficina bulle un
microcosmos que tiene absolutamente de todo y que es una implacable
caricatura de la actualidad española poblada por personajes tan
reconocibles que, si no fuera porque dan risa, darían miedo.
Con un elenco de intérpretes absolutamente desconocidos para el gran
público –más la colaboración especial del gran Antonio Dechent,
auténtica seña de identidad del cine andaluz-, Alfonso Sánchez demuestra
un sorprendente oficio para el trazo fino, siempre acompañado, desde
luego, del brochazo grueso; esa habilidad en el guion, su sentido del
humor y su exploración del efecto de la violencia sugerida –Tarantino es
la referencia obligada-, y la eficacia en la creación de los caracteres
lo sitúan en un plano mucho más alto de lo que la película parece a
primera
vista. No solo es
divertida; es una farsa profunda, tan sevillana que no falta ni la
procesión de Semana Santa, pero a la vez tan universal que nadie puede
evitar sentirse aludido ni dejar de entender lo que está viendo. Una
feroz comedia costumbrista, pero a la vez un suspense policiaco lleno de
intensidad y de saludable mala baba; algo así como si Tarde de perros
la hubiera hecho Berlanga en vez de Sidney Lumet… si Berlanga fuera
de Sevilla, claro. (www.elmundoesnuestro.es)
EL MUNDO SEGÚN BARNEY
(20.03.11)
Dir.: Richard
J. Lewis
Pro.: Robert Lantos Gui.:
Michael Konyves
Int.: Paul Giamatti, Dustin Hoffman, Rosamund Pike
Unas
breves notas introductorias: el director de El
mundo según Barney, Richard J. Lewis, ha sido hasta ahora
realizador de series de televisión como Leyes
de familia y C.S.I. Las Vegas,
entre otras; y el productor de la película, Robert Lantos, habitual de
Cronenberg y Egoyan –que aparecen en breves cameos, junto con Denys
Arcand y el mismo director-, se empeñó en llevar a la pantalla la
novela de Mordecai Richler, y encomendó el guión al joven debutante
–en el cine- Michael Konyves, desechando los trabajos previos de
Richler y Lewis.
Queden claros estos créditos, para significar que esta es una película
“de autor”. Y para que conste que, precisamente, éste no es ninguno
de los anteriores sino el protagonista del acontecimiento. El actor,
quiero decir: Paul Giamatti; recientemente premiado con el Globo de Oro
por este papel, secundario siempre inmenso en muchas ocasiones –La
joven del agua, El ilusionista, La última estación- y cabeza de reparto en títulos
como American Splendor o Entre copas. Un actor extraordinario.
Él es Barney Panofsky, un veterano y destacado productor de televisión,
que sufre la sorpresa más desagradable de su existencia cuando ve
publicado un libro que repasa los rotundos desastres de su vida: sus
tres matrimonios, sus tejemanejes profesionales, sus escándalos más o
menos olvidados y, lo que es peor, el posible asesinato de su mejor
amigo, cuya desaparición parece acusarlo directamente. El autor del
libro es el mismo policía que investigó ese caso, y que no parece
querer darlo por cerrado por más que hayan pasado los años y nunca se
haya podido resolver.
Barney, entonces, decide contar su propia verdad, su versión personal,
sin omitir su amor por las mujeres, el alcohol y las drogas, ni su
capacidad manifiesta, aunque involuntaria, para meterse en líos de toda
índole. El relato en primera persona se apoya en la estructura de la
novela precedente, aunque saltando en el tiempo y deteniéndose en el
tercer matrimonio de Barney mucho más que en los otros dos. La primera
mujer, Clara, es un romance de juventud en Roma, un breve capítulo en
un ambiente bohemio y nada ortodoxo; la segunda –no sabemos cómo se
llama- es todo lo contrario: una rica y problemática joven judía con
cierta incontinencia verbal y afectiva; y la tercera es la maravillosa
Miriam, que hechiza a Barney nada más verla y que será su verdadero y
definitivo amor.
A través de sus mujeres, vamos conociendo los hechos públicos y también
los privados del personaje. Panofski es un triunfador en su carrera
profesional, aún con sus altibajos, y parece tener asimismo el control
de su vida íntima. Pero Barney nos deja entrar francamente en sus
preocupaciones, sus miedos, sus vicios y sus defectos. Y, por una
rendija, nos colamos en sus inesperados rasgos de generosidad y simpatía,
que él disfraza de hosca ironía y de rudo trato con sus hijos –los
dos que tiene con Miriam- y con su padre, un policía jubilado al que no
le parece que su retoño haya crecido más allá de la adolescencia.
El guión mantiene el pulso dramático, sin perder por ello la intención
de hacer sonreír, con inteligencia y hasta con capacidad para la
sorpresa, como demostrará en el tramo final y en el último giro del
argumento; seguramente serán cualidades que ya están en el libro de
Mordecai Richler –un autor mordaz, escandaloso y profundo- pero la
pantalla las ha recogido y potenciado. A lo largo de cuatro décadas, la
vida de Barney contada por él mismo entretiene, divierte, asombra y
emociona.
Y sobre todas las virtudes de la película se alza, como decía, la
posibilidad de contemplar el trabajo de un gran artista: Paul Giamatti,
protagonista absoluto del relato, dueño de todos los resortes de este
personaje delicioso, absolutamente comprensible y entrañable por más
que él mismo pretenda lo contrario. A su lado está el gran Dustin
Hoffman –su padre en la pantalla- y el resto de un reparto excelente y
entregado; pero la película es toda suya.
(www.sonyclassics.com/barneysversion/)
EL NIÑO
44
(21.06.15)
Dir.:
Daniel Espinosa
Pro.: Ridley Scott, Michael Schaefer, Greg Shapiro Gui.:
Richard Price
Int.: Tom Hardy, Gary Oldman, Noomi Rapace
Como su nombre no
indica, Daniel Espinosa es un director sueco de 38 años, que ha
trabajado en su país hasta 2010, cuando realizó Dinero fácil, que
le dio a conocer internacionalmente; entonces fue fichado por la
industria americana, para la que dirigió El invitado (2012), con
Denzel Washington y Ryan Reynolds. Ambas películas, thrillers de
evidente negrura –por lo demás, bastante diferentes- me gustaron más que
esta última, otra incursión en el género, que le han organizado
Ridley Scott, Michael
Schaefer –productor, con Scott, de Exodus- y Greg Shapiro
–ganador del Oscar por En tierra hostil-. No es, precisamente, la
producción lo que falla, sino quizá el guion. Lo firma
Richard Price, un escritor de cine
excelente y muy experimentado –basta con repasar su filmografía-, pero
que tal vez ha intentado plasmar demasiado fielmente la novela de Tom Rob
Smith de la que procede el texto. No la he leído, pero aseguran que está
completa en la película, con todas sus subtramas, sus secundarios y sus
explicaciones, a veces redundantes en la pantalla.
La historia, que al parecer parte de un hecho real, se sitúa en la
tenebrosa Unión Soviética de los pasados años 50, y narra la vida de Leo
Demidov, un hombre que, tras una infancia difícil y una juventud
problemática, se convierte en héroe de guerra y finalmente en un experto
agente de la policía secreta estalinista, con una carrera en constante
ascenso. Hasta que, en una operación de espionaje aparentemente resuelta con
éxito, su propia esposa, Raisa –una joven maestra de conducta bastante
hermética-, resulta sospechosa de traición al estado y conspiración
para derribarlo. Y ahí hay una línea argumental de evidente importancia.
Sin embargo,
mientras investiga esa acusación –obligado, pero decidido a demostrar la
inocencia de su mujer-, Leo tropieza con un nuevo y espeluznante caso:
el asesinato de un niño bárbaramente apuñalado, que aparece junto a la
vía férrea. Esta, aunque aparezca tarde y se vea constantemente
interrumpida, es la trama principal. Leo la sigue, a pesar de que las
autoridades presentan el caso como un accidente, bajo el imperativo de
que en el paraíso –soviético, se entiende- no hay asesinatos. Y con
todas las dificultades, porque cuando cierra el caso de la conspiración
negándose a delatar a Raisa, ambos son deportados a la lejana provincia
de Volsk y se les prohíbe volver a Moscú.
Pero el obstinado agente, con la colaboración de su nuevo jefe, el
general Nesterov, descubre horrorizado que decenas de niños más han
aparecido en las mismas circunstancias: acuchillados y mutilados,
siempre junto a vías de tren y en un radio muy determinado, lo que habla
de la actuación de un pederasta y asesino en serie. Por ahí la película
adquiere los aires de un thriller convencional, con la acción policial
estrechando el cerco del criminal, que aparece al fin retratado con
trazos elementales pero de cierta eficacia.
Que tampoco es la misma en el dibujo de todos los personajes, más
simples algunos –el antagonista de Leo y antes camarada y amigo, el
furibundo Vasili- y excesivamente complejos otros, como la indescifrable
Raisa, cuyo pensamiento nunca está claro. Y no es a causa del elenco,
con los protagonistas arriba citados más los estupendos Paddy Considine,
Vincent Cassel y –en un papel breve- Charles Dance.
De manera que, como apuntaba,
habrá que echar la culpa de la dispersión y la falta de emoción del
relato a esa construcción dramática que abarca demasiado y espesa la
narración en más de una ocasión. Daniel Espinosa lidia con ese material
y maneja los tiempos lo mejor que puede, así como resuelve con notable
el aspecto visual de la película, especialmente bien fotografiada y
ambientada. Es el propio relato el que hace aguas en su desarrollo; por
no hablar, como guinda, de ese sorprendente y empalagoso final que el
espectador atento y esforzado no se merece. (www.es.eonefilms.com/films/el-nino-44)
EL NOMBRE
(16.09.12)
Dir.:
Matthieu Delaporte, Alexandre de
La Patellière
Pro.: Jérôme Seydoux, Dimitri
Rassam Gui.: Matthieu Delaporte
Int.: Patrick Bruel, Valérie Benguigui, Charles Berling
Hace un par de
años, Delaporte y La Patellière estrenaron con gran éxito esta pieza
teatral; y ahora la han llevado a la pantalla con parecida repercusión:
número uno de taquilla en Francia, cuatro millones de espectadores… Los
autores definen El nombre como una “comedia de salón” y,
ciertamente, de eso se trata. Porque transcurre en el salón de una casa
y porque participa de todos los elementos de ese género, basado en la
agilidad, la intención y la hondura de los diálogos.
La ligereza es la característica principal: la película empieza con una
broma, el protagonista principal es un hombre muy bromista –demasiado,
posiblemente- y durante toda la acción la sonrisa no deja de asomar a la
cara del espectador. A las de los personajes, no tanto. Elizabeth –a la
que todos llaman Babou- y su marido, Pierre, han invitado a cenar a
Vincent –hermano de Babou-, a su mujer, Anna, y a Claude, un amigo de la
familia de toda la vida. Vincent, un cuarentón atractivo, simpático y
encantado de haberse conocido, se ha casado hace poco y está esperando
su primer hijo. Recibe las felicitaciones de todos y, mientras llega su
mujer, enseña satisfecho la ecografía del bebé y, más satisfecho
todavía, anuncia que es un niño. Y entonces le preguntan ingenuamente
cómo se va a llamar: una pregunta amable, que da lugar al suspense, a la
bronca y al caos. Después de jugar a que adivinen el nombre y tras el
unánime fracaso, Vincent ofrece una pista: “Empieza por A”, dice, y se
produce una nueva catarata de intentos, todos fallidos. Por fin, se
desvela el misterio: el niño se llamará Adolphe.
La revelación cae como una bomba. Pierre y Babou no salen de su asombro.
¡Su sobrino se va a llamar… como Hitler! Babou –no lo había dicho- es
profesora de instituto; Pierre, de universidad. Y los dos son
progresistas, radicalmente demócratas y más radicalmente antifascistas.
En sus cabezas no cabe la ocurrencia de su hermano y cuñado, que les
parece un insulto y un atentado a la libertad, la igualdad y la
fraternidad republicanas. Cuanto más defiende Vincent su elección, más
se encrespa el ambiente y saltan los primeros chispazos de lo que va a
ser una tormenta eléctrica de dimensiones más que respetables.
Evidentemente, el planteamiento, y también el escenario, recuerda a
Un dios salvaje, igualmente un original teatral, de Yasmina Reza,
trasladado al cine; pero hay otras referencias: Melo, de Alain
Resnais o la más reciente Pequeñas mentiras sin importancia, de
Guillaume Canet, dentro del cine francés. Porque si El nombre
carece, en definitiva, de la carga de profundidad de la obra de Polanski,
si que tiene el sello, el aroma y el estilo inconfundible de las buenas
películas francesas: un excelente guión, repleto de diálogos brillantes,
ocurrentes, ágiles, y unos intérpretes que se dejan llevar por su ritmo
y su intención y crean unos personajes deliciosos y cercanos.
Tan cercanos, que son la esposa, el marido, el amigo íntimo, el cuñado…
La familia y sus derivados, en una palabra; con sus amores y sus
desdenes, sus pequeños agravios, sus decepciones y sus historias felices
también, con sus rincones oscuros y, cuando menos te lo esperas, sus
revelaciones sorprendentes. Delaporte y La Patellière trazan con
estupendo pulso la confrontación de sus personajes en el limitadísimo
espacio en el que los confinan. Y los miran, además, con buen humor y
con indudable cariño: los dejan expresarse, permiten que se deslicen
hacia el abismo, pero los recogen a tiempo y los dejan redimirse.
Eso nos conforta, porque es muy fácil identificarse con ellos y su
circunstancia. Por boca de sus sobresalientes intérpretes, nos hablan de
sus vidas, de sus valores en la sociedad: la cultura del dinero, el
lugar de la mujer en el mundo actual, la actitud de cierto esnobismo
izquierdista, los prejuicios y las envidias en la familia, la fuerza de
la amistad… Todo un universo, reunido una noche en un salón, muy
parecido al de nuestra casa. (www.elnombre-lapelicula.es)
EL OFICIAL Y EL ESPÍA
(21.12.19)
Dir.: Roman Polanski.
Pro.: Alain Goldman, Paolo Del Brocco, Luca
Barbareschi. Gui.: Robert Harris, Roman Polanski.
Int.: Jean Dujardin, Louis Garrel, Emmanuelle
Seigner.
De los dos o tres estrenos importantes de estas
navidades, uno es la nueva película de Roman Polanski (86 años)
El oficial y el espía. Y otro es Richard Jewell,
lo último de Clint Eastwood (89 años). Algo espectacular, que
demuestra que, como en el caso de Woody Allen –todavía en cartel
Día de lluvia en Nueva York- de solo 85 años, la
veteranía es un grado. ¡Y qué grado!
De Polanski no hace falta explicar nada. De El
cuchillo en el agua (1962) y Repulsión (1965) hasta
hoy, 22 largometrajes –muchos magistrales-, un Oscar –por El
pianista (2003)- y centenares de premios, el último el Gran
Premio del Jurado en el pasado Festival de Venecia con El
oficial y el espía. La película lleva a la pantalla
nuevamente el llamado “caso Dreyfus” –hay casi una decena de
títulos con el mismo argumento-, la historia del capitán judío
francés Alfred Dreyfus, injustamente acusado y condenado por
espionaje.
En 1895, Dreyfus es juzgado, condenado, degradado
–“ceremonia” que vemos en la secuencia inicial del filme- y
castigado a pasar el resto de su vida en la prisión de la Isla
del Diablo, un lugar perdido frente a la costa de la Guayana
Francesa. Esa misma secuencia nos deja ver dos circunstancias
capitales en el relato: el antisemitismo que se extiende por la
población, y la dureza y el corporativismo del ejército.
Algo que el coronel Georges Picquart, recién
nombrado jefe de la inteligencia, sentirá también sobre sus
espaldas cuando, al investigar la supuesta traición de Dreyfus,
empieza a encontrar un sinfín de elementos que lo llevan en una
dirección muy diferente. Tarda poco en dudar de la culpabilidad
del condenado y un poco más en encontrar al verdadero
responsable: Charles Ferdinand Esterhazy, un oscuro oficial de
provincias que llevaba años vendiendo secretos de estado a los
alemanes.
Picquart intenta entonces exonerar a Dreyfus,
pero encuentra la más absoluta negativa entre sus superiores,
incluido el ministro de Defensa. Dreyfus ya ha sido juzgado y
encontrado culpable. Y además, es judío. El caso está cerrado. Y
ante su insistencia, el propio Picquart es perseguido,
destituido y acusado también de desobediencia y traición. Es
entonces cuando Emile Zola, ya prestigioso escritor, se pone de
su parte y lanza el famoso manifiesto “Yo acuso”, que provoca
una conmoción nacional y desata una ola de antisemitismo feroz
en toda Francia.
La película de Polanski sigue paso a paso los
acontecimientos históricos, hasta el momento en que se repite el
juicio a Dreyfus, en el que resulta nuevamente condenado a pesar
de todas las evidencias. La pena, sin embargo, es ahora menor; y
llega pronto el indulto. Y más tarde, la caída del gobierno y el
relevo en los cargos militares. Lo que dará ocasión al último
encuentro entre los dos protagonistas, Dreyfus y Picquard frente
a frente, en otra secuencia magistral que cierra la narración.
Por más veces que se actualice, el “caso Dreyfus”
sigue siendo apasionante. En El oficial y el espía no hay
suspense, claro; pero Polanski recrea el suceso con tanta
intención y de manera tan minuciosa –los juicios, la
intervención de Zola, la actitud cerril de los militares, el
entorno general-, que es imposible no apasionarse con el devenir
de sus protagonistas.
Y esa perfecta recreación, la magnífica actuación
de sus intérpretes, encaja perfectamente en el tono elegido por
Roman Polanski: académico y aparentemente objetivo y
distanciado, lo que no esconde el evidente paralelismo que
establece con su propia circunstancia personal: la de un hombre
acusado y perseguido injustamente. Dreyfus lo fue; Polanski, no
sé. A mí me importa más su cine.
EL ORFANATO
(14.10.07)
Dir.:
Juan Antonio Bayona
Pro.: Joaquín
Padró, Mar Targarona Gui.:
Sergio G. Sánchez
Int.: Belén Rueda, Fernando Cayo, Geraldine Chaplin
El
cine español se ha puesto definitivamente de largo en lo que se refiere
al cine fantástico y de terror; ya hay títulos y nombres suficientes
–Brian Yuzna, Balagueró, Paco Plaza, Fresnadillo, Vigalondo... sin
olvidar a Amenábar- como para asegurar la entidad y, posiblemente, la
permanencia del género en nuestra siempre tambaleante industria. Como
confirmación, nos llega ahora El
orfanato, la apuesta de la Academia del Cine para los próximos
Oscar y uno de los éxitos del presente Festival de Sitges.
Presentado por el maestro Guillermo del Toro, es el primer largometraje
de Juan Antonio Bayona; debutante, pero no recién llegado: cuenta ya
con una treintena de trabajos entre cortos, videoclips y spots
publicitarios; es el autor, por ejemplo, de Mis
vacaciones (1999) y El hombre
esponja (2002), dos de los cortometrajes más premiados de los últimos
años.
El orfanato
cuenta la historia de Laura, una joven emprendedora que trata de abrir
una residencia para niños discapacitados en la misma casona, frente al
Cantábrico, en la que ella se crió de pequeña junto a media docena más
de huérfanos. Con su marido Carlos y su pequeño de siete años, se
establece valientemente en la mansión llena de recuerdos, rincones y
presencias. Algunas, además, se las trae puestas el chaval, un hijo único
que juega con sus amigos invisibles... cada vez más numerosos e
inquietantes.
