Por Larry D'Abutti
=D=
DALLAS
BUYERS CLUB
(16.03.14)
Dir.:
Jean-Marc Vallée
Pro.: Robbie Brenner, Rachel Winter Gui.: Craig Borten, Melisa Wallack
Int.: Matthew McConaughey, Jared Leto, Jennifer Garner
Del canadiense Jean-Marc Vallée he visto
C.R.A.Z.Y. (2005) y Café de Flore (2011), dos excelentes
películas, originales e inteligentes; y musicales, en cierta medida. En
Dallas Buyers Club, la música ocupa también un espacio
importante, con una banda sonora que administra un buen número de piezas
de estupendo rock –más bien tirando a “indie” pero con dos temas de los
inmortales T. Rex- que ambientan y puntúan a la perfección la vida
azarosa de Ron Woodroof, un trabajador poco cualificado, homófobo,
machista, borrachín y bastante promiscuo, que malvive haciendo trampas y
chapuzas, y cayéndose de los toros en rodeos de segunda o tercera
categoría. Un pieza.
Precisamente a causa de un tonto accidente, Ron va a parar al hospital;
y allí, para su sorpresa e indignación, se entera de que es afectado por
el VIH, en fase muy avanzada además. El sida acaba de irrumpir en la
sociedad occidental con la fuerza y el estigma de una plaga infernal,
que se asocia a la práctica homosexual y al consumo de droga; y la
medicina da aun palos de ciego ante el terrible problema. Ron se niega a
admitirlo; es algo que su machismo y su soberbia radical no pueden
soportar; hasta que la realidad se le impone con toda su crudeza, que
incluye un plazo fatal inexorablemente breve. Por fin, se somete al
tratamiento prescrito, pero al mismo tiempo se rebela ante la enfermedad
y se propone luchar hasta que se le acaben las fuerzas.
Lo que sucedió, afortunadamente, mucho más tarde de lo previsto. Muy
pronto, Woodroof se dio cuenta de la ineficacia de la medicina y también
de las corruptelas de las farmacéuticas, capaces de hacer pruebas
crueles con los enfermos sin atender más que a la rentabilidad del
negocio, con la complicidad de médicos inmorales y gobernantes
comprados. Harto de la situación, y con la ayuda de una doctora de su
hospital, Woodroof investigó hasta dar con un tratamiento mucho más
racional y eficaz… pero prohibido en Estados Unidos, aunque no en
Méjico. Entonces, se dedicó a importar clandestinamente las medicinas y
a administrarlas correctamente entre quienes quisieron formar parte de
su club privado; se convirtió así en la tabla de salvación de centenares
de enfermos de sida. Naturalmente, sus actividades traspasaban los
límites de la legalidad y le valieron sucesivos y cada vez más enconados
encontronazos con las autoridades sanitarias y policiales.
Los muy merecidos premios –Oscar y demás- a Matthew McConaughey y Jared
Leto consagran la calidad de sus interpretaciones. Leto es un actor
formidable y polifacético, que no rehúye ningún riesgo en su trabajo; es
músico, productor y director –también conocido como Bartholomew Cubbins-
y en Dallas Buyers Club interpreta a Rayon, un transexual que se
convierte en la mano derecha de Ron. Por su parte, Matthew McConaughey le
ha robado el Oscar a Leo DiCaprio –cuando más cerca estaba de
llevárselo- con este personaje patético, terminal, desesperado y
obstinado a partes iguales y siempre lleno de humanidad.
Dicen que es una revelación, un giro en su carrera; yo creo que hay que
hacer justicia a McConaughey. Desde su primer personaje importante, el
íntegro abogado de Tiempo de matar (Joel Schumacher, 1996),
podían preverse fácilmente sus posibilidades; de ahí hasta la reciente
Mud (Jeff Nichols, 2012) y su breve aparición en El lobo de
Wall Street, ha hecho de todo: películas flojas, sí, pero también
interpretaciones estupendas. Lo es esta, desde luego, no solo por su
aspecto famélico y por su caracterización –otro Oscar para la película-,
sino por la hondura y la sinceridad con que dota a su personaje.