Hay una tensión creciente en la casa –como debe ser- demasiado sola
junto a un mar intranquilo, demasiado grande y demasiado oscura para una
familia tan pequeña; el niño, además, aporta un plus de inquietud con
sus correrías y sus juegos tenebrosos; y por si fuera poco, hace su
aparición una extraña anciana, de la que no se sabe nada pero que
parece conocerlo todo, y que lleva a Laura a enfrentarse con más
fantasmas de los que caben razonablemente en una mente humana. Y por último,
todo parecerá estallar en la escena cumbre de la película, la fiesta
de presentación de la residencia infantil.
A partir de aquí, el argumento -que apenas ha sufrido un par de faltas
veniales, totalmente asumibles en el género- mantiene un elevado nivel
de dramatismo, que enlaza sabiamente en el tramo final con los elementos
más clásicos: la atmósfera opresiva, la protagonista sola, el espacio
y el tiempo rotos por las fuerzas ocultas... y los niños. Los niños
fueron los protagonistas en el orfanato del pasado y vuelven a serlo en
la quejumbrosa residencia de la actualidad, en esta especie de cuento
tenebroso, un Peter Pan gótico en el que Nunca Jamás es ahora mismo.
No es fácil, por supuesto, ser absolutamente original en el relato de
terror actual; de hecho, son dos o tres –o cuatro- los títulos que
dejan oír sus ecos frecuentemente en esta historia. Los autores de la
película, que lo saben muy bien, han fiado sobre todo en la brillantez
de la factura, en el ritmo absorbente y doloroso como las notas
truncadas del piano, y, sobre todo, en la muy aceptable interpretación
de Belén Rueda –bien secundada por un reparto muy solvente-, llena de
fuerza, sentimiento y determinación.
Ella hace posible el personaje y toda la película, que de momento sí
ha conseguido sembrar cierta polémica: hay quien la pone por las nubes
y hay quien la denigra absolutamente. Los primeros, convencidos del buen
hacer general y esperanzados en que la taquilla española se anime
significativamente; los otros –huy, se me ha escapado-, valorando escasamente el
esfuerzo y acusando la escasa originalidad y el amplio atrevimiento...
Yo creo que, en realidad, ni tanto ni tan calvo. El orfanato está muy bien hecha, conjuga bien los elementos
–escasos- de terror puro y del thriller dramático-maternal, no hace más
trampas de las precisas, no es ofensiva para la crítica y gustará al público
en general. Y desde luego, no inventa nada ni supone ninguna cumbre del
género, ni –supongo yo- era esa la intención de los autores. O sea,
que se deja ver, y que hay cosas mucho peores.
(www.elorfanato-lapelicula.com)
EL OTRO LADO DE LA ESPERANZA
(08.04.17)
Director: Aki Kaurismäki. Intérpretes: Sherwan Haji, Sakai Kuosmanen,
Ilkka Koivula.
La nueva película de Kaurismäki se ha hecho esperar seis años; claro
que nunca ha sido un trabajador impaciente. Eso sí, ha ganado el
premio al mejor director en el reciente Festival de Berlín con esta
historia, segunda –tras El Havre- de su prevista trilogía
sobre el exilio; y a lo mejor última, porque Kaurismäki afirma que
puede hacer una trilogía de dos obras: genio y figura. De su
filmografía no vamos a hacer repaso, porque como es de obligado
conocimiento, todo el mundo la recuerda.
Los protagonistas de El otro lado de la esperanza son dos:
Wikström es un cincuentón harto de su trabajo y de su vida; un buen
día, decide abandonar a su mujer y todo lo que tiene y buscar nuevos
horizontes: compra un restaurante de capa caída e intenta levantar
el negocio. Al mismo tiempo, Khaled, un joven escapado de Siria,
llega a Helsinki escondido en un carguero; a duras penas, consigue
llegar hasta las autoridades de inmigración y pedir asilo en
Finlandia.
Su solicitud es rechazada, pero su camino se cruza providencialmente
con el de Wikström, que decide ayudarlo y, de momento, esconderlo;
una decisión peligrosa para ambos. Porque la policía acecha, porque
el finlandés bastante tiene con lidiar con el restaurante y sus
indescriptibles empleados y porque el joven sirio quiere quedarse y
además rescatar a su hermana, que permanece en su país. Todo
complicado.
Kaurismäki retrata a sus personajes como siempre: con una mirada
elemental y un trazo austero pero que atrapa la esencia de la historia y
cautiva por su sinceridad y compromiso. Su película es otro relato
magistral, poblado de situaciones insensatas pero terriblemente serias y
de momentos dramáticos que bordean la hilaridad. Y provisto, como toda
su obra, de una enorme carga de humanidad, de poesía y de sentido del
humor: los componentes de un cine grande, inteligente y conmovedor.
EL PASAJERO
(27.01.18)
Dir: Jaume Collet-Serra. Pro.:
Alex Heineman, Andrew Rona. Gui.: Byron Willinger, Philip de Blasi,
Ryan Engle. Int.: Liam Neeson, Vera Farmiga, Patrick Wilson, Clara
Lago.
Octava película de Jaume Collet-Serra, este director
barcelonés que trabaja en Estados Unidos, autor de las muy
interesantes La casa de cera, Infierno azul y hasta
cuatro con la colaboración de su actor preferido Liam Neeson, al que
cada vez va metiendo en más problemas y en un espacio más reducido,
casi hasta la claustrofobia.
Como en esta última, en la que Neeson es Michael
MacCauley, un buen hombre de sesenta años, un agente de seguros al
borde de la jubilación, instalado en sus problemas y sus rutinas
cotidianas. Entre las que está ir y venir en el tren de cercanías
que lo lleva de casa al trabajo y viceversa. Hasta que un mal día su
jefe lo pone de patitas en la calle sin más justificación ni
beneficio. Y Michael se sube al tren, camino del hogar, en un viaje
que le va a resultar aun más complicado de lo previsto.
Porque de improviso, una extraña mujer se sienta
frente a él y le hace una proposición que no sabe cómo rechazar;
sobre todo, porque le puede hacer ganar una cantidad de dinero que
lo va a sacar de dificultades para toda la vida. Y a continuación
empiezan a sucederse una cantidad de acontecimientos cada vez más
raros y cada vez más peligrosos, hasta hacerle pensar que ese
trayecto en tren va a ser lo último que haga en su vida.
Haciendo la salvedad de que Liam Neeson va estando un
poco mayorcete para estas aventuras –el propio personaje lo
reconoce- y que el guion es bastante tramposo, lo cierto es que es
hora ya de reconocer el talento de Collet-Serra para manejar este
tipo de filmes, que se construyen sobre unos esquemas mil veces
repetidos, a menudo con presupuestos muy ajustados y que, por todo
ello, desafían a la capacidad y la originalidad de sus creadores.
Director e intérprete muestran aquí una química total
que les permite entregarse a fondo en la historia y conseguir jugar
con la emoción del espectador en una cadena de situaciones siempre
impactantes y a velocidad de vértigo. La cámara de Collet-Serra se
desliza por los vagones de este tren, escudriñando los rincones más
angostos, volando de punta a punta del convoy y saltando de viajero
en viajero para volver siempre a encontrar al protagonista, un Liam
Neeson más maltrecho a cada rato pero más decidido a sobrevivir.
Suspense, ritmo y fidelidad al género: la fórmula de un cine de
entretenimiento de calidad más que aceptable.
EL PRIMER DÍA DEL RESTO DE
TU VIDA (21.06.09)
Dir.:
Rémi Bezançon
Pro.: Eric y Nicolas Altmeyer Gui.:
Rémi Bezançon
Int.: Jacques Gamblin, Zabou Breitman, Marc-André Grondin
Segunda
película del francés Rémi Bezançon –la primera, El amor está en el aire, no se ha estrenado en España- con la que
fue nominado a nueve premios César y consiguió tres, además de ganar
por el guión una Estrella de Oro de la crítica de su país y llevar a
las salas a más de un millón de compatriotas. En Francia, ya se sabe,
el público y la crítica apoyan su cine...
El primer día del resto de tu vida
cuenta la historia de la familia Duval a lo largo de doce años. Lo hace
de una forma original y bastante arriesgada: la película está dividida
en cinco capítulos y cada uno cuenta un día protagonizado por un
miembro de la familia que, en esas horas, asume el rol principal. De esa
manera, vamos conociendo al matrimonio y a sus tres hijos, vistos
sucesivamente desde el punto de vista de cada uno de ellos, y vemos su
evolución, su forma de ser, sus relaciones, sus problemas y sus
defectos y virtudes. Pero no es tanto una obra coral, una saga familiar
a través del tiempo, como una historia con cinco personajes
protagonistas que se alternan en el centro de la narración; sin dejar
que el espectador se olvide del resto, pero obligándolo a componer por
sí mismo los tiempos omitidos.
Robert, el padre, es un taxista que se pasa al volante todas las horas
necesarias para sacar adelante su familia, tratando al mismo tiempo de
atenderla y de devolver a su suegro el dinero que les adelantó para
comprar su estupenda casa. Marie-Jeanne, su mujer, es una buena madre y
una buena esposa, que cuida a sus hijos hasta donde estos se dejan, y a
la que vemos acercarse dolorosamente a una edad crucial para su
autoestima. Fleur, la hija, es una chiquilla enfrentada a sus primeras
preocupaciones sexuales cuando empieza el relato, y una joven decidida,
bastante madura y voluntariosa cuando acaba. Y los hijos mayores crecen,
se independizan más o menos, cortan lazos, saltan puentes y buscan
atajos de retorno con los titubeos y las frustraciones de rigor. Es la
vida, atravesando en esos cinco días toda la historia de la familia; y
el relato, a pesar de la aparente discontinuidad del cambio de mirada,
no pierde coherencia, sino que encaja y se explica
progresivamente.
A pesar también del ejercicio de estilo que practica Bezançon, que
rueda cada episodio de forma diferente, según él ve a sus personajes:
el día de Albert, el hijo mayor, está rodado con grandes angulares,
para expresar las distancias, la lejanía que pretende establecer con su
familia; Raphaël requiere una imagen movida, como su propia existencia;
el día de Fleur está contado cámara en mano, persiguiendo sus
avatares; Marie-Jeanne protagoniza una historia rodada con
teleobjetivos, creando una atmósfera íntima de fondos desenfocados, y,
por último, el capítulo de Robert está conseguido con un efecto pictórico,
una luz que sugiere un escenario complejo bajo la aparente simplicidad.
Robert, el padre –escenificado por un delicado y a la vez potentísimo
Jacques Gamblin, uno de los más interesantes actores europeos del
momento-, es, de alguna manera, quien recibe la mayor atención. Él es
quien posee mayor perspectiva, quien mejor canaliza los problemas y el
que mejor abre camino a las soluciones. También personifica el tránsito
de la vida con un sentido más absoluto, algo que los jóvenes, absortos
en su propio crecimiento, no son capaces de atisbar.
Hay cierto halo, por eso, de nostálgica tristeza soterrada bajo el
ingenio y los rasgos de humorismo inteligente; la familia, dice Bezançon
con toda razón, es el lugar donde se contempla mejor el paso del
tiempo: los hijos crecen, los padres envejecen, los abuelos van
desapareciendo y cada ciclo se va cumpliendo de manera inexorable. Y las
personalidades que se desarrollan y las relaciones que se establecen en
ese grupo humano, el más íntimo de todos, son, además, imprevisibles
y, tantas veces, involuntarias: nadie ha escogido nacer en su propia
familia. Eso es lo que nos cuenta, en definitiva, esta entrañable,
cercana, un poco triste también, pero siempre verdadera película. (www.lepremierjour-lefilm.com)
EL SECRETO DE SUS OJOS (27.09.09)
Dir.:
Juan José Campanella
Pro.:
Gerardo Herrero, Mariela Besuievsky, Juan
J. Campanella
Gui.: Eduardo Sacheri, Juan
J. Campanella
Int.: Ricardo
Darín, Soledad Villamil, Guillermo Francella
Juan
José Campanella se dio a conocer mundialmente con su segundo largo El
niño que gritó puta en 1991 y luego ha alternado su trabajo en
series de televisión americanas –House
y Ley y orden, entre otras- y el cine argentino: El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia, Luna de Avellaneda...
De ésta hacía ya cinco años y se ve que tenía ganas de regresar a la
pantalla grande y de reencontrarse con su actor preferido, Ricardo Darín,
con el que tiene absoluta complicidad. Y Darín vuelve a estar
sensacional en este personaje en dos tiempos unidos por el misterio y la
conciencia.
Benjamín
Espósito está escribiendo una novela. La verdad es que no sabe bien cómo
comenzarla; quizá porque es difícil empezar un relato del que ya se
sabe cómo termina y, además, todo lo que pasó en medio. Y también
porque Benjamín Espósito no es novelista: es agente judicial; o lo ha
sido, porque acaban de jubilarlo. La novela, por su parte, no es una
novela cualquiera: es un trozo de su vida, el fragmento más
desgarrador, el que lleva aún todos sus demonios dentro. Veinticinco años
de demonios, y ahora ha llegado el momento de expulsarlos
definitivamente.
En 1974, en el Buenos Aires peronista, y casi de rebote, Benjamín se
encarga de un crimen tremendo: una atractiva joven ha sido brutalmente
violada y asesinada en su propia casa. El agente judicial, conmovido,
entabla una relación con el viudo que en seguida va más allá de lo
convencional para convertirse en una férrea decisión de encontrar al
culpable. Mucho más, cuando los métodos policiales al uso le
demuestran la corrupción y la injusticia del sistema. A partir de ahí,
Benjamín, ayudado por su compañero Pablo Sandoval y por la secretaria
del juzgado, la guapísima Irene Menéndez, inicia la caza del asesino.
La película se desdobla en un magnífico guión que alterna pinceladas
de comedia con la intriga y con la paralela historia de amor soterrado,
y viaja entre presente y pasado con fluidez y eficacia narrativa. Por
eso la novela que escribe Espósito es un pretexto para la comprensión
del espectador y para la memoria de los personajes. Más para lo
primero, porque ninguno de los protagonistas ha olvidado nada de lo que
sucedió ni ha perdido la huella de aquel esfuerzo, aquel dolor, aquella
pasión. Veinticinco años después, los caminos que se separaron y se
disolvieron en la nada –la nada que abruma a Benjamín Espósito, que
le ha arruinado la vida y que no quiere dejar de intentar llenar- pueden
quizá volver a encontrarse.
Un crimen mal resuelto, una pérdida trágica e injusta, una pasión
escondida... son cargas demasiado pesadas si no se cuenta con una
determinación inquebrantable como la del protagonista; que además duda
y teme, porque es humano. Pero si es capaz de escribir con una
desastrosa máquina a la que le falta la letra A, también podrá seguir
el impulso de su corazón y la fuerza de una mirada. Las miradas, los
ojos, son los protagonistas de esta historia. Benjamín e Irene se miran
y sus ojos lo dicen todo.
La pantalla ancha le sienta muy bien a este relato, porque deja un
espacio largo, intensísimo, para que Darín y Soledad Villamil se
contemplen, se hablen, se amen con la mirada más allá de las palabras,
por encima de las palabras o incluso sin palabras. Campanella conduce la
historia con ritmo pausado, dejando aflorar la intimidad de sus
personajes. Aunque no desdeña la fuerza de la escena de masas y la acción
más física –la espectacular secuencia del estadio del Rácing de
Avellaneda, por ejemplo-, la película navega más bien entre el humor,
la poesía y el sentimiento, y se inclina siempre hacia la reflexión y
la exploración inteligente.
El
secreto de sus ojos ha roto la taquilla argentina, ha triunfado en San
Sebastián y apunta a los Goya; todo ello merecidamente. Campanella, Darín
y compañía han levantado una potente pieza narrativa, llena de
sugerencias y emociones, palabras y silencios... y miradas: magnéticas,
cómplices, elocuentes y humanas. (www.elsecretodesusojos.com)
EL SUEÑO DE ELLIS
(29.06.14)
Dir.
James Gray
Pro.: James Gray,
Christopher Woodrow, Greg Shapiro Gui.: James Gray, Ric Menello
Int.: Marion Cotillard, Joaquin Phoenix, Jeremy Renner
Quinta película
en veinte años de James Gray, un director y guionista que se toma su
carrera con calma; y con acierto, porque ha conseguido un casi unánime
reconocimiento: al menos de la crítica: Little Odessa –premios
para él y para Vanessa Redgrave en Venecia-, La otra cara del crimen,
La noche es nuestra y la magnífica y sorprendente Two lovers
–con Joaquin Phoenix, a partir de la segunda, como actor-fetiche-, son
obras muy sugerentes, siempre con personajes intensos y realistas
protagonizando argumentos llenos de interés y, muchas veces, de emoción.
Y con evidentes referencias familiares en todas ellas, sobre todo en lo
que toca al vínculo fraternal. También ahora: Ewa y Magda Cybulska son
dos hermanas polacas que huyen de la guerra europea; sus padres han sido
asesinados, y huérfanas y sin recursos, llegan a Estados Unidos. El
barco las deja en la isla de Ellis, la dramática aduana en la que los
inmigrantes son detenidos, vigilados e inspeccionados uno a uno mediante
exhaustivos controles legales, médicos y hasta morales.
Muy cerca de la isla, la Estatua de la Libertad parece saludar la
llegada de los viajeros; pero para Ewa y Magda no hay una mirada
acogedora. Magda está enferma de tuberculosis y es descubierta
inmediatamente y puesta en cuarentena –encerrada, en realidad- en el
hospital. Y Ewa, acusada de conducta inapropiada, va a ser deportada y
devuelta a su país. Entonces aparece en escena Bruno Weiss, un hombre
misterioso y oscuramente protector, que ofrece a la joven facilitarle la
salida de la isla y buscarle alojamiento en Nueva York. Y también
trabajo. Bruno es –Ewa lo va descubriendo- empresario de teatro y
mánager de actrices y bailarinas. Empresario y mánager quiere decir,
además, alguna otra cosa. La joven, cuyo interés principal estriba en
sacar a su hermana de su encierro, no consigue salir de la desesperanza;
su desgracia solamente ha cambiado de cara. Hasta que aparece en escena
Emil, primo de Bruno y también artista… más o menos de la misma
categoría. Su espectáculo de magia no es deslumbrante, precisamente;
pero sí supone un rayo de luz para Ewa en medio de las tinieblas en las
que vive. Emil se siente inmediatamente atraído por ella; su belleza y
su soledad lo conmueven, y trata de ayudarla. En realidad, lo que hace
es colocarla en medio de la vía, con dos trenes que vienen en
direcciones opuestas, de distinta potencia pero con la misma intensidad.
Las películas de Gray, como decía, están todas muy bien escritas, y la
calidad de sus imágenes es notable. En El sueño de Ellis, a las
estupendas interpretaciones del trío protagonista se une una fotografía
que alcanza las más altas cotas de su carrera: el maestro Darius Khondji
–el responsable de Seven, Midnight in Paris y Amor,
por ejemplo- utiliza una paleta expresionista, llena de matices,
claroscuros y tonos ocres como la vida de las gentes que pueblan el
relato: la bruma –no solo física- de la isla, las luces amargas de la
noche neoyorkina, la penumbra tras el escenario, el peso de las sombras
rasgadas por algún brillo insuficiente.
Contemplada así, desde el punto de vista estético, la película resulta
irreprochable. Los problemas vienen más bien del ritmo del relato y de
la intensidad de la narración, que puede llegar a ser sofocante en
algunos momentos. El recorrido de la joven Ewa por las calles de Nueva
York y su desamparo entre el omnipresente Bruno, astuto y manipulador, y
el ilusionista y bienintencionado Emil está descrito con extraordinaria
minuciosidad; tanta, que la historia se ralentiza y pierde emoción. Los
personajes viven y sufren una pasión que el espectador, lamentablemente,
no llega a compartir en su totalidad.
Pero sin duda sí queda clara la intención de James Gray, avalada por la
historia y tan cercana aun a la realidad: plasmar las complicaciones,
las angustias y las esperanzas contenidas en una aventura humana tan
dolorosa y difícil como la inmigración. (www.vertigofilms.es/catalogo-peliculas/e/el-sueno-de-ellis.html)
EL TERCER ASESINATO
(28.10.17)
Dir. Hirokazu Kore-eda. Pro: Kaoru Matsuzaki. Hijiri
Taguchi. Gui.: Hirokazu Kore-eda. Int.: Masaharu Fukuyama, Koji
Yakusho, Suzu Hirose.
A
los amigos de El SuperDiez no hace falta presentarles a Kore-eda. Si
acaso, recordar que es el director de Nadie sabe, Still
walking, Air doll, Milagro, Nuestra hermana pequeña,
Después de la tormenta… El cine del maestro nipón habla de
circunstancias y valores universales: la familia, la niñez, la
paternidad; y también de la pervivencia de los sentimientos y del
ejercicio de la libertad. Y aunque dicen que en esta última película
Kore-eda ha dado un giro en su temática, creo que siguen presentes
todas estas características, estos temas.
Es
verdad que, en principio, el escenario es diferente. El joven
abogado Shigemori es llamado a defender a un hombre acusado de
asesinato. Hay poco que discutir, porque la película abre,
precisamente, con las imágenes del crimen. Y tampoco Misumi, el reo,
se atreve a negar la evidencia. Es un personaje tortuoso, que parece
desdecirse continuamente y que, caso curioso, ya fue condenado hace
treinta años por otro crimen; y el juez que lo mandó a la cárcel no
es otro que el padre, ya jubilado, del abogado defensor actual.
Que basa todo su trabajo en tratar de demostrar que Misumi no robó
además a su víctima: es lo único que puede salvarlo de la condena a
muerte. Eso, y argüir que el asesinato fue provocado y pagado por la
mujer del muerto; cosa no muy fácil de sostener, sobre todo cuando
interviene la hija del matrimonio, una joven con un leve problema
físico y otro mucho mayor en su conciencia. Entonces entran en juego
todas las potenciales líneas del relato. Y la cámara atraviesa la
realidad para penetrar en las conciencias, y la verdad –las
múltiples verdades- se difumina al ritmo pausado y minucioso de las
imágenes de Kore-eda.
Las pesquisas de Shigemori, sus intentos de atrapar
el pasado, las raíces del asesino, fracasan. Hasta que comprende que
su camino es otro: ir al implacable tribunal, defender a su cliente y, si es
posible, comprenderlo y rescatarlo de la injusticia. Y abrirse paso
entre el volcán de sentimientos que rodean el caso. Volcán que arde
bajo la mirada de la joven, consumida por la sinrazón de la mentira,
y que se congela a través del cristal que separa a reo y abogado.
Que separa y también une, en un juego sutil de presencias que se
confunden según la verdad –siempre fugitiva- trata de abrirse paso.
Y al final, es el propio espectador el que debe encontrar el
veredicto.
EL ÚLTIMO DESAFÍO
(03.02.13)
Dir.:
Kim Jee-woon
Pro.: Lorenzo Di
Bonaventura Gui.: Andrew Knauer, Jeffrey
Nachmanoff
Int.: Arnold
Schwarzenegger, Edurdo Noriega, Forest Whitaker.
El director surcoreano Kim Jee-woon ha
realizado su carrera en su país natal desde 1998; el título más
relevante internacionalmente de toda ella es Dos hermanas, una
historia de terror que, posiblemente, le ha facilitado ahora el salto a
Hollywwod. Para su debut americano, el productor Lorenzo Di Bonaventura
le ha encargado este thriller con hechuras de western –o viceversa- que
iba a interpretar Liam Neeson pero que, afortunadamente, ha sido
Schwarzenegger quien al final lo ha aprovechado para su retorno a la
pantalla como protagonista. Afortunadamente, porque aunque Neeson es
muchísimo mejor actor, Arnie es mucho más simpático
–cinematográficamente hablando- y el guión se ha retocado con acierto
para acercarlo a su personalidad. En ese registro se dejaba ver en sus
apariciones en Los mercenarios, y ahora tiene la oportunidad de
desarrollarlo ampliamente. Su personaje, Ray Owens, tras muchos años de
trabajo arriesgado y algunas tristes decepciones en la policía de Los
Ángeles, en vez de jubilarse –para lo que ya tiene edad- se ha
convertido en el tranquilo sheriff de un más que apacible pueblo
fronterizo con Méjico.
Pero esa vida cómoda y monótona da un vuelco cuando Gabriel Cortez, un
peligroso jefe del narcotráfico, se cruza en su camino. Cortez va a ser
trasladado de cárcel en una operación organizada por el FBI con todo
lujo de elementos de seguridad, que, como es de rigor, saltarán por los
aires para que el criminal sea liberado por sus secuaces. El agente John
Bannister ve desesperado como lo imposible sucede: sus hombres caen en
una trampa, se equivocan una y otra vez y Cortez se escapa elegantemente
tras secuestrar a una atractiva agente y salir a toda velocidad
conduciendo un maravilloso Corbette ZR1: un bólido de ensueño.
Por desgracia, el camino elegido por Cortez y sus sicarios para escapar
del país pasa por Sommerton, el pueblito antes tranquilo del sheriff
Owens. El capo de la droga no tiene más obstáculo que el veterano
vigilante de la ley y sus inexpertos ayudantes; en principio, poca cosa
para tan temible delincuente. Lo que él no se imagina es que Owens ya ha
sido alertado por el desesperado Bannister, y ha tenido que lidiar,
además, con un penoso incidente; Owens está muy enfadado y cuando se
enfada es un enemigo de cuidado: durísimo, implacable y con más recursos
que un mago de feria.
Kim Jee-woon maneja los tiempos con soltura; a la primera y trepidante
secuencia, que homenajea a los clásicos del género, le sigue un montaje
en paralelo que hace confluir la acción en el escenario antológico del
western: la calle principal del pueblo, polvorienta y solitaria: algo de
Solo ante el peligro, algo del OK Corral y similares;
claro que puesto al día: el protagonista puede empuñar, en vez de un
colt 45, una descomunal ametralladora; y héroe y villano se persiguen
entre el maizal cabalgando sus coches y no sus caballos. Para terminar
con el suspense del duelo mortal –más o menos- entre ambos antagonistas.
Schwarzenegger disfruta con esta historia y no tengo ninguna duda de que
al resto del reparto le pasa algo parecido; incluso Forest Whitaker, que
siempre tiene carita de pena, y, seguro, Eduardo Noriega, en su
personaje de malo latino –el sino de los actores hispanos-, refinado
jefe mafioso, experto velocista y esforzado oponente del héroe nacional.
Arnie ha regresado. Está mayor, y él lo sabe; pero este no será de
verdad su “último desafío”: prepara el estreno de The tomb,
rodará inmediatamente Ten –otro policiaco- y dice que estudia una
vuelta de Terminator y Conan; imagino que, aquí, como
abuelo del famoso guerrero. De momento, su vuelta combina su género
favorito, el trhiller de acción, con el elemento humorístico que también
se le ha dado bien en otras ocasiones; como se puede comprobar, según
avanza el argumento el tono dramático va cediendo paso a la ironía y al
apunte burlesco, hasta culminar en una divertida autoparodia del
esforzado –y ya más que maduro- protagonista. (www.thelaststandfilm.com/)
EL ÚLTIMO DUELO
(30.10.21)
Dir.: Ridley Scott. Pro.:
Ridley Scott, Ben Affleck, Matt Damon, Nicole Holofcener, James Flynn,
Jennifer Fox, Kevin J. Walsh. Gui.: Nicole Holofcener, Ben Affleck, Matt
Damon. Int.: Matt Damon, Adam Driver, Jodie Comer.
Primero de los dos estrenos
que Ridley Scott nos tiene reservados esta temporada; luego llegará su
visión acerca de La casa Gucci. Y después, lo que quiera: este
señor que está a punto de cumplir 84 años lleva dirigidas más de 30
películas y anuncia otras cuatro más para el futuro inmediato. El genio
creador de Alien, Blade Runner, Thelma y Louise,
Gladiator, Hannibal, Marte y tantas otras grandes
obras sigue en plena forma.
Y lo ha dejado claro con
este potentísimo espectáculo que recorre la última década del siglo XIV
en la Francia empeñada en una batalla interminable contra Inglaterra,
centrando su mirada en los implicados en un suceso lamentable, con su
génesis y su desenlace; mediante un procedimiento narrativo -que remite
inevitablemente al clásico de Kurosawa Rashomon (1950)- por el
que contemplamos las sucesivas versiones que del hecho dan sus
protagonistas.
Ellos son Jean de Carrouges,
Jacques Le Gris y Marguerite, la esposa de Jean. Los dos hombres son
amigos inseparables y escuderos del conde Pierre d’Alençon; los vemos en
tremendas batallas, luchando codo con codo, saliendo a veces vivos de
puro milagro. Una amistad inquebrantable… hasta que se rompe
dramáticamente. Y Jean desafía a Jacques a un duelo mortal
Primero presenciamos la
versión de Jean; a continuación, vemos la verdad según Jacques Le Gris,
que, salvo ciertos matices -alguno, importante-, difiere poco de la de
su antiguo amigo. Por último llega el relato de la propia Marguerite,
que abunda en los detalles ya conocidos, añadiendo otros, que también
van a ser relevantes; pero en el proceso que se abre todas las miradas
de los severos jueces están puestas en ella, y la mayoría son
condenatorias; la conducta de la mujer siempre es sospechosa, y más si,
como es el caso, el asunto es de índole sexual.
Y llega el duelo
definitivo, en el que Carrouges y Le Gris se juegan la vida, además del
honor. Y Marguerite, también. Si su marido pierde el combate, ella será
culpable de adulterio y, desnuda, rapada y sujeta con un ignominioso
collar de hierro, arderá en la hoguera. Las cosas son así en el mil
trescientos ochenta y pico: Dios habla con la fuerza de las armas y sus
designios son inapelables.
En todo el tramo final de
la película, emerge con potencia el personaje femenino. Marguerite -y
todas las demás mujeres: nobles, plebeyas, prostitutas y tenderas- ha
permanecido en un segundo plano, bajo el fragor de las batallas y las
intrigas pecuniarias. Ahora se convierte en protagonista, con su
insólita declaración y la pelea por su honra, desoyendo los consejos de
discreción y silencio. Es mujer, pero no se conforma, no calla, se
rebela y denuncia.
Aquí reside la mayor fuerza
del hábil guion, oportuno en estos tiempos del “me too” pero además
certero y esclarecedor, si es cierto que, como dicen en la película,
retrata unos hechos reales. Marguerite de Carrouges resulta así una
pionera, una adelantada -por muchos siglos- a la reivindicación
feminista. En su personaje, Jodie Comer es toda una revelación, y Damon
y Affleck resuelven con absoluta solvencia sus papeles.
Y una palabra más para
elogiar el compromiso y la capacidad de Ridley Scott: El último duelo
es, como decía, una propuesta visual formidable. No tiene quizá el
aliento épico de Gladiator o la poética de Blade Runner,
pero interesa, apabulla en su recreación de la época, emociona en los
momentos de mayor tensión y demuestra el dominio del ritmo narrativo y
la capacidad creativa de este eternamente joven director.
EL VENDEDOR DE TABACO
(08.06.19)
Dir.: Nikolaus Leytner.
Pro.: Dieter y Jakob Pochlatko, Ralf Zimmermann.
Gui.: Nikolaus Leytner, Klaus Richter. Int.: Simon
Morzé, Bruno Ganz, Emma Drogunova.
Nikolaus Leytner es un realizador austriaco, que hasta ahora ha
trabajado casi exclusivamente para la televisión de su país. Y la
historia que dirige para la pantalla grande también es austriaca por
los cuatro costados. Procede de una conocida novela de Robert
Seethaler, ambientada en la Viena ocupada por Hitler. En 1937, meses
antes de la anexión de Austria a la Alemania nazi, el joven Franz es
enviado por su madre a la capital, para trabajar en el estanco de su
antiguo amigo Otto Trsnjek, un veterano de la guerra europea,
mutilado pero nunca vencido.
Otto le enseña los secretos de los tabacos, y también los de los
clientes del establecimiento: hay quien compra el periódico
comunista, hay señoras que prefieren cigarrillos aromáticos, alguno
prefiere ciertas revistas “artísticas”… En fin, todo un mundo que
traspasa las puertas del estanco y va abriendo los ojos del chico a
la vida de la gran ciudad.
Entre los asiduos a la tienda está, nada menos, el doctor Sigmund
Freud, el famoso neurólogo padre del psicoanálisis. Compra puros y,
lo que es más importante, despierta la curiosidad de Franz y se
convierte en su segundo centro de interés. Segundo, porque el
primero es Anezka, una joven de vida más bien incierta, de la que se
ha enamorado perdidamente. Así que la vida de nuestro protagonista
transcurre entre sus horas en el estanco, sus correrías infructuosas
–aunque no todas- tras Anezka, las cartas que escribe a su madre y
los ratos en los que, embobado, escucha a Freud.
Siguiendo sus consejos, Franz empieza a recoger por escrito sus
numerosas y casi siempre terroríficas pesadillas. Y paralelamente,
la pantalla nos deja ver también sus sueños despierto, sus deseos y
sus inclinaciones. Que a veces pueden ponerlo en grave peligro;
sobre todo cuando la anexión de Austria se consuma y el nazismo –sus
soldados, sus simpatizantes, sus policías- ocupan la ciudad e
imponen su doctrina y su absoluta represión de la libertad. Ese
poder omnímodo se deja sentir en las gentes y las calles, y también
llegará, inevitablemente, al estanco de Otto.
La formación televisiva de
Nikolaus Leytner le sienta bien a la narración, que
adquiere un tono conciso y de gran precisión, cercano al documental.
Nada sobra en la película, que sigue las peripecias del joven Franz
mientras madura a la vida y al amor, y, en segundo plano, muestra
los últimos meses de Freud en Viena, su ciudad, hasta que, cercado
por la policía nazi –que no actuó con más decisión por el enorme
prestigio que ya atesoraba el ilustre psicoanalista-, decide escapar
a Londres con toda su familia.
Sigmund Freud –magníficamente recreado, en uno de sus últimos
trabajos, por el gran Bruno Ganz- está, como digo, en segundo plano;
pero los autores del filme homenajean su figura incorporando de
manera prominente elementos básicos del psicoanálisis: los sueños,
la relación materno-filial, el amor y el sexo… Todo un acierto, que
no resta sino que suma interés a una obra que retrata a unos
personajes y el tiempo que vivieron: unos años convulsos, previos a
la gran tragedia que arrasó a millones de personas a través de medio
mundo.
EL
VEREDICTO
(05.10.14)
Dir.
Jan Verheyen
Pro.: Peter
Bouckaert Gui.: Jan Verheyen
Int.:
Koen De Bouw, Johan Leysen,
Veerle Baetens
El cine belga –sus creadores, sus
intérpretes- no es muy conocido en nuestro país y se va dejando caer en
nuestras pantallas casi con cuentagotas:
las películas de los
hermanos Dardenne –este mes se estrena su nueva película Dos días una
noche- o la magnífica Alabama Monroe de la pasada temporada,
son posibles ejemplos de esta escasa penetración. Con esta última
comparte algunos de sus protagonistas El veredicto, una
impactante historia que pone patas arriba los fundamentos del sistema
judicial
Luc es un ejecutivo en plena madurez, y
un hombre casi feliz. Tiene mujer y una hija y una buena posición. Está
un poco nervioso, porque contempla en su horizonte inmediato un
importante ascenso en su empresa: nada menos que sustituir al
presidente, que se jubila y ha pensado en él como sucesor. Todo parece
ir sobre ruedas, pero un futuro tan prometedor
se quiebra definitivamente
una noche trágica, cuando pierde a la vez a su esposa y a su hija: la
niña sufre un atropello mortal instantes después de que su mujer sea
asaltada y asesinada por un delincuente enfurecido.
Luc apenas es capaz de
asimilar tanta desgracia. Solo, deprimido, se enfrenta a una realidad
que ya no le interesa. Pero cuando parece que la vida tiende a
encarrilarse, vuelve a golpearlo con lo que menos imaginaba. Su drama se
multiplica y se consuma cuando el hombre, arrasado definitivamente por
el dolor, contempla cómo un increíble error de procedimiento –una
diligencia sin firmar, advertida por una hábil abogada- permite que el
autor de la muerte de su mujer quede libre y salga a la calle como si
nada hubiera pasado. Desde ese momento, Luc solo vive para planear y
ejecutar la venganza que le permita sobrellevar su existencia.
Su determinación puede más
que su depresión, y calcula fríamente todos los pasos a seguir. En su
punto de mira está, claro, el agresor; pero también la ley, los
procedimientos y sus administradores. No se va a detener ante obstáculos
ni consideraciones morales o legales: está decidido. Y espera, y
adivina, que las consecuencias de sus actos van a provocar un tremendo
terremoto –jurídico, político y social- que terminará por alcanzar a
todas las capas y estructuras del país: el gobierno, la judicatura, por
supuesto la prensa, y la opinión pública toman partido en un proceso
apasionante y controvertido.
Jan Verheyen maneja los hilos del relato
con extrema precisión. La historia, estructurada en dos tiempos, con
prólogo y epílogo, mide perfectamente la progresión del interés y la
emoción. En su segunda mitad, asume el esquema clásico de las películas
de juicios: el ministerio fiscal, que trata de salvar la cara del
gobierno; la abogada de la acusación, implacable desde su férrea
convicción; el de la defensa, experimentado y poderoso, que sabe
utilizar todos los recodos de la ley; los miembros del jurado,
voluntariosos y honrados, pero impresionables; y el acusado. Todos
confluyen al amparo de la justicia… si no fuera porque casi
ninguno sabe qué es la justicia ni creen de verdad que exista.
Los que sí creen en lo que
hacen son los magníficos intérpretes que los representan, encabezados
por Koen De Bouw –una estrella en Bélgica-, que asume casi todos los
planos y dota de auténtica desesperación, amargura y obstinación, a
partes iguales, a este personaje capaz de revolver las conciencias con
su actitud y su discurso. Un
tremendo alegato, nada panfletario, tan acertado y tan sincero como
rotundo.
Es imposible no sentirse afectado por lo
que se presencia y por la certeza de que eso mismo –o casos parecidos-
se ve todos los días, en cualquier rincón del mundo, a veces con
consecuencias terribles y definitivas: inocentes condenados, culpables
en libertad –no se sabe qué es peor-, y legisladores ineptos,
insolidarios y corruptos. El veredicto pone al espectador ante
esa inquietante cuestión: quién hace leyes tan malas, quién las
administra y por qué cuesta tanto ponerle remedio a esta calamidad. (www.sherlockfilms.com/prensa/veredict.html)
EL VEREDICTO
(24.11.18)
Dir.: Richard Eyre. Pro.: Duncan Kenworthy. Gui.: Ian
McEwan. Int.: Emma Thompson, Fionn Whitehead, Stanley Tucci.
Como tantos directores británicos de su generación, Richard Eyre
compagina la televisión con el cine. Para la gran pantalla ha
dirigido títulos de cierta repercusión, sobre todo por su eficacia
narrativa, como Iris (2001), Belleza prohibida (2004)
y Crónica de un engaño (2008), con Liam Neeson y Antonio
Banderas. En esa misma línea está su nueva película, aunque hay que
decir que, tanto como suya, El veredicto es de Ian McEwan
–autor de la novela La ley del menor de la que procede, y
también del guion- y de su formidable protagonista, la (casi)
siempre perfecta Emma Thompson.