Los dos protagonistas son la baza fundamental de la película, que a
través de su amistad explora la transformación y los límites de los
sentimientos, a la vez que desvela y fustiga las maniobras de las
empresas farmacéuticas para lucrarse a costa de la salud, la enfermedad
y, si hace falta, la vida de las personas. (http://www.focusfeatures.com/dallas_buyers_club)
DEAD MAN DOWN
(LA VENGANZA DEL HOMBRE MUERTO)
(26.05.13)
Dir.: Niels Arden Oplev
Pro.: J.H. Wyman, Neal H. Moritz
Gui.: J.H. Wyman
Int.: Colin Farrel, Noomi Rapace, Terrence Howard
El danés
Niels Arden Oplev
ha dirigido media docena de películas en Europa, incluida
Los hombres que no amaban
a las mujeres
–la original- y muchos episodios de series de televisión antes de dar el
salto a Hollywood para realizar este thriller ambientado en los bajos
fondos de Nueva York, una historia violenta y negrísima en la que los
buenos son malos, y los malos, más malos todavía.
El protagonista es Victor, un hombre extraño, de aspecto sombrío,
callado –no dice una palabra hasta pasado un cuarto de hora de la
película- y solitario. Hay motivos para todo ello: trabaja para
Alphonse, un siniestro gánster que ahora no pasa, precisamente, por su
mejor momento. Su poder está siendo amenazado por un asesino desconocido
que mata a los miembros de su banda uno a uno, y no es capaz de evitarlo
ni de descubrir al ejecutor de sus secuaces. Uno es estrangulado y
puesto en conserva en un frigorífico; otro cae a balazos y uno más por
una ventana… Alphonse está ciego de ira; y lo peor es que cada paso que
da se vuelve en su contra.
Victor asiste con impasibilidad a estos sucesos. La misma que pierde al
fin cuando se encuentra con Beatrice, una enigmática joven francesa
vecina suya, que ha llamado su atención. Beatrice vive con su madre y
trata de restañar sus heridas –de cuerpo y alma- y recomponer su vida;
para ello necesita de Victor y no dudará en demostrarle que sabe de él
más que nadie, que conoce sus secretos más escondidos; aunque se
equivoca: no lo sabe todo.
Ella, a cambio, sí que le cuenta toda su verdad, su dolor y su rabia
contenida, que al fin deja salir: debe convencer a Victor para pedirle,
o más bien exigirle, que ejecute su venganza.
Y la venganza es
también el motor que lo mueve a él. Los dos están dispuestos a tomarse
la justicia por su mano, dado que la ley y los jueces los han
desamparado. Ambos buscan encontrar la paz, la tranquilidad para su
espíritu, y ello solo es posible si la reparación es suficiente: es
decir, que incluya la desaparición del agresor.
Niels Arden Oplev se ha llevado a América a su actriz favorita, Noomi
Rapace –una Lisbeth Salander francesa y adulta, pero igual de intensa-
para hacer pareja con Colin
Farrel: una combinación extraña pero que funciona bien; es verdad que
son muy adecuados a la oscura historia que viven en la pantalla. El
director ha acertado también al dotarla de una fotografía muy
expresionista, con objetivos muy largos, que difuminan el escenario para
dar protagonismo a los personajes, y al rodearlos de una luz opaca,
carente totalmente de heroísmo y de poesía.
Porque no hay ninguna de las dos cosas en este guion acerado y bien
calibrado, que solo en un par de momentos –momento y medio, para ser más
exacto- desciende hasta bordear el nivel de la cacharrería; el más
peligroso es, precisamente, el de la secuencia final, el único en que
también asoma cierta concesión al sentimiento. El resto –la mayor parte-
navega por los senderos del “noir”, fiel a sus códigos sin caer en la
justificación moral de unos seres que ni la piden ni la necesitan.
Esa crudeza y esa ambigüedad de
los personajes, y la difícil separación entre héroes y villanos a la que
aludía al principio, se resuelven solo por el carácter liberador de la
venganza y la difícil redención que proporciona: la vuelta al origen de
los protagonistas, a su vida antes de la tragedia que los impulsa,
tuerce su voluntad y los convierte en verdugos implacables, urgentes y
–casi involuntariamente- unidos en su destino. Para que al final los
mecanismos del odio y la violencia pudieran convertirse en una historia
de amor sería necesario que Victor y Beatrice, antes perdidos y casi
ahogados en un mundo que los ha maltratado y hundido, pudieran
reencontrarse entre los restos del naufragio y salir a flote juntos,
limpios y libres de toda culpa. (http://www.blooddemandsblood.com)
DÉJAME
ENTRAR (24.10.10)
Dir.:
Matt Reeves
Pro.: John Nordling, Simon Oakes
Gui.: Matt Reeves
Int.: Chloë Grace Moretz, Kodi Smit-McPhee, Richard Jenkins
Esta
Déjame entrar de Matt Reeves
–el director de Monstruoso-tiene que competir con dos
antecedentes de peso: la espléndida novela de John Ajvide Lindqvist y
la también magnífica primera versión cinematográfica de Tomas
Alfredson, de hace sólo dos años. Dado el éxito de aquélla, se han
dado mucha prisa en intentarlo de nuevo, contando, eso sí, con un muy
acertado reparto y el empeño de la mítica productora Hammer –que
regresa de ultratumba-; y la verdad es que ésta de ahora no sale mal
parada en la comparación.