Ella es Fiona Maye, una juez veterana y concienzuda. Se enfrenta a
un caso realmente grave: debe dictaminar si autoriza la separación
de dos bebés siameses, lo que salvará la vida de uno y condenará al
otro. La oposición de los padres es feroz, pero el hospital solicita
la inmediata intervención. Fiona sabe qué determinación debe tomar,
y no dudará; pero ello no impide que esté preocupada y dolida y que
incluso se lleve el agobio a casa.
No
es la primera vez, claro; tanto, que Jack, su marido, la acusa del
abandono conyugal, sexual también, al que vive sometido por el
exceso de trabajo y dedicación de su mujer. Y la presión llega al
máximo cuando a Fiona se le presenta un nuevo caso, de dificilísima
solución. Adam Henry, un chaval de 17 años, está muy gravemente
enfermo y necesita una transfusión de sangre como parte del
tratamiento. Pero el chico, como sus padres, es testigo de Jehová y
la familia en pleno rechaza esa transfusión.
Sobre todo los padres, fervorosos creyentes; porque Adam es menor de
edad –por escasos meses- y no puede decidir. Y Fiona se ve de nuevo
enfrentada a un dilema: hacer que se cumpla la ley, que pone siempre
por delante la salud y el bienestar del individuo, o dejar
prevalecer las creencias de los progenitores. Y, antes de tomar su
decisión, Fiona va al hospital a conocer a Adam, hablar con él y
tratar de averiguar qué piensa realmente el chico.
El veredicto
–sigue siendo mucho mejor el título original- no es tanto una
película judicial como una especie de trhiller de sentimientos. Por
un lado, Fiona y Adam: si ella decide salvarlo, él le deberá la vida
y, enteramente, su futuro. Por otro, Fiona y Jack: el matrimonio
hace aguas estrepitosamente; él está dispuesto a buscar fuera de
casa lo que no encuentra allí, y ella no es capaz de gestionar la
posibilidad de una existencia distinta, en la que el peso del
trabajo no ahogue la vida conyugal.
Y
por debajo, sí, la fuerza de la ley. El guion describe con la misma
minuciosidad el funcionamiento de la judicatura y las relaciones
entre los magistrados y demás miembros del tribunal. Ian McEwan es
un experto en ahondar en los entresijos de los sentimientos y el
cine –recordemos El buen hijo, Expiación o la reciente
En la playa de Chesil, por ejemplo- es un terreno ideal para
expresarse, tanto como la literatura.
El reto es para Richard Eyre, que maneja
perfectamente los tiempos y los espacios del doble camino por el que
transita Fiona, y para los intérpretes: perfectos Emma Thompson y
Stanley Tucci –sus escenas juntos son una delicia- y sorprendente el
joven Fionn Whitehead, un Adam Henry delicado y lleno de matices.
Ellos consiguen que la película se abra a los diversos interrogantes
que contiene y que apelan a los sentimientos y a la sensibilidad del
espectador.
EL VIENTO SE LEVANTA
(27.04.14)
Dir.:
Hayao Miyazaki
Pro.:
Toshio Suzuki
Gui.:
Hayao Miyazaki
Animación
Cumplidos los 73
años, Hayao Miyazaki tiene derecho a una dorada jubilación. Pero su
anuncio de que dejaba la realización de largometrajes produjo una enorme
conjunción de lamentos a escala planetaria; parece impensable que no
vayamos a celebrar más películas suyas, tras esta maravillosa El
viento se levanta. El maestro Miyazaki, creador del sensacional
Studio Ghibli
–cumbre de la animación japonesa- y de películas superlativas como
Nausicaä del Valle del Viento, Mi vecino Totoro,
La princesa
Mononoke, El viaje de Chihiro
–Oso de Oro en Berlín y Oscar de Hollywood- o Ponyo en el acantilado,
se despide de sus lápices y pinceles con este testamento
cinematográfico: una absoluta obra capital.
El argumento, extraído de un relato de Tatsuo Hori y basado en un cómic
del propio Miyazaki, cuenta la vida de Jiro Horikoshi desde que era un
niño apasionado por el vuelo; su pronunciada miopía le impidió pilotar,
pero no soñar con los aviones más ligeros, veloces y bellos. Inspirado
por la figura del ingeniero italiano Giovanni Caproni y estudioso de la
industria aeronáutica alemana –la más avanzada en los años 30-, se
dedicó al diseño de aparatos extraordinarios, en los que introdujo
novedades formales y técnicas de todo tipo que le valieron rápidamente
el reconocimiento de su país y la posibilidad de trabajar para el
ejército nipón.
Por primera vez, Miyazaki
desarrolla una biografía real; y además, El viento se levanta no
contiene aspectos mágicos o mitológicos, aunque sí la constante
incursión de elementos oníricos que permiten a Jiro mantener su relación
con Caproni: el italiano seduce al joven con sus aviones
extraordinarios, con sus reflexiones y con sus ilusiones. Jiro sueña los
sueños de Caproni y trata de llevarlos al papel, primero, y a los aires
después. Por un momento, su vida –y la película- se ensombrecen con el
terrible terremoto que asoló Japón en 1923; pero sirve para que Jiro
conozca a Nahoko, que será el amor de su vida. Sobre todo desde que,
algunos años después, vuelven a encontrase: Nahoko pinta desde una
colina el paisaje que se extiende a sus pies, y Jiro pasa por allí y la
descubre. Los colores de la paleta de la joven se funden con la luz de
la escena, el azul del cielo, el mundo verde de la pradera y los ocres
del bosque hendido por el sendero que atraviesa el desprevenido
protagonista. Luego sopla el viento, vienen las nubes, y llueve; pero ya
nada importa: Jiro es feliz y dispara aviones de papel como gaviotas
caprichosas.
Cada fotograma es una obra de arte. La composición, la iluminación, el
movimiento y la secuencia son un prodigio de ritmo, de armonía, de
poesía hecha imagen. No hay un solo detalle, por pequeño que sea, que
escape a la mirada atenta y delicada de Miyazaki, que –es obvio decirlo-
no precisa de ordenadores ni artificiosos efectos visuales: papel y
lápiz y los tintes de la naturaleza; y la inspiración y la calidad del
trazo para dibujar la vida y el alma de cada personaje y cada objeto. El
agua respira, la tierra palpita y el aire se hace presente moviendo las
nubes, agitando la falda de Nahoko o dando vida a los aviones de Jiro,
de papel, de madera y lona o de acero brillante bajo el sol.
Algunas críticas acusan a la película de belicismo –Horikoshi fue el
diseñador del famoso Zero, el avión con el que Japón bombardeó Pearl
Harbor y combatió en la Guerra Mundial-, y otras, a la vez, de
inoportuno pacifismo. En realidad, la intención de Miyazaki no es
condenar ni, por supuesto, alentar el espíritu de la contienda, sino
desplegar una inteligente metáfora acerca de la caducidad de la vida, el
amor y la belleza. A través de la historia de un hombre en pos de su
sueño; un ideal inquebrantable que pasa por encima de todo hasta su
conclusión.
Puede que, en definitiva, Miyazaki solo hable de sí mismo; en este punto
final de su carrera, semejante –o no- al de su protagonista. Lo que
vale, para nosotros, es su obra, llena de imágenes y momentos
maravillosos. Y su testimonio, extraído de los versos de Paul Valéry:
“El viento se levanta, hay que intentar vivir”. (http://www.elvientoselevanta.es/)
EMMA
(07.11.20)
Dir.: Autumn de Wilde. Pro.: Tim Bevan, Graham
Broadvent, Eric Fellner. Gui.: Eleanor Catton. Int.: Anya
Taylor-Joy, Johnny Flynn, Mia Goth y Bill Nighy, Josh O’Connor (Hope
Gap).
¿Qué decir de Autumn de Wilde, absoluta
desconocida para el gran público –o lo que queda de él- hasta la
fecha? Es una fotógrafa y videoartista de Nueva York, autora de
vídeos publicitarios y de clips de cantantes y grupos como
Arcade Fire,
Maroon 5, Norah
Jones o Wilco, además de Beck, su músico preferido. Debuta en el
largo con esta adaptación de Emma, la cuarta novela de
Jane Austen –tras Sentido y sensibilidad, Orgullo y
prejuicio y Mansfield Park- y la más vista en las
pantallas.
De hecho, es un título con largo pedigrí
cinematográfico: esta es la tercera vez que se lleva al cine,
tras la informal Clueless (Amy Heckerling, 1995) y la más
purista, de Douglas McGrath (1996), además de ocho versiones
para televisión y una realizada en Bollywood, que seguramente
era muy bonita. Bueno, pues apostaría a que esta es la mejor.
Ya es sabido que Emma Woodhouse, la protagonista,
tiene 21 años y es guapa, lista y rica: todo un partido. Sin
embargo, ella no piensa en casarse; está muy entretenida
pensando en cómo casar a los demás. La primera, nada más empezar
la narración, a su institutriz y amiga íntima, la señorita
Taylor, ahora unida a su vecino Mr. Weston. Naturalmente, Emma
tiene mucho menos que ver en esa decisión de lo que ella se
imagina; la verdad es que tiene mucha afición de casamentera,
pero no se le da muy bien.
La joven –y rica y lista y guapa, todo salta a la
vista- vive con su padre y una cohorte de convecinos y amigos,
un universo doméstico de los que tan bien dibuja Jane Austen; en
su órbita circulan, entre otros, George Knightley, hermano de
Weston y amigo cercano; el vicario Philip Elton; los Churchill y
su atractivo y deseado hijo Frank; la señorita Bates y su
sobrina, la enigmática Jane Fairfax; y desde luego, la
estudiante, pupila y pronto íntima de Emma Harriet Smith.
Prácticamente todos sufren las consecuencias de la proximidad de
Emma; unos porque han caído seducidos ante las virtudes que la
adornan, y otros porque sus planes, deseos e imaginaciones los
ponen en el disparadero amoroso. La que más, la pobre Harriet,
que es capaz de enamorarse y desenamorarse sucesivamente de
cuanto caballerete le sugiere la inocente –o no tanto- voluntad
de su protectora. El relato, así, es un carrusel de emociones,
propósitos y desengaños que no cesa en toda su extensión.
Pero esto es cine y no literatura, y en el 95 por
ciento del metraje resulta ser un espectáculo de primera
categoría. De hecho, no recuerdo haberlo pasado tan bien con una
película desde hace mucho tiempo. Todo es brillante, ágil,
divertido; una delicia de personajes, figurines y escenarios; un
ritmo alado, una coreografía de movimientos, miradas, palabras
importantes y silencios clamorosos, y un armazón que lo liga
todo, presidido por la ironía, el sentido del humor y la
–aparente- espontaneidad.
Cierto que hay un pequeño frenazo en el crescendo
final, porque se produce un momento casi dramático en el que es
preciso parar y recomponerse; nada grave, enseguida todo vuelve
a su cauce para acabar, como es debido, en todo lo alto. Triunfa
el amor, triunfa una vez más la narrativa de Jane Austen –un
portento de modernidad, análisis psicológico y aguda crítica
social- y triunfan la directora y sus colaboradores, empezando
por una exquisita
Anya Taylor-Joy, muy lejos de sus papeles de
ciencia ficción y similares, y un imperial Bill Nighy como el
majestuoso, oportuno, silencioso, delicado y decisivo padre de
Emma.
ENCONTRARÁS DRAGONES
(27.03.11)
Dir.: Roland
Joffé
Pro.: Ignacio Gómez Sancha, Ignacio Núñez, Roland Joffé
Gui.:
Roland Joffé
Int.: Charlie Cox, Wes Bentley, Dugray Scott
El
británico Roland Joffé ofrece un currículum ciertamente desigual.
Hizo televisión durante los años 70 y primeros 80, y debutó en la
pantalla grande en 1984 con Los gritos del silencio; luego ha dirigido La misión, La ciudad de la alegría, La letra escarlata, Vatel,
Cautivos… Unas más interesantes y otras mucho menos, como se ve.
Y ahora toca juzgar a cuál de los dos lotes corresponde ésta última. Encontrarás dragones –el título hace mención a lo que puede
pasar si nos aventuramos con cierta profundidad en terrenos pantanosos-
es un encargo de dos productores españoles; ambos, miembros del Opus
Dei y hasta ahora ajenos por completo al cine, conocieron el guión
previo, les pareció muy malo y compraron los derechos de la historia
para darle a Joffé la oportunidad de reescribirla y dirigirla.
Es el primer texto propio que afronta Joffé, y se nota. Los productores
estarán contentos, entre otras cosas porque ahora seguramente narra los
hechos que ellos quieren y de manera plenamente satisfactoria; pero si
la película hace aguas por babor y por estribor, es sin duda por culpa
de un guión decididamente endeble. La narración está compuesta por
los recuerdos que un joven periodista de origen español va recibiendo
de su padre, amigo desde la infancia de Josemaría Escrivá de Balaguer.
La excusa es que el fundador del Opus Dei acaba de ser canonizado y al
periodista le piden sus editores una biografía del santo.
A pesar de que el padre advierte al escritor de que en su investigación
va a “encontrar dragones” de difícil asimilación, su decisión es
firme y vamos, con él, descubriendo las vidas paralelas de Josemaría y
Manolo, dos chavales que crecen juntos en el pueblo hasta que los
caprichos de la fortuna apartan a las familias con la diferencia
irreconciliable de sus clases sociales.
Estamos en la España republicana y nuestros protagonistas, que han
ingresado juntos en el seminario –una posibilidad para los jóvenes de
la época de escapar a la miseria y la ignorancia de su medio rural-,
viven ya la definitiva separación cuando Manuel se marcha a vivir su
vida sin la sotana y Josemaría progresa en su vocación. Y luego un
grupo de generales se lanza a la aventura de un golpe de estado criminal
y se produce una contienda sangrienta, fratricida y eterna.
No sólo Josemaría y Manuel están en bandos opuestos –aunque no del
todo-; también la película se quiebra en dos historias, cada una por
su lado, ambas con importantes subtramas y personajes secundarios. Hay
algunos momentos chuscos por culpa del idioma –en la versión
original-, y transgresiones y errores nada involuntarios en cuanto a los
hechos y las localizaciones, muy evidentes desde luego en cuanto se
refiere al “ejército” republicano y a los acontecimientos en
Madrid; pero quizá estos sean pecados veniales comparados con la
evidente incapacidad del guión para mantener la conexión y el interés
entre las dos crónicas; a las que se une, por si fuera poco, la propia
del protagonista que bucea en el pasado desde el presente.
No puedo objetar a la verdad del relato de la vida de Escrivá de
Balaguer, más allá de la comprensible necesidad de novelar en algunos
momentos clave; no la conozco al dedillo, sin duda por falta de interés
por mi parte. Tampoco hay reparo a la ambientación general ni al
trabajo de un importante elenco internacional –además
de los protagonistas cruzan por la pantalla Unax Ugalde, Olga Kurylenko,
Jordi Mollà, Ana Torrent, Geraldine Chaplin, Derek Jacobi, Charles
Dance…-, aspectos en los que Roland Joffé está suficientemente
acreditado. Pero esa quiebra continua del argumento, desmañada y
confusa, entorpece y difumina la calidad de estos elementos.
Y para colmo, el guión no consigue elevar nunca a categoría de
trascendencia las andanzas y los mensajes del curita iluminado; sobre
todo en comparación con las de su amigo, bastante más interesantes y
sorprendentes. Algo paradójico, que en el fondo da igual, porque esta
floja película de un Joffé declinante está destinada a los
incondicionales de la causa, convencidos y entusiasmados de antemano; a
ellos les parecerá emocionante. (www.therebedragonsfilm.com/)
EN LA CASA
(11.11.12)
Dir.: François Ozon
Pro.:
Eric y Nicolas Altmeyer
Gui.: François Ozon
Int.: Fabrice
Luchini, Ernst Umhauer, Kristin Scott Thomas
Las
películas de François Ozon –parisino, 47 años-, todas escritas también
por él, tienen la rara cualidad de resultar inquietantes, a menudo
perturbadoras, siempre especiales en sus retratos de personajes que
parecen esconder mucho más de lo que muestran. Condición que suele
extenderse a cada uno de sus argumentos; es así en Bajo la arena
y en Swimming pool –ambas con la maravillosa Charlotte Rampling-,
en Gotas de agua sobre piedras calientes –una idea original de
Fassbinder-, en 8 mujeres y Potiche, mujeres al poder –con
algunas de las mejores actrices del cine europeo-, y en El tiempo que
queda y Ricky, la historia de un niño que vuela.
Y también sucede en esta nueva película, basada en la obra teatral del
español Juan Mayorga El chico de la última fila: una historia
original y fascinante llena de palabras sugerentes, imaginación
desbocada y perversidad juvenil. Cuenta el descenso a los infiernos de
un hombre, el puntilloso y discreto profesor Germain. El hombre disfruta
de una vida acomodada, feliz en su rutina matrimonial con su mujer
Jeanne, directora de una galería de arte moderno, y, por el contrario,
bastante desencantado con sus clases de lengua francesa. Sus alumnos del
instituto le procuran más decepciones que alegrías y repasar sus
trabajos le produce irritación y frustración.
Pero de repente
encuentra uno, Claude, que lo sorprende con una redacción en la que
cuenta con pelos y señales el fin de semana pasado en casa de un
compañero de clase. La narración atrapa al profesor por su interés y su
minuciosa descripción y, con la excusa de seguir corrigiéndolo, alienta
al alumno a continuar relatando sus incursiones, cada vez más
indiscretas y morbosas, en la vida doméstica de su amigo.
La película se bifurca así en un
doble relato: por un lado la vida de Germain, afectado en el plano
familiar y –mucho más- en el profesional por la seducción que Claude y
sus historias ejercen sobre él, y por otra parte estos relatos, que,
leídos por el profesor, toman cuerpo en la pantalla y se desarrollan en
episodios más intensos en cada ocasión, siempre interrumpidos en el
momento culminante, como en un juego de las Mil y una noches
todavía más perverso.
El joven Claude
ofrece al lector no sólo su punto de vista y su opinión –a menudo
maliciosa-, sino también un retrato descarnado de las actitudes y
conflictos mutuos de todos los componentes de la desprevenida familia
que lo ha acogido y le ha dejado, involuntariamente, penetrar y desvelar
su intimidad. El chico abusa de su compañero con la excusa de ayudarlo,
desprecia al padre y adora a la madre. Paralelamente, aturde y cautiva a
Germain con la potencia sugerente de sus palabras, hasta llevarlo a
quebrar sus deberes profesionales y a dejarle abrir la puerta de su
propia casa.
En La vida de los otros, Florian Henckel von Donnersmarck
mostraba el inclemente escrutinio que los oídos ajenos realizaban en la
casa asaltada; en estos mismos momentos, se estrena Reality, en
la que Matteo Garrone indaga sobre la intimidad revelada del Gran
Hermano como paradigma y culminación del espectáculo popular. Pero
en el protagonista de la película de Ozon están ausentes las
motivaciones políticas o los propósitos socioculturales; Claude –y con
él, Germain- es un mirón y un manipulador, un espectador inteligente y
un creador implacable.
Y además es un niño, cuya
inocencia pervertida provoca mayor desconcierto, más desazón, pero mayor
fascinación. Ese es el elemento más interesante de la obra, junto con la
interpretación de los protagonistas: Fabrice Luchini, magnífico, y el
chaval Ernst Umhauer, una
revelación. Ambos se apoderan de la pantalla y los espectadores y no los
liberan hasta que en
la escena final, los dos juntos, aunque ya en situaciones opuestas,
levantan con su mirada la fachada que cubre las casas ajenas e irrumpen,
esta vez para siempre, en su interior.
(http://www.danslamaison-lefilm.com/)
EN LA CIUDAD DE SYLVIA
(16.09.07)
Dir.: José Luis Guerín
Pro.: Luis Miñarro, Gaëlle
Jones Gui.: José
Luis Guerín
Int.: Pilar López de Ayala, Xavier Lafitte
Este es el más
especial de los directores españoles especiales, tipo Erice o
Rosales... José Luis Guerín, barcelonés de 47 años, es el autor de Los motivos de Berta (85), Innisfree
(90, formidable recreación del universo de Un
hombre tranquilo), Tren de
sombras (97) y En construcción
(2001, el documental con el que ganó todos los premios del cine español
y muchos en el extranjero).
Ahora ha ido más lejos todavía en su búsqueda del cine puro, que según
él radica en la sencillez y el compromiso con el espectador. Para
conseguirlo ha construido una película que es argumental pero también
documental, fundiendo casi absolutamente esa difícil frontera que
separa los dos géneros. En la
ciudad de Sylvia está protagonizada por las calles tranquilas de
Estrasburgo –no importa que sea Estrasburgo-, por las que camina un
joven dibujante. Pasea, se sienta en una terraza, mira la gente, esboza
en su cuaderno rostros, gestos de mujer y de pronto encuentra a Sylvie,
la que él cree que es Sylvie, perdida seis años atrás.
Entonces comienza a seguirla y los dos atraviesan nuevamente las calles,
en un itinerario físico pero también poético, a veces acelerado, a
veces inmóvil, al principio inocente y después cómplice aunque no
aceptado. Todo es una paradoja y un misterio, porque si ella no es
Sylvie –que parece que no-, entonces no sabemos quién es ella, quién
es Sylvie, ni quién es esa Laura a la que aluden constantemente los
grafitis que pueblan las paredes de la ciudad. Tampoco él, en realidad,
termina ninguno de sus dibujos, que se acaban en el escorzo, en la línea,
en el boceto, incluso de la curva desnuda de la chica que comparte su
noche. Hay propuestas, hay posibilidades, pero no hay definiciones.
Guerín ha planteado, sabiamente, una estructura asimismo abierta. La
película inicia cada período con una noche –tres en total- que no
son más que el preludio de la jornada -corta o larga, da igual-, que
vive el protagonista. La que abre la obra arranca con unos planos estáticos
hiperrealistas –que remiten al mundo pictórico de Antonio López-,
seguidos de la presentación del joven, absorto en su proceso de creación;
es evidente la posición del artista, dispuesto a crear, pero también
la del espectador, dispuesto a comprender. Así resulta indudable desde
el principio el postulado expresado de compromiso con el público.
Porque En la ciudad de Sylvia
deja, efectivamente, todo el espacio al espectador. No lo manipula, no
lo contamina, no lo ataca con ninguna suerte de efectos sentimentales,
formales ni mucho menos de carácter extracinematográfico, como el
absurdo bombardeo digital que padecemos actualmente. El cine está hecho
para mirar, y la película es una sinfonía de miradas. El protagonista
mira desde dentro de la pantalla, y el que está delante de ella mira
también con él, mira lo que ha visto el director y ve mucho más,
mucho más allá y mucho más tiempo.
La ciudad está viva, sus personajes están vivos y
cada escenario –la tranquilidad
del café, la penumbra sincopada de la discoteca, los reflejos brumosos
de los escaparates o los poliédricos del tranvía en movimiento-,
muestra cómo la vida atraviesa cada fotograma de la película como
atraviesa cada instante de nuestra existencia. Guerín apuesta por la
verdad y la sencillez de los Lumiére, de Chaplin, e incluso de
Hitchcock, en la sorprendente y genial tensión narrativa de un
no-argumento como éste.
En
la ciudad de Sylvia es,
además, la película que José Luis Guerín quería hacer, y eso es un
mérito añadido: no ceder ante la presión de la moda y el negocio y
perseverar en un cine muchísimo más auténtico. Quizá más pequeño,
evidentemente, pensado y hecho a espaldas de la industria, con
postulados que no tienen que ver mucho con la rentabilidad... Pero desde
luego, hecho desde la libertad, la sinceridad, la inteligencia y el
arte; con un magnífico resultado: En
la ciudad de Sylvia es una
película formidable, enormemente poética, muy coherente y
absolutamente imprescindible.
(www.wandavision.com)
EN LA PLAYA DE CHESIL
(30.06.18)
Dir.: Dominic Cooke. Pro.: Elizabeth Karlsen, Stephen
Woolley. Gui.: Ian McEwan. Int.: Saoirse Ronan, Billy Howle, Emily
Watson.
Primer largometraje de Dominic Cooke, un director británico
procedente de la televisión. Y, como ya empieza a ser moda, está
basado en una novela de Ian McEwan, que aquí también ha escrito el
guion: la película es casi más suya que de cualquier otro.
Porque el film sigue fielmente la historia y la estructura, e
incluso el ritmo del libro. Y, por supuesto, los personajes
conservan todas sus características: estamos en 1962 y Florence
Ponting y Edward Mayhew -ahora los dos son Mayhew, porque se acaban
de casar- se disponen a celebrar su luna de miel en la fantástica
playa de Chesil, al sur de Inglaterra. Ambos son jóvenes y, aunque
de diferente extracción social, igual de tímidos e inexpertos.
Sexualmente, sobre todo: su noche de bodas es también inaugural para
ambos. Y las imágenes dejan ver un cortejo, una torpe aproximación y
un atisbo de entrega narrado con embarazosa transparencia y con un
insospechado resultado.
Para comprenderlos mejor, el relato retrocede hasta el momento en
que los protagonistas comienzan su relación, y así conocemos su
personalidad, su ambiente, sus respectivas familias y la evolución
de un noviazgo que es visto con ilusión en el entorno de Edward y
con extrañeza y cierta desconfianza en la familia de Florence. Y a
partir de ahí la narración salta repetidamente del presente al
pasado, y más tarde al futuro; procedimiento que otras veces resulta
caprichoso pero que aquí posee absoluta legitimidad.
Así, a retazos, vamos comprendiendo las vidas que van a confluir en
los momentos cruciales pasados en Chesil, gracias al milimétrico
guion y al trabajo de los intérpretes: la siempre perfecta Emily
Watson, un Samuel West que da miedo, la muy agradable confirmación
del talento de Billy Howle, y la insuperable creación de Saoirse
Ronan, una joven actriz -24 años- que va disparada hacia el
estrellato; era una niña mala en Expiación (Joe Wright,
2007), el anterior guion de McEwan, y es ahora una recién casada
aturdida, asustada y desesperada, con una carga emocional latente
que acaba por arrasarla: una interpretación formidable.
Ambos protagonistas se lucen durante todo el metraje; pero es en las
escenas que transcurren en la playa donde dan de sí toda su
capacidad. Y el escenario, imponente, solitario, casi sobrecogedor,
es el marco perfecto ideado por sus creadores: el texto original de
Ian MacEwan y las imágenes de Dominic Cooke, con su ritmo sincopado,
alumbradas por una excelente fotografía e ilustradas con una
acertadísima banda sonora.
Y
la historia, por otra parte, nos permite reconocer también las señas
de identidad de una sociedad, la inglesa de los primeros sesenta del
pasado siglo, encorsetada en unas normas rígidas y primitivas que no
permiten a los jóvenes pretendientes dar cauce a sus ansias y
necesidades más básicas. Lo que explica en parte su comportamiento,
aunque la situación más crítica que van a vivir hunde sus raíces en
algún conflicto de gravedad que la película -y también el libro-
solamente deja entrever.
Eso queda para la
mirada atenta del espectador; un elemento más de esta interesante
propuesta: un cine de calidad, inteligente y tan delicado y profundo
como la novela de la que precede.
EN LOS MÁRGENES
(08.10.22)
Dir.:
Juan Diego Botto. Pro.: Penélope Cruz, Álvaro Longoria, Gaëtan
David, André Logie. Gui.: Juan Diego Botto, Olga Rodríguez. Int.:
Penélope Cruz, Luis Tosar, Juan Diego Botto.
Juan
Diego Botto nació en Buenos Aires, aunque lleva toda su vida en
España. Tiene 47 años y una dilatada carrera como actor, con casi 70
títulos en su haber. También es escritor y autor teatral, reconocido
y premiado. Y dirige su primer largometraje para la pantalla grande,
tras un segmento de ¡Hay motivo! (2004) y un episodio de la
serie Relatos con-fin-a-dos (2020).
En
los márgenes
es un proyecto creado codo con codo con Penélope Cruz, y han tardado
años en levantarlo, por razones evidentes que no vamos a descubrir
aquí. Penélope y Juan Diego son amigos desde hace muchos años, y
ella quería producir una historia de amor y celos escrita por él.
Esa película nunca se llevó a cabo, pero a cambio Botto ha realizado
esta historia, de tremenda y dolorosa actualidad.
Es un
relato que transcurre a lo largo de un día, en el que varios
personajes entrecruzan sus vidas, presididas todas por la urgencia,
la injusticia y el dolor. Un matrimonio joven y sin recursos afronta
el desahucio de su vivienda, y Azucena, la mujer -espléndida, una
vez más, Penélope Cruz-, lucha con todas sus fuerzas por impedirlo.
Un hombre vive una vida de mentiras, sin querer ver a su madre y
tener que confesarle su fracaso; la mujer mantiene toda la ilusión
en su hijo y tampoco quiere decirle la gravedad de su situación. Una
joven madre magrebí está a punto de perder a su hija pequeña a manos
de los servicios sociales; ella no lo sabe, porque está trabajando,
nadie sabe dónde. Y Rafael, un abogado, marido y padre desastroso
pero con altísima conciencia social, trata -entre otras cosas- de
encontrarla y que pueda recuperar a la niña. Con él esta su hijo, un
chaval que ha perdido, por su culpa, una excursión escolar y que se
ve forzado a pasar el día con su detestable padre.
Algunas
de estas historias llegan a cruzarse en la pantalla, pero las que
mantienen el peso del argumento y su ritmo -frenético y contra reloj
en algunos momentos- son la lucha de Azucena por conservar su piso,
con la sombra de la policía judicial cerniéndose sobre ella, y la
carrera de Rafael por encontrar a la joven madre, amenazada de una
tragedia irreparable. Sobre todo la primera, que centra la película
en el drama de los desahucios: algo que parece que ha desaparecido
de la actualidad, pero que sigue sucediendo cada día con vergonzosa
frecuencia.
Juan
Diego Botto abre en canal esta realidad, ahondando en sus causas y
mostrando, de manera casi documental, la lucha de los afectados;
afectadas, habría que decir mejor, porque esta pelea la protagonizan
sobre todo mujeres, en la película y en la realidad. Aquí aparece la
apuesta solidaria del vecindario y de las asociaciones contra los
desahucios, presente de manera explícita, y no se sabe si
resolutiva, en las imágenes.
Y
también vemos la intimidad de los personajes, su carácter y sus
actitudes, en un acierto del guion que los dota de humanidad y de
cercanía, y revela sus valores y sus miedos, sus triunfos y sus
derrotas. Que también las hay, y bien amargas; pero solo las vemos
si las tenemos enfrente de nuestros ojos y no, como titula la
película, en los márgenes de esta sociedad biempensante, bien
nutrida y concienzudamente desinformada.
Por eso
obras como esta son tan necesarias, con sus mayores logros y sus
pequeños defectos, que los tiene y que son lógicos en un primer
trabajo de esta magnitud. Estos son algún titubeo, algún
sobrescrito; detalles que no empañan los aciertos: una muy buena
creación de personajes, una espléndida interpretación de Penélope,
el incombustible Luis Tosar y el joven Christian Checa a la cabeza
del reparto, y el valor y el compromiso de apostar por dar este
aldabonazo en nuestras vidas y mostrar un problema tan importante:
una tragedia, una lacra de nuestro mundo, todavía sin solucionar.
EN LOS 90
(22.06.19)
Dir.: Jonah Hill. Pro.: Jonah Hill, Scott Rudin, Eli
Bush… Gui.: Jonah Hill. Int.: Sunny Suljic, Katherine Waterston,
Lucas Hedges
Jonah Hill debuta como director tras una prolífica carrera como
actor; a sus 35 años encadena ya más de 50 títulos, en los que ha
demostrado ser un estupendo secundario –dos nominaciones al Oscar,
por Moneyball: Rompiendo las reglas (2011) y El lobo de
Wall Street (2013)-, con una envidiable versatilidad que lo hace
apto tanto para la comedia –su registro más habitual en sus inicios-
como para el drama.
En
los 90, Hill tenía la edad de su protagonista y, aunque él dice que
la película no es estrictamente autobiográfica, es evidente que
refleja una época y unos personajes que conoció muy bien. Stevie –un
estupendo Sunny Suljic, al que hemos visto en El sacrificio de un
ciervo sagrado y La casa del reloj en la pared- es un
chaval de 12 o 13 años que está de vacaciones y pasa más tiempo en
la calle que en casa. La verdad es que en casa solo suele estar su
espantoso hermano mayor, que le maltrata todo lo que puede.
Su
madre tampoco le hace mucho caso, y de su padre nunca más se supo
desde hace años. Así que Stevie disfruta de cierta libertad; la que
lo lleva de un lado para otro, a lomos de su “skate”. El patinete es
un poco infantil, y tampoco él es un experto; por eso envidia la
destreza –y todo lo demás- de una pandilla de chicos más mayores que
descubre en la Motor Avenue Skateshop, el establecimiento favorito
de los “skaters” de Palms, su barrio.
Poco a poco se va pegando al grupo, hasta que lo admiten, con cierta
guasa y conmiseración, como uno más. Se agencia un monopatín más
“profesional” y comienza una etapa de iniciación que incluye,
faltaría más, todos los placeres –y los peligros- de la vida casi
adulta. O, por decirlo mejor, de la adolescencia plena, a la que
Stevie está llegando.
Jonah Hill le ha puesto todo el cariño a la historia. Pero también
un estupendo estilo, desenfadado y preciso a la vez, que hace que
sus intérpretes se muevan en su elemento; tanto los más expertos –el
entorno inmediato de Stevie- como los otros chavales, patinadores
avezados pero actores ocasionales: los de la pandilla, sus amigos y
conocidos de las calles, las chicas que se acercan, fascinadas por
las habilidades con los “skates”… y con lo que pueden intuir.
Claro que no es la primera película que vemos acerca del despertar a
la vida desde la niñez o la pubertad –el referente más cercano,
aunque femenino, es la excelente Lady Bird-, ni hace falta
insistir en que la metáfora de los progresos de Stevie con su patín
trasluce sus avances hacia la madurez; no creo que la intención de
Jonah Hill sea pontificar ni dárselas de original. Ha rodado en 16
milímetros, con un formato cuadrado y en escenarios naturales,
porque es lo que entendió que su historia necesitaba.
Su
cámara, simplemente, ha puesto ante el espectador un pedazo de vida
de unas calles de Los Angeles, en un barrio que difícilmente saldrá
en las revistas. Y por sus rincones, sus casas, sus tiendas y sus
parques, late un grupo de personas, unos críos a los que rescata del
anonimato y los enseña con una mirada delicada, que parece inocente
pero que revela experiencia, intención y pulso cinematográfico.
En los 90 es una joyita, una pequeña fiesta para la vista y el
oído del espectador.
EN REALIDAD, NUNCA ESTUVISTE AQUÍ
(25.11.17)
Dir.: Lynne Ramsay. Pro.: Lynne Ramsay, James Wilson
Gui.: Lynne Ramsay, Rosa Attab. Int.: Joaquin Phoenix, Ekaterina
Samsonov, Alessandro Nivola.
Esta es la cuarta película de Lynne Ramsay, una directora escocesa
conocida aquí sobre todo por Tenemos que hablar de Kevin
(2011), un drama violento protagonizado por Tilda Swinton. Su nueva
obra es más bien un thriller, pero resulta aun más violento, con una
puesta en escena tan seca y cortante como una cuchillada.
Joe –Joaquin Phoenix en la pantalla, un actor sensacional y, en
alguna manera, fuera de los cánones- es un hombre duro, sin ninguna
duda a la hora de ejecutar su tarea y sin escrúpulos para asaltar,
golpear y hasta matar, si es necesario. Y si le pagan por ello. Joe
no pregunta de dónde le llegan los encargos; tiene algún contacto
que se los proporciona, y él los resuelve y cobra. Siempre con la
mayor eficacia y rapidez, ya que no discreción: su camino puede
quedar sembrado de cadáveres, eso no parece preocuparlo.
Pero un día, recibe un aviso con nombre y apellidos: el senador
Williams lo contrata para que rescate a su hija Nina, una chiquilla
que ha sido secuestrada y, según el político, maltratada, drogada y
violada. Y Joe se pone en marcha, y desencadena una sucesión de
acontecimientos a cuál más peligroso, más terrible y también más
desconcertante, feroz y repulsivo. Puede que Joe encuentre a Nina,
por supuesto; pero eso no será lo más importante.
La
narración está salpicada de insertos fulgurantes, destellos del
pasado que a su vez se van superponiendo –unos con más precisión y
justificación que otros- y permiten conocer la vida del
protagonista, desde una infancia dolorosa hasta un paso por la
guerra, una de tantas guerras que contribuyen a fabricar tipos como
este hombre sin ley aunque dueño de una moral perturbada pero
insobornable.
Y
en cada momento, el relato respira violencia y crueldad. No hace
falta que sea explícita; a veces, un cuerpo atravesado en una
esquina de la pantalla es suficiente para comprender y sentir el
ciclón de destrucción de acaba de pasar. Y la atmósfera que se
respira es tan emponzoñada y oscura que parece que la noche –una
noche de furia que nunca acaba- lo absorbe todo.
Formidable ejercicio de estilo de Lynne Ramsay, dueña
de un cine personal que da la vuelta al género; lo que en un
thriller convencional sería ritmo trepidante, aquí es introspección,
sugestión y una mirada desoladora sobre un universo en el que no
cabe la desesperación y en el que el caos es la norma.
ENTERRADO (03.10.10)
Dir.:
Rodrigo Cortés
Pro.: Adrián Guerra, Rodrigo Cortés Gui.:
Chris Sparling
Fot.: Eduard Grau Mús.:
Víctor Reyes Mon.:
Rodrigo Cortés
Int.: Ryan Reynolds
Segunda
película de Rodrigo Cortés, que ha dejado a todo el mundo con la boca
abierta. A mí me gustó mucho su ópera prima, Concursante,
que ganó en Málaga hace tres años el premio de la crítica; aunque
después hiciera una carrera comercial regular, por eso de que el cine
español aquí no nos parece importante… Cortés tiene un estupendo
currículum como cortometrajista, y ahí ha forjado ese oficio y ese
saber que demuestra en sus dos largos. Enterrado
ha ganado también el premio de la crítica en el festival de Deauville,
además de dejar muy buena impresión en Sundance y Toronto; y acaba de
empezar.
Es una película de argumento mínimo,
pero estremecedor. Paul Conroy, un transportista americano que trabaja
en Irak, ha sido secuestrado y enterrado vivo, aunque magullado y
maniatado, en un ataúd de madera bajo la arena del desierto. Cuando
comprende su terrible situación, intenta una búsqueda desesperada de
salvación. Sólo cuenta con un teléfono móvil, su mechero y alguna
cosa más –una linterna titubeante, una petaca, una pequeña navaja-
que sus captores le han dejado… con toda la mala intención del mundo.
Y no hay más: un único protagonista, un único escenario. Y qué
escenario… Una caja de madera no muy resistente por la que se cuela
arena al menor empujón, restringiendo todavía más el espacio y,
consiguientemente, el oxígeno de que Paul dispone. Un planteamiento de
auténtica película de horror, que conecta inmediatamente con uno de
los terrores más elementales del ser humano: el de parecer muerto sin
estarlo y ser enterrado vivo, por error u omisión de sus parientes y
allegados. Aquí no hay error sino maldad y eso provoca el primer pánico
del espectador.