Owen –Kodi Smit-McPhee, el niño de The
road- es un chaval marginado y angustiado por la falta de su padre
y, aun más, por los continuos abusos que sufre en su colegio; sin
embargo, su desamparo encuentra consuelo, de repente, en la amistad que
le brinda una nueva vecina: la misteriosa Abby –Clhoë Grace Moretz, la
protagonista de Kick-Ass-, una chica de doce años que acaba de trasladarse al
barrio con su padre, y que demuestra ser la única que lo comprende. La
niña es más bien rarita, pero pronto se establece entre los chavales
una complicidad que nace en su mutua soledad y se va fortaleciendo,
hasta llegar a límites… insospechados.
Poco a poco, Owen va descubriendo que la inocente Abby no es lo que
parece y que la serie de tremendos asesinatos que están ocurriendo en
la comarca quizá tengan que ver con la inquietante presencia de los
forasteros. La película no oculta nada, y el espectador accede
enseguida a las claves de la situación, pero el chico tendrá que vivir
una serie de momentos más bien horripilantes para alcanzar a comprender
la naturaleza, el poder y también la fuerza de la amistad de su
vecinita. Abby se descubre ante Owen –más en la primera versión- y
él se enfrenta a un destino inquietante, perverso y bastante
sangriento. (www.dejameentrarlapelicula.com)
DE
NICOLAS A SARKOZY
(15.04.12)
Dir.:
Xavier Durringer
Pro.: Eric y
Nicolas Altmeyer
Gui.:
Xavier Durringer,
Patrick Rotman
Int.: Denis
Podalydès, Florence Pernel, Bernard Le Coq
Hasta
ahora, el francés Xavier Durringer ha hecho –dirigidas y escritas-
películas para televisión. Y algo de eso tiene también esta La conquista –título original, mucho mejor que el español-, que
retrata a Nicolas Sarkozy en sus últimos años. El
6 de mayo de 2007, Sarkozy se convertía en Presidente de la República
francesa; detrás dejaba una larga lucha llena de dificultades, algunos
éxitos y pérdidas importantes: la más señalada, la de su mujer, que
para entonces ya había decidido abandonarlo. La película de Xavier
Durringer recorre el camino hacia el Elíseo del ambicioso político
conservador, líder del UPM y ministro incombustible en los sucesivos
gobiernos de Balladur, Raffarin y Dominique de Villepin, su más
encarnizado enemigo, durante el mandato del presidente Chirac; quien,
después de apoyarlo, terminó por detestar francamente a Sarkozy,
aunque no pudo evitar entregarle la cartera de Interior, el mejor
trampolín que éste podía
desear para desbancar a sus adversarios.
Evidentemente, las biografías de los líderes políticos son una
tentación continua para el cine: Kennedy, Nixon, Mandela, más
recientemente Hoover y Thatcher, son, entre otros, ejemplos de este
interés. Esta película, sin embargo, tiene una especial cualidad:
habla de un personaje vivo y en activo, de absoluta y candente
actualidad, además. Cabría entonces preguntarse si trata de ensalzar
al héroe o derribar al villano; es decir, si Sarkozy sale bien o mal
parado, si la película es verdadera o tramposa. Y habría que contestar
que… ni sí, ni no, sino todo lo contrario.
Nicolas Sarkozy no es presentado como un dechado de virtudes, por
supuesto. Aparece como un hombre decidido y egoísta y como un político
intrigante, calculador e insaciable. Su
ambición corre pareja con su cinismo y su capacidad para la maquinación
y el disimulo. En el terreno de la política, maneja los hilos con
inteligencia y con muchísima pasión. En lo personal, sin embargo, es
incapaz de conservar los afectos de sus amigos y, por supuesto, como decía
más arriba, el de su mujer. Harta de sus enredos, sus ausencias, su
escasa atención y, seguramente, algunas otras cosas, Cécilia acabó
por abandonarlo, aunque dejándolo cuidadosamente, eso sí, a las
puertas del palacio presidencial.