Paul inicia una trágica carrera contra el reloj, ayudándose
fundamentalmente del móvil, que no tiene mucha batería pero que le
sirve de momento para establecer contacto con el exterior. El magnífico
guión de Chris Sparling –que nadie quiso en Hollywood, hasta que cayó
en las manos de Rodrigo Cortés- se recrea entonces en mostrar la
incapacidad humana, la insolidaridad y los peligros de las modernas
comunicaciones: los teléfonos están apagados, saltan los
contestadores, los servicios de emergencia se enredan en estúpidas
burocracias, la empresa se desentiende descarada y despiadadamente de su
empleado, los agentes del gobierno son lentos y mentirosos…
Y por el teléfono entran, por si fuera poco, las amenazas y las órdenes
crueles de los captores, que incluyen la realización de un vídeo que
coloca las imágenes del secuestrado en los ordenadores de todo el
mundo, mientras él mismo ignora su localización y padece su angustiosa
situación.
Un panorama. Pero la sabiduría de Cortés –autor también del magnífico
montaje- hace que estas circunstancias, perfectamente dosificadas,
permitan un respiro en el patio de butacas. El horror cede paso a una
estupenda maquinaria de suspense cinematográfico, en el que juegan
todos los elementos temporales y físicos: la linterna agota su pila, el
móvil su batería, la identificación del lugar se complica, la arena
entra, el oxígeno se agota, los sentimientos se desbordan.
Rodada en poco más de dos semanas, en orden cronológico y con un par
de licencias visuales de corte simbólico, la película es un “tour de
force” para su director y, desde luego, para su intérprete. Ryan
Reynolds está encerrado entre las maderas, a oscuras y solo durante
todo el metraje. Oímos otras voces por el teléfono, percibimos unas
escasas y tremendas imágenes que sacuden su pequeña pantalla… y no
hay más. Formidable interpretación, iluminada –es un decir- por la
sensacional fotografía de Eduard Grau y acompañada por la muy potente
banda sonora de Víctor Reyes; todo aquí funciona como un reloj. Con
media docena de cortos y estos dos largometrajes, Rodrigo Cortés se
revela como un maestro. Si alguien lo duda, el tiempo me dará la razón.
(http://experienceburied.com)
EN TIEMPOS DE LUZ MENGUANTE
(09.06.18)
Dir.: Matti Geschonneck.
Pro.: Oliver Berben, Dieter Salzmann. Gui.: Wolfgang
Kohlhaase.
Int.: Bruno Ganz, Sylvester Groth, Hildegard Schmahl.
Matti Geschonneck –desconocido en España- es un director alemán de
televisión, medio en el que ha realizado más de 40 películas. Nació
en 1952 en Potsdam, en la República Democrática de Alemania, de modo
que sabe de lo que habla. En tiempos de luz menguante se
sitúa en el otoño, cuando los campos amarillean, se acaba el calor y
los días se van haciendo más cortos, pero la película también
expresa el ocaso de su protagonista, de su familia y, por extensión,
de un país entero.
Wilhelm Powileit, un antiguo alto cargo del Partido Comunista
alemán, cumple 90 años. Espera recibir a su familia –hijos, nietos,
un bisnieto-, sus amigos y camaradas. El matrimonio Powileit, no
demasiado unido a estas alturas, prepara la casa, presidida por la
gran mesa que llenarán de comida para sus invitados. Lo malo es que
quien sabe armar bien la mesa es Sascha, el nieto que es el ojito
derecho del anciano.
Solo lo saben sus padres, pero Sascha ha escapado a la Alemania
Occidental en la víspera del acontecimiento. No saben cómo decírselo
al anciano ni a la familia; y menos a las autoridades que van a
imponer a Wilhelm una ostentosa condecoración; recibe también
regalos y flores, y a veces se le va la cabeza un poco; pero a cada
rato, invariablemente, pregunta por su nieto. Y al final decide
armar él mismo, ayudado por un amigo, la enorme mesa del convite.
Geschonneck pone especial énfasis en el retrato de sus personajes;
con un hábil giro de guion, parte de la figura del desengañado
Sascha para, a través de su padre, llevarnos hasta Wilhelm, sentado
en su gran sillón, que parece un trono, y dominando la casa que ya
no abandonaremos hasta el epílogo del relato. Y la atmósfera
doméstica se va haciendo cada vez más agobiante, más mortecina, más
premonitoria. Los amigos y colegas del Partido Comunista mantienen
el tipo y las buenas palabras, pero no pueden disimular el desánimo
y también el miedo.
Están en lo cierto. En pocas semanas, el mundo va a cambiar, sus
aliados van a explotar y su mismo país va a desaparecer. Y en la
pantalla flota ese inminente destino, que empieza por la misma
celebración: la familia deja ver sus fracturas, la imponente mesa se
viene al suelo y la casa es un caos. Cuando todos se marchan solo
queda en pie la figura del anciano, con su condecoración brillando
en la solapa y toda la soledad del mundo en la mirada. Él sabe de la
verdad escondida bajo tantas palabras huecas, él ya atisba el polvo
del muro derrumbándose al mismo tiempo que se le agotan las últimas
fuerzas.
El relato funciona como un reloj, en su ritmo y en su
intención, y todos sus integrantes cumplen su cometido
perfectamente; pero hay que destacar el formidable trabajo de Bruno
Ganz, un actor descomunal, infalible, eterno. Su composición del
protagonista de la historia la dota de realismo, profundidad y
dramatismo. La película es suya.
EN TIERRA DE SANGRE
Y MIEL
(04.03.12)
Dir.:
Angelina Jolie
Pro.: Angelina Jolie, Simon Crane, Graham King
Gui.: Angelina Jolie
Int.: Zana
Marjanovic, Goran Kostic, Rade Serbedzija
No
se puede discutir que Angelina Jolie ha optado por el riesgo en su debut
como directora. Pero cualquiera que conozca su trayectoria no sólo artística,
sino –sobre todo- personal, tampoco puede extrañarse demasiado al
presenciar esta dolorosa, tremenda por momentos, comprometida y valiente
película.
El relato está enmarcado en una historia de amor; que se tuerce nada más
iniciarse: Ajla, una joven artista bosnia musulmana, y Danijel, un policía
serbio, se acaban de conocer y surge el romance; pero en esos momentos
estalla la guerra. Los amantes quedan en bandos enfrentados; él se
convierte en un duro oficial del ejército, que practica una durísima
represión sobre la población civil. Hombres adultos, ancianos y niños
mueren en las trincheras o en los terribles asaltos calle por calle,
casa a casa; las mujeres corren quizá peor suerte: salvan la vida
momentáneamente, para ser juguete despiadado de los soldados, que las
humillan, las violan y abusan de ellas en todos los sentidos.
Ajla,
debatiéndose entre su amor por Danijel y sus deberes para con su
patria, vivirá un auténtico calvario. Siguiendo su rastro, su mirada y
sus sentimientos, la cámara de Angelina Jolie recorre sin
contemplaciones los escenarios de la cruel guerra serbo-bosnia. El odio
acumulado, la sed de venganza, los perores sentimientos –y unas gotas
de los mejores- afloran entre quienes hasta hace poco eran vecinos,
conocidos, amigos… Hay algunos antecedentes ilustres de imágenes
sobre este conflicto –En tierra
de nadie, de Danis Tanovic, Grbavica,
de Jasmila Zbanic, principalmente-, pero quizá ninguno con la crudeza y
la sinceridad de esta película. Para Angelina Jolie no hay buenos o
malos, no hay diferencias, pero tampoco hay excusas para la brutalidad
contra las mujeres: ellas son las víctimas, ellas son la cara más
amarga de la guerra, ellas son también las sacrificadas heroínas. (http://www.aurumproducciones.com/index.php?servicio=cine&c_pelicula_id=1624)
EN
TIERRA HOSTIL (31.01.10)
Dir.: Kathryn Bigelow
Pro.: Kathryn Bigelow, Mark
Boal, Nicolas Chartier Gui.:
Mark Boal
Int.: Int. Jeremy Renner, Anthony Mackie, Brian Geraghty
Kathryn
Bigelow es, a sus 58 años, una de las más modernas y trepidantes
directoras americanas; suyas son Acero
azul, Le llaman Bodhi, Días extraños y
El peso del agua. Le gusta la acción y lo demuestra en esta
historia, que ha rozado el Globo de Oro y que se presenta entre las
favoritas al Oscar.
En tierra hostil,
como su título indica, retrata a unos soldados americanos en un lugar
donde no son bienvenidos; hay bastantes, pero el escenario elegido es
Irak. Lo tenemos muy claro desde el principio: al acabar los títulos de
crédito, antes de empezar la acción, Kathryn Bigelow apunta que la
guerra es una droga y que crea adicción; algo que su protagonista
parece comprender –y padecer- absolutamente. El sargento William James
es un experto en desactivar minas camufladas, bombas inaccesibles y los
más peligrosos explosivos en general. Su pasión por el riesgo y sus métodos
poco ortodoxos llevan a sus compañeros al borde de la desesperación,
pero sus éxitos parecen avalar su temeridad.
La guerra –aquí la de Irak- sirve nuevamente de argumento a una película
americana; claro que ésta no es una más:
Kathryn Bigelow conduce la acción con un ritmo tan acelerado que
el espectador acompaña a los intérpretes en sus abundantes subidones
de adrenalina; la sensación de peligro no decae y, desde el primer al
último minuto, las escaramuzas mortales se suceden a una velocidad que
no permite casi ni respirar. Con un reparto de desconocidos –eso es un
acierto- salpicado por los “cameos” de Guy Pearce, David Morse y
Ralph Fiennes, En tierra hostil obtiene un evidente impacto visual.
Pero su mensaje resulta más que discutible y, quizá, un tanto
paranoico. Y tanta velocidad y tanta violencia, con un resultado más
que previsible además, llega a agotar y desinteresar.
(www.deaplaneta.com/sites/entierrahostil)
ENTRE DOS AGUAS
(01.12.18)
Dir.: Isaki Lacuesta. Pro.: Paco Poch, Rodrigo Ruiz Tarazona. Gui.:
Isaki Lacuesta, Fran Araújo, Isa Campo. Int.: Israel Gómez Romero,
Francisco José Gómez Romero, Óscar Rodríguez.
Isaki Lacuesta ganó la Concha de Oro en el reciente Festival de San
Sebastián. También la ganó en 2011 con Los pasos dobles, y la
verdad es que su carrera está jalonada de reconocimientos: La
propia piel (2017), Los condenados (2009), La leyenda
del tiempo (2006), Cravan vs. Cravan (2002)… han obtenido
premios en festivales y convocatorias diversas. Se le resisten los
Goya, pero a lo mejor este es al año.
Tengo que confesar que el premio de este último San Sebastián me
escamó un poco; es el segundo que recibe y el Festival es bastante
proclive a consagrar nuestro propio cine. Pero tras ver la película,
estoy seguro de que Entre dos aguas fue, si no la mejor, una
de las más interesantes del certamen. Está protagonizada, como La
leyenda del tiempo, por los hermanos Israel “Isra” y Francisco
José “Cheíto” Gómez Romero. Hace 12 años los dos eran unos críos y
su futuro se presentaba problemático; hoy son hombres y su presente
tampoco es muy halagüeño. Coherencia total.
Isra está en la cárcel. Lo han dejado estar presente en el
nacimiento de su tercera hija, y asiste atónito –los espectadores
también- al parto; después vuelve a prisión. Cheíto trabaja de
cocinero en la Armada y quiere juntar algo de dinero para abrir su
propio restaurante. Cuando Isra sale en libertad, lo que desea es
encontrar trabajo que le permita vivir medianamente y que su mujer
le deje volver a casa. Las dos cosas están difíciles.
La
mirada de Isaki Lacuesta nace en la orilla del Atlántico –Cádiz, la
Isla de San Fernando…- y se detiene en las figuras que pueblan el
paisaje. Es un retrato cercano, lleno de compasión y también de
realidad; es la vida de estas gentes que rozan y caen en la
marginalidad, y no es por su culpa: lo intentan todo. Lo vemos y
ellos también se explican, a su manera, sin disimulo. La película
parece un documental, pero es sobre todo por la cantidad de verdad
por centímetro cuadrado que habita la pantalla. Gracias a la
dinámica interior del rodaje, lleno de espontaneidad y de agilidad.
En los títulos de crédito, los hermanos Gómez Romero figuran como
colaboradores en el guion, porque nunca fue un texto cerrado, sino
que se trabajaba el contenido de la secuencia para que ellos la
pusieran en palabras, las suyas. De la misma manera, los escenarios
y los personajes cambiaban si era necesario, al compás del
desarrollo del relato. El guion, el rodaje y el montaje se iban así
encadenando hasta ofrecer el resultado final.
Que posee, como decía antes, y a pesar de este
procedimiento –o quizás gracias a él- una potente coherencia.
Entre dos aguas exhibe una dramaturgia vital que nace de las
historias de sus protagonistas –ayer niños, hoy adultos- para
trascenderlas y mostrar a los espectadores una realidad social que
resulta bastante triste. Como dice el propio Isaki Lacuesta, los
caminos de esas gentes cada vez son más estrechos y carentes de
posibilidades. Seguramente habrá que esperar a una tercera aparición
de Isra y Cheíto para saber qué ha sido de sus vidas y cómo han
logrado –esperemos- la redención.
ENTRE NOSOTRAS
(13.02.21)
Dir.: Filippo Meneghetti.
Pro.: Laurent Baujard, Pierre-Emmanuel Fleurantin.
Gui.: Filippo Meneghetti, Malysone Bovorasmy. Int.: Barbara
Sukowa, Martine Chevalier, Léa Drucker.
Primer largometraje de este director italiano (Padua, 1980) que
trabaja en Francia; debut que sin duda muestra signos de
absoluta madurez en todos sus aspectos. La película triunfó en
su estreno en Toronto, ganó dos premios en el 25º Festival de
Orense y otros dos en los Lumière de la prensa extranjera en
Francia: mejor ópera prima y mejor interpretación femenina para
sus dos protagonistas. Está nominada a los Globos de Oro y, de
momento, a los Oscar como película internacional.
Distinciones todas ellas muy merecidas, empezando por las de sus
dos grandes actrices, Barbara Sukowa y Martine Chevalier. Ellas
son Nina Dorn y Madeleine Girard, dos mujeres maduras que han
escondido su relación desde hace años. Aparentemente, son solo
dos vecinas que viven en un pueblo francés, en dos apartamentos
en la misma planta de un edificio; pero en realidad hacen vida
en común en uno o en otro. Quizá más, por el momento, en el de
Madeleine, porque están a punto de desprenderse de él. La idea
es venderlo y marcharse juntas a Roma, donde nadie las conozca.
Madeleine es viuda y tiene dos hijos. Debe explicarles la
situación, pero hay que comprender que no es tarea fácil. ¿Cómo
decirles: “nunca quise a vuestro padre, amo a una mujer, voy a
vender el piso y me voy con ella a otro país”? La verdad es que
lo intenta, pero no lo consigue; hasta el punto de que Nina se
enfada con ella y pone en duda su determinación. Y entonces
ocurre algo, un acontecimiento que linda con la tragedia y que
hace que las vidas de las dos mujeres cambien para siempre.
Este
momento marca un punto de inflexión en la película; no solo por
el giro del argumento, sino porque el punto de vista cambia
también y pasa de Madeleine a Nina, que asume el protagonismo y
actúa como determinante de la acción. Aun no lo sabemos, pero
este giro acabará por explicitar la extraña secuencia que abre
la película, un juego infantil que se vuelve siniestro y que
tanto puede ser recuerdo como premonición o simplemente
pesadilla. Y el título original de la película, Deux –Dos-,
recoge perfectamente el universo cerrado y excluyente que la
conforma: son solo ellas dos, Nina y Madeleine, las que lo
habitan.
Hay
más gente, claro: los hijos de Mado y su nietecillo, la mujer
que cuida, un breve tiempo, de esta… Pero son presencias
tangenciales; solo quizá la hija, por su cercanía y su poder de
intervención, llega a constituir una amenaza real para la pasión
de las dos vecinas y amantes. Y las dos, cada una en su momento,
lucharán –desde el miedo y la duda o desde la voluntad
irrefrenable- para conseguir su objetivo.
La
película es un carrusel de emociones, casi un thriller
sentimental –si hace falta, inventamos el género-, que discurre
con excelente pulso; incluso con instantes de tensión dramática
muy bien planificada. Hay una pulsión entre los dos apartamentos
del rellano –a veces se divisa uno a través de la puerta del
otro, como en un juego de espejos que los identifica- semejante
a la que va de una a otra protagonista, y la cámara viaja con
ellas convirtiendo al espectador en un mirón a su pesar, a veces
complacido, a veces asustado. Baste recordar la estupenda
secuencia final, que resume, como es debido, todo el relato.
No
se puede terminar esta crítica sin resaltar, otra vez, el
extraordinario trabajo de sus dos actrices: la ya consagrada
Barbara Sukowa y la menos conocida Martine Chevalier dan un
recital de interpretación, desde la sutileza al desgarro, desde
la mirada al gesto, al silencio, a la palabra. Magnífica baza en
una obra contenida, inteligente, valiente y emocionante. Gran
cine.
EN UN BARRIO DE NUEVA YORK
(19.06.21)
Dir.:
Jon M. Chu. Pro.: Quiara Alegría Hudes, Lin-Manuel Miranda, Anthony
Bregman, Mara Jacobs, Scott Sanders. Gui.: Quiara Alegría Hudes, Lin-Manuel
Miranda. Int.: Anthony Ramos, Corey Hawkins, Leslie Grace.
En un
barrio de Nueva York
-o In the Heights, que es su título original- procede del
musical estrenado en Broadway, del que hereda todas las partituras
de Lin-Manuel Miranda y adapta las danzas y escenarios a las calles
del barrio de Washington Heights, poblado de cubanos,
puertorriqueños y dominicanos. Algo así como otro West Side Story,
en el que quien hace de Jerome Robbins es Jon M. Chu.
Chu es
un director americano de origen chino -otro más-, descubierto por
Spielberg en 2002 cuando vio su corto When the kids are away.
Ha dirigido videos, televisión y documentales musicales -un par
dedicados a Justin Bieber- y largos como Street dance,
Step Up 3D, The LXD -más musicales-, G.I. Joe: La
venganza, Ahora me ves 2 y Crazy Rich asians, algo
así como Mi gran boda en Singapur, un taquillón en América,
estrenada aquí al comienzo de la pandemia. Es también músico y
especialista en potentes coreografías, así que este proyecto le
venía como anillo al dedo.
La
película repasa la vida y milagros de un grupo de inmigrantes de
primera y segunda generación que recorren las calles del barrio con
un ojo puesto en su país de origen y otro en su futuro en la tierra
de promisión que les entorna -abrir sería mucho decir- sus puertas.
El eje del relato es Usnavi, un joven que regenta el supermercado
heredado de su padre. También le debe el nombre, que viene de un
barco de la armada americana que lo lucía en su costado: US Navy. A
su progenitor le encantó y se lo puso al nacer.
Usnavi
sueña con volver a la República Dominicana, a sus playas, sus
gentes, su vida fácil y tan luminosa. Mientras ese espléndido futuro
llega, intenta sacar adelante su tiendecita y, sobre todo,
conquistar el amor de Vanessa, la chica dueña de su corazón. No es
único que sufre mal de amores: su amigo Benny no puede consolarse de
haber perdido a su amada Nina, que se marchó a estudiar a la
universidad; cuando ella regresa, no se sabe por cuánto tiempo,
siente encenderse de nuevo su pasión. Nina y Vanessa son bastante
esquivas a los requerimientos de sus enamorados, y eso le aporta una
evidente y calculada tensión sentimental al argumento.
Hay más,
naturalmente. Hay más personajes -la impagable abuela Claudia,
Kevin, el padre de Nina, las deliciosas peluqueras colegas de
Vanessa, el ilusionado Sonny, las gentes del barrio- y, sobre todo,
hay música y canciones. Muchas, hasta diecisiete números musicales;
la mayoría acompañados de estupendas coreografías. Algunos,
magistrales; y todos perfectamente engarzados en el transcurso del
argumento.
Tanto,
que lo que a veces no queda demasiado bien son los momentos de
pausa, en los que los personajes se toman un respiro para explicarse
hablando. Son necesarios, pero se rompe el ritmo y cuesta volver a
entrar en la dinámica; quizá alguno es demasiado largo y demasiado
explicativo… Y por ahí va el aspecto menos afortunado de la
película: por debajo de esa línea de leve añoranza de sus orígenes y
de un más frágil aun apunte sociológico -cómo el barrio sufre
evidentes problemas económicos-, el principal agobio de los
protagonistas es llegar a resolver sus ansias amorosas, lo que
resulta encantador para un público poco exigente, pero muy
previsible y poco consistente en realidad para tanto jaleo, tanta
gente y -sobre todo- tanto metraje.
En
resumen: En un barrio de Nueva York es una película hecha
para gustar: muy bonita, casi toda entretenida, con unos personajes
muy simpáticos y cariñosos y con una banda sonora sobresaliente. Y
si no es toda ella también sobresaliente es por esas oquedades que
se esconden en su factura y que la hacen pelín tramposa, buenista y
superficial.
EN UN LUGAR SALVAJE
(12.06.21)
Dir.:
Robin Wright. Pro.: Holly Gibney, Leah Holzer, Lora Kennedy,
Peter Saraf, Allyn Stewart. Gui.: Jesse Chatham, Erin Dignam.
Int.: Robin Wright, Demián Bichir, Sarah Dawn Pledge.
Robin Wright es una estupenda y muy conocida actriz; modelo en
su adolescencia e intérprete de 60 títulos de cine y televisión
desde su debut a los 17 años con La rosa amarilla (1984),
su carrera comprende algunos inolvidables como La princesa
prometida, Forrest Gump, Mensaje en una botella,
El protegido, Nueve vidas, Millennium,
Wonder Woman y, por supuesto, House of Cards. Y ha
hecho un par de cosas de muchísimo riesgo, como dirigir un
largometraje y casarse con Sean Penn.
Superado lo segundo, nos centraremos en lo primero, su debut en
la dirección de cine con En un lugar salvaje, la película
que también protagoniza. Ella es Edde Holzer, una mujer arrasada
por una tragedia familiar. Sola y con una vida sin rumbo, decide
abandonarlo todo y marcharse hacia lo desconocido. Este punto de
partida la emparenta irremediablemente con la Fern de
Nomadland, pero enseguida acaban las semejanzas. Al menos,
entre las protagonistas; porque mientras Fern se mueve sin cesar
y pelea por un futuro, Edee se instala en lo más recóndito de
las Montañas Rocosas y permanece inmóvil sin ninguna esperanza
ni deseos de vivir en comunidad. Su duelo la aparta de las
gentes, de la civilización y de todo cuanto formaba su
existencia anterior.
Encuentra una cabaña abandonada, lleva allí los víveres y
herramientas que puede transportar y afronta su inmediata y
definitiva soledad. Esta es la clave del argumento, muy
brillante en esta primera parte: nadie sabemos realmente en qué
consiste la soledad de los demás; cómo la sobrellevan, qué
sueños, qué miedos, qué fantasmas la pueblan; cómo la asumen, la
soportan o sucumben; cómo acaba el desigual combate.
A
Edee sí la vemos pelear, casi cada minuto. Una majestuosa Robin
Wright compone este personaje tremendo, silencioso, valiente y
tenaz hasta el límite de sus fuerzas.---
Que
poco a poco van debilitándose, al ritmo que sus provisiones
escasean, la casa se tambalea y la naturaleza le muestra su lado
más hostil, convirtiéndose en protagonista principal de la
historia con toda su inmensidad: el viento es ahora un huracán,
el río ruge con violencia, la lluvia es diluvio feroz y pronto
nieve que todo lo cubre y lo hiela.
Edee
sucumbe y se deja ir. Y solo la salva in extremis la aparición
de Miguel, un avezado cazador que la descubre casi por
casualidad. Llama en su auxilio a Alawa, una enfermera del
poblado más cercano, y entre los dos consiguen sacar a Edee de
su postración. Se inicia entonces una relación entre Miguel y
ella, que empieza por intentar asimilar las nociones más básicas
de supervivencia y alimentación, y acaba por forjar una amistad
sólida y mutuamente beneficiosa.
Quizá la película decaiga un poco en su emoción en esta segunda
parte, que tiene menor dramatismo personal -la soledad es ahora
conocida y compartida- y un desarrollo más previsible y menos
exigente; sin embargo, el mensaje que subyace también
tiene validez y es consecuente con la situación inicial: tras el
dolor, esperanza; tras la tragedia y la pérdida, la posibilidad
de una transformación personal basada en la solidaridad y la
generosidad.
En
cualquier caso, la capacidad narrativa y visual de Robin Wright
queda demostrada. Con un plus para su director de fotografía
Bobby Bukowski, capaz de retratar la naturaleza en todos sus
aspectos, Wright conduce el relato y a sus protagonistas
-incluida ella, algo siempre complicado- con absoluta solvencia.
A los dos lados de la cámara, ella es la dueña de En un lugar
salvaje, una película sincera, muy bien elaborada y muy
interesante.
EN UN MUNDO MEJOR
(03.04.11)
Dir.: Susanne
Bier
Pro.
Sisse Graum Jørgensen Gui.
Anders Thomas Jensen
Int. Mikael Persbrandt, Trine Dyrholm, Ulrich Thomsen
Susanne
Bier –la directora de Hermanos,
Después de la boda y Cosas
que perdimos en el fuego, entre otras- ha conseguido, además del
Globo de Oro, un nuevo Oscar para Dinamarca, que no lo ganaba desde El
festín de Babette y Pelle el
conquistador, en 1988 y 89, respectivamente. Según ella misma
confiesa, y es muy evidente en su obra, a Susanne Bier le interesan los
seres humanos: su naturaleza y sus problemas vitales; su fragilidad, sus
dudas y sus incertidumbres más aún que sus certezas. Personas como
Anton, el protagonista de En un
mundo mejor: un
médico danés que trabaja en África con los enfermos –mujeres, niños
desnutridos, ancianos y jóvenes lisiados y heridos- de un campo de
refugiados en un país indeterminado asolado por la pobreza, la hambruna
y la más cruel guerra tribal. Con absoluta escasez de medios, sobreponiéndose
al horror de cada día, Anton se esfuerza tenazmente sin dejar resquicio
al miedo ni al cansancio y concediéndose sólo una pausa para volver,
de tiempo en tiempo, a su casa, a la confortable monotonía de una
provinciana ciudad danesa.
El contraste entre la polvorienta, tórrida y peligrosa aldea africana y
la civilizada, ilustrada y sólida sociedad europea es brutal. Pero en
el hogar también surgen problemas: Anton ve como su matrimonio se
deshace, y su hijo sufre graves problemas en el colegio; para colmo, ha
hecho amistad con otro niño, un chaval inteligente y decidido pero
extremadamente violento. La vida de los niños ofrece otro dramático
contraste: los africanos, pobres y al borde de la extenuación, comen
migajas y ríen disputándose un balón de fútbol, mientras el alma se
les sale por los ojos enormes, negros como la noche sobre sus cabañas;
los daneses, bien educados y alimentados, con todo a favor de su futuro,
sufren en medio de
la abundancia la pérdida familiar y la deshumanización consumista
y agresiva del primer mundo.
Elías, el hijo de
Anton, acusa la separación de sus padres, y su amigo Christian vive una
realidad aún peor: acaba de perder a su madre, y el padre está más
atento a sus negocios que al chaval; al desconcierto del primero se une
la rabia interminable del segundo. Juntos, pueden provocar una catástrofe
considerable. Mientras, Anton, que entre ausencia y ausencia trata de
recuperar a su mujer y de educar a su hijo en los valores cívicos y
morales que le parecen más importantes, vive en África auténticas
calamidades: allí no hay más alternativa que sobrevivir a toda costa,
en medio de la ferocidad de los señores de la guerra, de las
enfermedades y de la miseria.
Susanne Bier y su guionista han calibrado perfectamente el ritmo dramático
de este relato que va y viene entre los dos continentes. De hecho, la
directora danesa ya ha demostrado su dominio de la narración
fragmentada, alternando el punto de vista o mostrando el peso del pasado
en el presente, por ejemplo en Hermanos
y en Después de la boda, en la que, además, la acción viaja también
de África a los países nórdicos. No es tarea fácil, porque hay que
poseer una exacta medida de los vaivenes de la historia para que los
espacios y los tiempos, y los personajes que los habitan, no se pierdan
de la memoria al mismo tiempo que de la vista del espectador.
También ayuda, como es natural, la calidad de esos personajes, la
hondura y la veracidad de sus caracterizaciones. Los cuatro
protagonistas –el desconcertado Elías, sus padres y su amigo
tremendo- son personas de carne y hueso, absolutamente reconocibles,
cercanas y comprensibles; sus vidas laten en la pantalla y la desbordan,
maravillosamente retratadas por los intérpretes que los encarnan.
Como señalaba al principio, En un
mundo mejor ganó el Oscar hace unas semanas, arrebatándoselo a Biutiful; nada que objetar, porque la película de Susanne Bier es
una obra extraordinaria: sincera, solidaria, profunda y emotiva. Y
cinematográficamente sobresaliente: quizá lo mejor de la cartelera en
lo que va de año. (www.sonyclassics.com/inabetterworld/)
ÉRASE UNA VEZ
EN ANATOLIA
(24.03.13)
Dir.:
Nuri Bilge Ceylan
Pro.: Zeynep Ozbatur Atakan Gui.: Nuri Bilge Ceylan, Ebru
Ceylan, Ercan Kesal
Int.: Muhammet Uzuner, Yilmaz Erdogan, Taner Birsel
Nacido en
Estambul en 1959,
Nuri Bilge Ceylan se dio a conocer en todo el mundo con su tercera
película: Lejano (2002), que ganó, entre otros muchos galardones,
el Gran Premio Especial del Jurado en Cannes y el FIPRESCI en San
Sebastián. Después dirigió Los climas (2006, Premio FIPRESCI en
Cannes) y Tres monos (2008, Premio al mejor director, también en
el gran festival francés). Y esta nueva película también le valió el
Gran Premio del Jurado en Cannes, además de ganar en Karlovy Vary y
Dublín.
Todos estos
reconocimientos no le han servido al director turco para alcanzar la
popularidad, seguramente por eso mismo: es un director especialmente
turco, y su cine es un cine absolutamente turco. Desde luego, lo es esta
película: Érase una vez en Anatolia. Transcurre en esas tierras,
cuna de las más antiguas civilizaciones, elegida sin duda por Nuri Bilge
Ceylan para dar coherencia a su relato –posiblemente muy cercano a una
historia real-, a sus personajes y escenarios, y a su ritmo, ese latido
profundo, atávico, casi misterioso, que impregna toda la obra.
En mitad de la nada, en un paisaje desolado atravesado por una carretera
estrecha por la que no transita nadie, aparece de repente una caravana
de vehículos sorprendiendo al atardecer amodorrado. Un par de coches
viejos y detrás una camioneta militar. Cuando parece que van a seguir
rodando hasta el infinito, se detienen en lo que casi es un oasis: una
fuente desvencijada, un par de arbolillos… Y de los coches empiezan a
descender sus ocupantes. Enseguida, con cuatro palabras, comprendemos lo
que está pasando: esas personas tratan de localizar el lugar en el que
está enterrado un cadáver; posiblemente, la víctima de un crimen.
Tres o cuatro policías acompañan a un detenido cuneta abajo; junto a los
vehículos aguardan unos soldados, el juez de instrucción, el forense,
los conductores… El intento fracasa: aquel no es el paraje que se busca.
Vuelta a la carretera, nueva parada y nuevo fracaso; y un poco más allá,
la misma situación. Y se está haciendo de noche, y la prudencia y el
cansancio, y el aburrimiento infinito de un trámite tantas veces
repetido aconsejan llegar al pueblo más cercano y buscar la hospitalidad
del alcalde, que, como autoridad máxima del lugar, debe darles cena y
cobijo en su propia casa.
Ceylan consigue que parezca que en su película no hay actores; cada uno
de los personajes conforma una auténtica crónica de la sociedad que los
alberga: la posición casi acomodada de las autoridades; los modos
desmañados de los servidores de la justicia; la austeridad cercana al
desamparo, a la pobreza, de la gente del campo. Y la ignorancia y la
sordidez que rodea el caso, desde la brutalidad o la adulación policial
–depende a quién se dirija- y la meticulosa eficacia militar, hasta el
desdén atemorizado del autor confeso de la fechoría.
Cuando acaba la
noche –iluminada un instante por la belleza sobrenatural de la hija del
alcalde, una chiquilla que parece escapada de un cuadro de Vermeer-,
todos recobran su puesto y la rutina continúa hasta alcanzar su
objetivo.
Sin embargo, ahí empieza otra película. El escenario ahora es urbano y
el juez Nusret y el doctor Cemal –este sobre todo- pasan a ser los
protagonistas absolutos. La mirada de Ceylan los acompaña en los pasos
finales de la burocracia forense: el asesino es llevado a la cárcel
entre la ira del vecindario, y la víctima yace ya en la mesa de
autopsias, dispuesto a revelar sus últimos secretos. Una capa de
indiferencia culpable, la misma que cubría el paisaje sombrío del
comienzo, cae sobre las personas y las anula y las diluye.
Érase una vez en Anatolia…
unos personajes, unos sucesos, una historia real, quizás… Pero sobre
todo una atmósfera, un sentimiento, un universo atrapado entre las
cuatro esquinas de una pantalla: una lección de cine. (http://www.nbcfilm.com/anatolia/anatolia.php?mid=1)
ÉRASE UNA VEZ EN... HOLLYWOOD
(07.09.19)
Dir.:
Quentin Tarantino.
Pro: Quentin
Tarantino, David Heyman, Shannon McIntosh.
Gui.: Quentin Tarantino. Int: Leonardo DiCaprio, Bradd Pitt,
Margot Robbie, Al Pacino.
Novena película de Quentin Tarantino que, como él
mismo se ha encargado de difundir, es la penúltima de su
carrera. No sé si creérmelo, y en todo caso sería una pena que
el autor de Reservoir Dogs, Pulp fiction, Kill
Bill, Django desencadenado y las otras cuatro que
faltan, cumpliera su palabra.
De cualquier manera, esta es como definitiva porque es
una especial declaración de amor al cine. Podrá hacer una o más
películas o pasarse al negocio de las series o fichar por Netflix, pero lo más parecido al cine que puede hacer ya lo ha
hecho.
Dice Tarantino que esta es su
Roma –la película de Cuarón-, y es verdad que coinciden en
el aspecto sentimental, pero el mejicano es el propio
protagonista de su historia y su película, y Tarantino relata
sus sueños y cómo cambió su escenario, y sus personajes son
otros. Concretamente, sus protagonistas son quienes mejor
encarnan esos sueños; suyos y de cuantos participan de la
liturgia del cine: los actores.
El primero es un tal
Rick Dalton, que se parece a Leonardo DiCaprio; ha sido una
estrella de la televisión y ahora pasa por sus horas más bajas
trabajando como secundario en producciones poco rutilantes. Con
él va Cliff Booth -este se parece más a Brad Pitt-, que es su
eterno doble de acción, a más de amigo del alma y chico para
todo. A estas alturas ninguno de los dos espera recobrar o
alcanzar la gloria. Y luego está
Sharon Tate, encarnada por Margot Robbie en un derroche de
talento. La actriz vive en la mansión de al lado de Rick, casada
con el gran Roman Polanski.
Es Hollywood, y es 1969,
el año en que todo cambió. Todavía es la fábrica de los sueños,
pero su época dorada está a punto de terminar. Aun Rick y Cliff
exprimen sus últimos cartuchos; el primero todavía puede hacer
de malo en espagueti westerns, aunque se arriesgue a recibir
lecciones de la actriz más joven del reparto, y el otro sigue
probando suerte con resultados diversos mientras cabalga en el
auto de su amigo escuchando la música de la época. Todos
contagiados de la esperanza, la felicidad y la ingenuidad que
transpira Sharon, protagonista de una escena clave del filme:
en la pantalla se desarrolla una película que muestra a una
actriz que va al cine a ver una película que interpreta su
personaje: cine dentro del cine
dentro del cine, una auténtica carambola plena de intención.
Pero todo el rato –o casi- la
película es tan evocadora como intensa; es un viaje en el
tiempo, en el que Tarantino recupera su pasado y su memoria para
poner en la pantalla un fragmento, unos retazos, de un tiempo
que se fue. En el verano de ese año, en su casa de Benedict Canyon, Sharon Tate fue asesinada por la tribu de Charles Manson
y Hollywood perdió su virginidad y su vitalidad para convertirse
en otra cosa. Y Tarantino nos lleva hasta las puertas de ese
momento, bien que para dar una versión ciertamente original
aunque igual de definitiva.
¿Esto no es Tarantino? Esto no es Reservoir Dogs, desde
luego; pero de lo que no me cabe duda es de que esta es la
película más personal, consciente y poética del cineasta. No
será una obra maestra porque, en
definitiva, las obras que se hacen con el corazón, por no decir
con las tripas, resultan menos perfectas, pero sí más apasionantes.
Y para cualquiera que ame el cine -americano o de cualquier
latitud-, la pasión siempre es de agradecer.
ESPÍAS
(28.06.15)
Dir.:
Paul Feig
Pro.: Paul Feig, Peter Chernin, Jessie Henderson Gui.: Paul Feig
Int.: Melissa McCarthy, Jude Law, Jason Statham
Paul Feig lleva
el gen del cine –y la televisión- en su ADN. Es actor desde muy joven,
productor y director de un lote importante de episodios de series además
de media docena de largometrajes, y con cierta frecuencia también
guionista; en la pantalla grande firmó Life sold separately
(1997), La fuerza del valor (2003), ¡Peligro! menores sueltos
(2006) y, sin previo aviso, La boda de mi mejor amiga (2011), esa
descacharrante historia que reunía a Kristen Wiig, Maya Rudolph, Rose
Byrne y, precisamente, Melissa McCarthy, la baza de más “tonelaje· de la
historia. Después, McCarthy formó con Sandra Bullock una improbable
pareja de policías en Cuerpos especiales (2013), y ahora
protagoniza Espías, esta aventura de agentes y espías en clave
cómico-feminista; se ve que le ha cogido gusto al personaje.
Que, al principio, despista: la película comienza con un homenaje en
toda regla a los cánones fijados por la serie 007.
En una espléndida mansión,
al borde de un lago espectacular, un apuesto y atrevido agente secreto
vive una trepidante y arriesgada misión. ¿James Bond, quizá? No, esta
vez se trata de Bradley Fine, la estrella actual del MI6 británico. Se
mueve como pez en el agua en los lujosos salones, entre las sofisticadas
señoras y envuelto por la banda sonora de rigor mientras trata de
alcanzar su objetivo. Todo el tópico.