Sin embargo, la narración de Durringer, potente por momentos y bastante
sincopada para abarcar en su duración casi toda la andadura de Sarkozy
–ya digo que parece pensada para una más extensa miniserie de
televisión-, deja al espectador la impresión de que no se cuenta todo,
de que hay ángulos más oscuros en su biografía que no se han
explicitado, por moderación, respeto… o miedo. Se puede entrever su
escandalosa celebración del triunfo electoral, pero no se trasparenta
nada de los aspectos más escabrosos –conexiones inconfesables,
trampas indignas, escarceos con personas y sectores poco recomendables-
de su escalada al poder.
La película se plantea como un “thriller”, una intriga política;
de la que, sin embargo, conocemos el desenlace. Durringer se confía
enteramente a Denis Podalydès, un actor curtido en mil escenarios, que
compone un sorprendente Sarkozy, del que logra imitar actitudes y
gestos, y hasta la manera de hablar y andar; el espectador acaba por
creerse el personaje, por la soberbia interpretación y por la cercanía
y veracidad de los hechos que protagoniza. Él es el eje natural de la obra, porque todos los acontecimientos y
todos los demás personajes gravitan sobre él. Podalydès-Sarkozy
interesa, aunque no apasione, por su inquietante personalidad y por ese
realismo con que se reflejan los avatares políticos –y también
familiares- del implacable aspirante a la Presidencia; no hay reposo
entre tantas maquinaciones, mentiras y traiciones: los dramáticos
entresijos de la política, revestidos de la solemnidad y la
trascendencia que la democracia presta a la lucha por el poder. (www.musicboxfilms.com/the-conquest)
DESDE
ALLÁ
(25.06.16)
Director: Lorenzo Vigas. Intérpretes: Alfredo Castro, Luis Silva, Jericó
Montilla.
Que una película venezolana se exhiba internacionalmente ya es un
triunfo; si esa película, además, gana el Leon de Oro de Venecia, el
acontecimiento adquiere resonancia mundial. Que resulta ser muy
merecida: Desde allá es una obra excepcional, personalísima e
inteligente, y también oscura y perversa, como su protagonista. Armando,
un hombre gris y solitario, vive en la actual Caracas una existencia
aparentemente anodina que reparte entre su trabajo fabricando prótesis
dentales y la soledad de su piso. Solo la rompe cuando recibe a chicos
jóvenes que aborda en la calle y paga para que lo acompañen y se dejen
mirar. Así conoce a Elder, un delincuente juvenil de poca monta; y entre
los dos se establece una relación que se va haciendo cada vez más
intensa, más turbia y más peligrosa.
Una trama que Lorenzo Vigas desarrolla con extraordinaria precisión pero
también con la máxima frialdad, sin tomar partido, con una mirada
distante que obliga al espectador a seguir a los personajes, contemplar
sus actos y, por fin, intentar comprenderlos.
DESEO, PELIGRO
(16.12.07)
Dir.:
Ang Lee
Pro.: Lloyd Chao, Ang Lee
Gui.: James Schamus, Hui-Ling Wang
Fot.: Rodrigo
Prieto Mús.:
Alexandre Desplat
Int.: Tang Wei, Tony Leung, Joan Chen
Ang Lee es un director taiwanés,
de 53 años, muy conocido por los aficionados, sobre todo desde que
ganara el Oscar con Brokeback
Montain –esa película que escandalizó a algunos...-. Antes había
dirigido El banquete de boda, Comer,
beber, amar, Sentido y sensibilidad, La tormenta de hielo y Tigre
y dragón, entre otras. Trabaja en China y en USA, ha ganado
infinidad de premios y toca diferentes temas, desde el folklore de las
artes marciales hasta el melodrama victoriano; pero su mundo es el de
los sentimientos profundos, mejor a contracorriente y sin barreras.
Ahora ha encargado a sus guionistas de cabecera la adaptación de un
relato de la escritora china Eileen Chang, situado en un momento
especialmente difícil. La narración arranca en 1942, en el Shanghai
ocupado por el ejército japonés. La mayoría de la población sufre la
opresión y malvive entre el miedo y la más absoluta estrechez, pero
existe todavía un núcleo importante de resistencia, que espera que la
intervención americana cambie el sentido de la guerra y, mientras,
trata de hostigar a los invasores y a sus compatriotas
colaboracionistas: el gobierno-títere y la opulenta clase que lo rodea,
que se ha enriquecido rápidamente con el contrabando y la expoliación.
Mak Tai Tai es una sofisticada joven de esta alta sociedad, amiga de la
esposa de un ministro chino. Pasa los días ociosa, sin más preocupación
que no perder demasiado en las eternas partidas de mahjong que las señoras-bien
practican sin cesar. Se le da bastante mal, pero no pierde la sonrisa frívola
ni descompone el desmayado gesto. No deja entrever, en ningún momento,
la tensión que vive, el drama que la atraviesa, las tremendas
consecuencias de su inminente decisión.