Fine es un espía acostumbrado a triunfar, pero la verdad es que la mitad
–por lo menos- de su éxito se lo debe a la abnegada y vigilante Susan
Cooper, que desde la central de inteligencia le guía con sus
herramientas de última generación –sensores, visores, micro-micrófonos y
demás- y le advierte de las dificultades y peligros que le acechan a
cada momento.
En la aventura presente, la
situación parece controlada y de la máxima eficacia… hasta que todo se
tuerce. Tras sobrevivir a múltiples escaramuzas y salvar infinitas
trampas, cuando parece alcanzar el triunfo, Fine cae en una emboscada y
es eliminado; su misión ha fracasado y la humanidad entera está en
peligro ante el ir y venir de una terrible arma nuclear, que todos los
malvados quieren poseer. La única solución parece ser que un nuevo
agente, lo más desconocido posible, se ponga a la tarea.
Y lo más desconocido e improbable resulta ser Susan, la humilde –aunque
eficaz- funcionaria, inexperta –pero testaruda-, metida en años –y en
carnes- y bastante desastrosa en las relaciones profesionales y
sociales. Por alguna oscura razón, parece incluso mejor que el agente
Rick Ford, que sería el relevo natural de Fine si no fuera porque es un
completo gilipuertas. Así que será ella, la buena de Susan, quien tendrá
que enfrentarse a las más disparatadas situaciones, los riesgos y las
emociones y las peleas, los tiros y las persecuciones –unas veces
delante y otras detrás- que le trae su nueva actividad.
Nueva vuelta de tuerca del género de espías y del subgénero Bond, con
todos los elementos puestos esta vez en manos de esta especial agente
especial. No es que haya nada demasiado nuevo en el argumento, por más
que de vez en cuando asome la sorpresa, más o menos conseguida. Paul
Feig hace su apuesta basándose en la fuerza de su protagonista,
imposible pero a la vez cercana, como esos personajes a los que no sabes
si querer o detestar y que al fin acaban por ganarte por su propia
elementalidad.
Eso sí, en la comedia transgresora que se lleva ahora –de Apatow para
acá- y que Feig quiere transitar, se echa de menos entre estos Espías
ese elemento escatológico que, maloliente y todo, contribuye a
elevar el tono de la provocación. Parece que aquí la opción del
transgénero del héroe de acción es el máximo riesgo que se ha asumido.
Ese, y la oportunidad de que los intérpretes se explayen a gusto en sus
arquetipos: guapo de la muerte Jude Law, mala malísima Rose Byrne, tonto
del bote Jason Statham y Melissa McCarthy, con licencia para matar… de
risa. (http://www.foxmovies.com/movies/spy)
EXODUS:
DIOSES Y REYES
(07.12.14)
Dir.: Ridley Scott
Pro.: Ridley Scott,
Peter Chernin, Mark Huffan, Michael Schaefer
Gui.: Adam Cooper, Bill Collage, Jeffrey Caine, Steven Zaillian
Fot.: Dariusz Wolski Mús.:
Alberto Iglesias
Int.: Christian
Bale, Joel Edgerton, Ben Kingsley, María Valverde
¿Quién puede
discutir a estas alturas que Ridley Scott es uno de los grandes nombres
de la historia del cine? A sus 77 años, con 50 de carrera como director
y productor de títulos inolvidables como Los duelistas, Alien, Blade
Runner, Black rain, Thelma y Louise, Gladiator, Hannibal, American
gangster y otros muchos –quizá ya no tan memorables-, tiene
asegurado su puesto en el Olimpo. Y es envidiable su capacidad y su
energía para seguir en la brecha, sin importarle su edad y muy a menudo,
además, con producciones complejísimas, espectaculares y de alto
presupuesto y riesgo parecido.
Es evidente que lo asume y que le gusta este cine de grandes
proporciones. Este Exodus, una vuelta de tuerca sobre un
referente de propósito semejante como Los diez mandamientos de
Cecil B. DeMille (1956) –nada menos- es la mejor prueba. ¿Cómo queda en
la comparación? De momento, la película de DeMille duraba 3 horas 40
minutos; la de Scott, 2 horas y media; pero parece igual de larga. Por
culpa del guion, desde luego: a Steve Zaillian le hemos visto trabajos
estupendos, firmados por él solo; se ve que aquí los otros estaban para
estorbarlo. La escritura es muy desigual, con momentos muy brillantes y
algunos francamente malos, innecesarios y hasta pueriles. Entre los
textos más pegados al relato bíblico y los de cosecha propia, hay un
evidente desfase. Como sucede con los personajes: cuesta un poco ver a
John Turturro como faraón, y no digamos a Sigourney Weaver como faraona…
Por allí anda también un trotón Ben Kingsley… y eso sí, María Valverde
está estupenda –y muy jovencita siempre- como Séfora, la mujer de Moises.
Christian Bale hace lo que puede, primero como un guerrero egipcio que
parece sacado de un videojuego y luego peleándose con una barba postiza
cada vez más larga -y más postiza-, y con un Yahvé autoritario y
violento. El dios de los hebreos, por un capricho de los autores, está
personificado en un chaval de malos pelos y mirada aviesa, que tiene a
Moisés aterrorizado y compungido; sobre todo cuando se le ocurre
castigar a los egipcios con las diez terribles plagas… No lo dice la
Biblia y tampoco la película, pero no se explica uno cómo ese pueblo
pudo sobrevivir a semejante castigo: tan cruel y –en la película- tan
largo.
Es verdad que ese momento es el eje dramático y narrativo de la obra.
Hasta ahí, la madurez de Moisés –se nos ahorra el episodio de su
nacimiento y su salvación de las aguas-, convertido en general del
ejército y hermano adoptivo de Ramsés; capaz de salvarle la vida en una
batalla contra los hititas –totalmente gratuita y que solo sirve para
que Scott comience la narración en todo lo alto- y de ser desterrado
después por el mismo faraón, cuando se revela su verdadero origen. Después de las plagas, el auténtico éxodo del pueblo hebreo, convertido
al final en una carrera frenética –los momentos de mejor ritmo de la
película- hasta el “crescendo” del paso del Mar Rojo. Y el relato acelera a partir de ahí, como si todos fueran
conscientes de que el metraje ya va siendo suficiente. En realidad, es
probable que así haya sido, y que el próximo “montaje del director” nos
ofrezca media horita más; y puede que incluso quede mejor. Aunque lo que
no hace falta es que se añadan más efectos de imagen: entre tanta
maqueta, tanta animatrónica, tantos trucos visuales y tantísimas
muchedumbres digitales, casi no queda espacio para la acción real. Y ese
es otro defecto, no solo de esta película, sino de todo este estilo de
productos: que quieren apabullar y asombrar… y la verdad es que no lo
consiguen: todos esos alardes están ya más que vistos y no ofrecen nada
nuevo.
Pero lo que también es evidente, y no sería justo omitirlo, es el enorme
trabajo que supone un empeño de estas características; y el talento, que
asoma a ráfagas, de sus creadores, y los momentos, entre el barullo, de
cine de sobrada calidad.
(http://www.exodusgodsandkings.com/#home)
EXPEDIENTE 64. LOS CASOS DEL DEPARTAMENTO Q
(15.12.18)
Dir.: Christoffer Boe. Pro.: Louise Vesth, Fabian
Gasmia.
Gui.: Nikolaj Arcel, Bo Hr. Hansen, Mikkel Nørgaard. Int.: Nikolaj
Lie Kaas, Fares Fares, Fanny Bornedal.
Ya
era hora de prestar atención a esta serie Los casos del
departamento Q, que va por su cuarta película –tras
Misericordia, Profanación y Redención-, y cuarto
episodio también de los siete publicados por Jussi Adler-Olsen, uno
de los más potentes autores de la novela negra nórdica. Este filme
lo ha dirigido Christoffer Boe –Reconstruction, Todo irá
bien-, que continúa los trabajos de Mikkel Nørgaard y Hans
Petter Moland en los anteriores.
Los protagonistas siguen siendo los mismos: Lie Kaas y Fares
interpretan a Carl Mørk, el taciturno y malhumorado policía, y a su
ayudante el enigmático Assad. El éxito de estos dos personajes es
tan rotundo, que uno no puede leer las novelas de Adler-Olsen sin
verlos representados en sus páginas. Ellos trabajan en el sótano
atiborrado de carpetas y legajos que la jefatura de Copenhague les
ha dejado para que resuelvan los casos más improbables, los que
nadie ha sido capaz de solucionar.
Y
ahora se enfrentan a uno verdaderamente siniestro. Emparedados tras
un tabique han aparecido tres cadáveres, sentados ante una mesa en
la que también hay una silla vacía, como esperando a un cuarto
comensal. Llevan ahí bastantes años, evidentemente, así que su
identificación no resulta fácil. Y cuando, poco a poco, se van
descubriendo las circunstancias del probable crimen, las pistas
conducen hasta los residentes en el antiguo hospital de la isla de
Sprogo.
“Las” residentes, más bien, porque la mayoría de las personas que
vivían en la institución eran mujeres, chicas jóvenes. De vida
difícil, rebeldes o descarriadas, como las denominaban las
autoridades y los familiares que las encerraban allí. Y allí sufrían
vejaciones, abusos sexuales y hasta ensayos y operaciones secretas,
siempre involuntarias, que podían cambiar su destino como mujeres y
como personas. El hospital de Sprogo es, de alguna manera, el
protagonista de la película. Pero fue también una triste realidad en
la Dinamarca de los años 80.
Aunque todavía no lo saben, Carl Mørk y Assad se enfrentan a la
herencia de aquellos años negros. El espectador lo sabe algo mejor,
porque el relato retrocede y avanza para mostrar cómo era la vida en
Sprogo, a la vez que el progreso, siempre lento, de las
investigaciones actuales. Pero parece que los experimentos con las
internas, y sus infames justificaciones se siguen produciendo de
forma mucho más sofisticada y con mayor impunidad aun. Ese es el
rastro que los policías siguen, naturalmente con grave riesgo de sus
vidas.
Mørk y Assad son personajes reales, con sus problemas, sus dudas e
incluso sus fuertes desencuentros, como los de esta película. No son
superhéroes infalibles e invulnerables; de hecho, sufren palizas y
tiroteos en cada episodio; solo les salva su voluntad de llegar
hasta el final de cada caso al que se enfrentan.
Christoffer Boe lo ha entendido bien, al igual que sus antecesores,
y su Expediente 64 reúne todos los valores de la serie:
crímenes que resucitan el pasado, apuntes socio-políticos de la
realidad danesa, ambientes oscuros y fríos y retrato, en suma, de
personas corrientes y normales. Aunque alguno esconda, bajo su
máscara, el rostro siniestro del criminal.
EXPIACIÓN
(13.01.08)
Dir.: Joe Wright
Pro.: Tim Bevan, Eric Fellner
Gui.: Christopher Hampton
Int.: Keira Knightley, James McAvoy, Romola Garay, Vanessa Redgrave
Jóvenes
ilustres se unen a Vanessa Redgrave y Christopher Hampton –reputado
guionista y también director de Carrington
y El agente secreto-: James
McAvoy –antes protagonista de El
último rey de Escocia y con un evidente brillantísimo futuro-,
Keira Knightley –la más potente estrella británica de ahora mismo, a
sus 22 años- y el director Joe Wright, de 35 años, que firmó un
excelente debut hace un par de temporadas con Orgullo
y prejuicio, también con Keira de protagonista.
Ahí adaptaba la novela de Jane Austen, y ahora hace lo mismo con un
“best seller” de Ian McEwan, que no tengo el gusto de haber leído...
porque hasta ahí podíamos llegar. Es cierto que McEwan está satisfechísimo
de la adaptación, que “respeta la estructura de la novela”, dice. Y
la película ha sido un éxito de taquilla en Inglaterra, lo es en América,
tiene siete candidaturas a los Globos de Oro, diecisiete a los Bafta
británicos y también le caerá más de un Oscar. Es una historia de
amor y celos, de culpa y arrepentimiento, y además sale una guerra; y
eso gusta mucho.
La historia arranca muy bien; magníficamente, diría yo: en un par de
secuencias, con muy buen estilo cinematográfico, todo el ritmo del
mundo y una banda sonora que acompaña imaginativa y eficazmente, Joe
Wright nos presenta a los protagonistas: las hermanas Tallis y el joven
Turner. Estamos a finales de los años 30, cuando Hitler ya es una
amenaza y la segunda guerra mundial va a hacer pronto temblar a Europa,
aunque los Tallis todavía no lo saben. La familia pasa el verano en su
mansión de la campiña. Brioni Tallis es una jovencita de 13 años, de
fecunda imaginación y dotes dramáticas, que contempla los escarceos
amorosos entre su guapísima hermana Cecilia y el no menos encantador,
aunque de modesta fortuna –hijo de una sirvienta-, Robbie Turner.
Toda la primera parte –que es también la de la novela- es una
estupenda película, que acaba repentinamente, cuando un suceso
desgraciado rompe la tranquilidad veraniega, con consecuencias terribles
además. Brioni, comida por los celos, comete una fechoría indigna y
provoca la infelicidad de los amantes.
A partir de aquí, la estructura lineal de la película se rompe y la
acción, que ha avanzado unos cuantos años, retrocede a veces según lo
exige el punto de vista de los protagonistas. Que también van
cambiando, porque a ratos la historia cuenta los avatares de Robbie, en
tremendos episodios de la guerra, a ratos se detiene en Cecilia,
convertida en enfermera en Londres, y otras veces, en la última parte,
reencuentra a Brioni, ya con 18 años, que ha seguido los pasos de su
hermana y también trabaja cuidando y tratando de reconfortar a los jóvenes
heridos en la contienda.
Cada uno de los fragmentos sigue estando bien, pero la combinación
tiene menos calidad que sus ingredientes; a pesar de la emoción que los
anima, los personajes palidecen cuando no están en la pantalla, falla
el engranaje que los tendría que mantener vivos en la memoria del
espectador, y la trama que debería sostener los continuos
“flashbacks” cansa más que intriga. Luego viene el epílogo, la
secuencia final protagonizada por Vanessa Redgrave como Brioni anciana,
que remata el relato, otra vez de forma sensacional, y le da definitivo
significado al argumento. El largo paréntesis que abarca desde la culpa
inicial a su reparación final se cierra con un giro sorprendente y dramáticamente
potentísimo: lo mejor de la historia.
Y también está muy bien, desde luego, la brillante interpretación, con
mención especial para las tres actrices que encarnan a la menor de las
hermanas: la fogosa y culpable adolescente, la doliente joven que busca
en la abnegación, el sacrificio y hasta el castigo la redención a su
falta –tantos siglos de rígida moral lastrando la conciencia
colectiva-, y la madura y desengañada autora, que cuenta su vida y
desvela el doble delito que burla a la vez esa moral punitiva y el rigor
de la narración. Que, por su parte, si fuera menos barroca y más
lineal –en la película; no sé de dónde ha salido esta moda de
contar las cosas a saltos- dejaría sabor de boca de gran cine.
(www.expiacion.es)
ESPECIAL DÍA DE LA MUJER
(07.03.20)
Este domingo es 8 de marzo, Día Internacional de
la Mujer. Y durante toda la semana se han celebrado múltiples
actos, para culminar con las grandes manifestaciones en todo el
mundo. Y el cine no ha querido, por lo que se ve, estar ausente
de la conmemoración: hasta cuatro –o cinco- estrenos recientes
tienen que ver con el mundo de la mujer, en sus variadas
circunstancias. Dejando aparte La ola verde, el
documental de Solanas acerca de las movilizaciones de las
mujeres argentinas en favor de la ley del aborto, y El ritmo
de la venganza, el thriller apocalíptico-feminista de Reed
Morano, hay tres buenos ejemplos en la cartelera.
La camarista
es el primer largo de la mexicana Lila Avilés, también actriz y
guionista. Su protagonista es Gabriela Cartol, naturalmente
desconocida por estos lares, que lleva a la pantalla a Evelina,
una joven “kelly”, como decimos por aquí: una empleada de un
gran hotel, seguramente en el D.F., que limpia y arregla las
habitaciones. Es un trabajo muy poco agraciado, y el objetivo de
Lila Avilés no nos ahorra ni nos esconde nada de su fealdad.
Todo lo contrario: sigue y persigue a Eve por las
piezas desordenadas, los pasillos con más de un secreto, las
oficinas, los ascensores, hasta la intimidad de los aseos del
personal; se trata de que el espectador conozca la vida de esta
mujer –estas mujeres, no hace falta insistir en el valor
metafórico del personaje- en su aspecto laboral. Y en el resto
de su existencia también, porque el muy preciso guion se encarga
de explicar, en cuatro trazos –dos llamadas telefónicas, un par
de diálogos con compañeras- como vive Eve fuera del hotel.
Lila Avilés demuestra, a pesar de su juventud, un
admirable pulso en el trazo del retrato. Con una cámara
estática, con primerísimos planos, con un encuadre que muestra y
oculta a la vez, llenando de dramatismo la pantalla, la joven
limpiadora nos roba la atención y el sentimiento. Evelina es
mejicana, madre, joven, luchadora. Tiene coraje, ilusiones,
muchos problemas hoy y un futuro muy incierto. Esto es cine,
pero también vida, realidad que tenemos aquí al lado, aunque
quizá no sepamos verla.
La candidata perfecta,
la nueva película de Haifaa Al-Mansour –la directora de la
memorable y poética La bicicleta verde- nos lleva al otro
lado del mundo, a Arabia Saudí. Es la primera, y supongo que
casi única, directora de ese país, un lugar muy complicado para
vivir si eres mujer. Sobre todo si reivindicas una igualdad y
unos derechos que no son nada fáciles de alcanzar. La candidata
del título es Sara, una joven médica que trabaja en un hospital
público.
Es inteligente y competente, pero algunos de sus
compañeros y muchos de los pacientes no ven con buenos ojos su
trabajo. Y mucho menos que, llevada por su afán de justicia e
imbuida de un espíritu democrático insólito en esas latitudes,
se presente a las elecciones municipales que elegirán al nuevo
alcalde… o alcaldesa. Sola, sin un respaldo económico, social ni
mediático; ni político, sin partido –igual allí no saben bien
qué es eso- ni partidarios. De momento. Porque parece que, según
se acercan las elecciones, Sara va convenciendo a la gente. Con
entusiasmo, sin desfallecer y sin abandonar su trabajo ni a su
familia: sus dos hermanas y su padre, músico y ausente,
avergonzado y temeroso por la iniciativa de su hija. La
candidata perfecta es, otra vez, un ejemplo de mujer: una
mujer que lucha por su identidad y por la igualdad en un mundo
de hombres hostiles, uniformados como replicantes y cargados de
ignorancia y desprecio hacia el sexo opuesto.
Por último, Invisibles es la nueva
propuesta de Gracia Querejeta. Nueva, pero aquí no hay nada
sorprendente, porque sus protagonistas, Julia, Elsa y Amelia
–las siempre estupendas Adriana Ozores, Emma Suárez y Nathalie
Poza- son tres mujeres que andan por el parque cada mañana,
antes de ir a sus quehaceres. Charlan, se separan, vuelven a
reunirse, se cuentan sus afanes, sus disgustos, sus ilusiones.
Las conocemos bien, son vecinas nuestras, pasan a nuestro lado
y, efectivamente, es posible que ni las veamos.
Porque ya tienen cincuenta años, porque no son
objeto de deseo, porque respiran frustración y desamparo, dicen
Querejeta y su guionista Antonio Mercero. Es posible; pero la
película –con ser la más convencional y la menos interesante de
las tres- es otro aldabonazo en la misma coraza de esta sociedad
todavía tan machista y tan insolidaria. Lo que cuenta es más que
sabido, pero tiene razón: a cualquier edad ni con cualquier
condición, las mujeres no pueden ser invisibles. Ni los hombres;
aquí estamos todos, juntos e iguales.
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