Y retrocedemos cuatro años, cuando Mak todavía es Wong Chia Chi, una
estudiante de idiomas en una China convulsa, que descubre por casualidad
la emoción del teatro... y muchas cosas más. Con sus idealistas
colegas, no tarda en concienciarse políticamente y en aventurarse en
una arriesgada acción contra el mismo corazón del colaboracionismo
chino. Jugará entonces con las bazas de la atracción sexual, de las
que también se sabía ignorante pero que aprende y desarrolla con
rapidez y muchísima eficacia, a pesar del evidente riesgo.
Las películas de Ang Lee transitan frecuentemente un camino por el amor
y la muerte; un paseo por el amor, que lleva a la muerte a veces; a
veces, no. En esta formidable película, todo el trayecto está a la
vista, pero como en la vida, el verdadero cine no desvela su destino
hasta que pone la palabra fin. Deseo,
peligro, han traducido aquí el original Lujuria,
cautela, seguramente porque todavía hay palabras que dan cierto
apuro; pero el camino está así mucho mejor descrito. La precaución de
la amante entregada y de sus dirigentes clandestinos choca frontalmente
con la pulsión del sexo, la violencia rozando el sadismo de la relación
furtiva, el placer brutal, enajenado, disfrutado, asumido...
Gran escándalo fariseo por las escenas de sexo rodadas por Lee. Nada
nuevo: ya pasaba en El imperio de
los sentidos y en El último
tango en París... y como en esas películas, la dureza de las imágenes,
su desvelamiento explícito, su desarrollo y su evolución son
absolutamente fundamentales para la comprensión de la obra. El sexo
como metáfora de la vida; también como expresión del amor, y no hay
ninguna bajeza en ello. Los amantes de Shanghai explican sobre la cama
su atracción, el juego impetuoso de la dominación, la entrega y, desde
luego, la lujuria, el deseo... y el amor que ignora el peligro y la
precaución.
Alrededor de ello, todo en la película –personajes, escenarios,
momentos, palabras, miradas...- está contado con emoción creciente y
ritmo constante; a pesar de las dos horas y media largas de duración,
la historia todavía sugiere más de lo que cuenta, la vida late aun
cuando no se ve y el relato crece por momentos, hasta culminar en una
secuencia de absoluta maestría, que remata una obra densísima, de muy hondo calado, oscura y terrible,
pero también esclarecedora y evidente; quizá no para todos los públicos
pero sin duda indispensable para los amantes de las películas de
verdad, del cine en estado puro.
(www.deseo-peligro.es)
DE
TAL PADRE, TAL HIJO
(01.12.13)
Dir.:
Hirokazu Kore-eda
Pro.:
Kaoru
Matsuzaki, Hijiri
Taguchi
Gui.: Hirokazu Kore-eda
Int.:
Masaharu
Fukuyama,
Machiko
Ono,
Yôko Maki
Los grandes clásicos del cine japonés -Mizoguchi,
Imamura, Ozu, Kurosawa, Oshima…- han dado paso a otra generación,
posiblemente igual de brillante, en la que destacan Miike, Kitano,
Kawase y, en los últimos años por encima de todos, Kore-eda. Que no es
un recién llegado; nacido en Tokio en 1962, comenzó su carrera en 1989
como documentalista, para pasar a la ficción en 1998. Un año después
dirigió su primer largo importante, Distance, al que
siguieron Nadie sabe, Hana y Still walking, que lo
consagraron internacionalmente. Después vinieron Air doll y
Kiseki (Milagro). Un currículum formidable.
Hirokazu Kore-eda se ha ocupado a menudo de retratar la familia –una
constante en el cine japonés- y, con evidente insistencia, la infancia.
Los niños son protagonistas absolutos en otras de sus películas, y en
De tal padre, tal hijo, aunque involuntariamente, también. Ryota y
Midori Nonomiya son padres de un crío de seis años, Keita. Son un
matrimonio adinerado, Ryota es un arquitecto de éxito y un hombre serio,
y en su familia no falta de nada, incluida la mejor educación para su
hijo. Por su parte, Yudai y Yukari Saiki, que también tienen un chaval
de la misma edad, Ryusei –y dos críos más-, son una pareja de clase
media, que viven gracias a la modesta tienda con la que abastecen al
barrio.
Las dos parejas parecen afrontar el futuro con tranquilidad y –en
distinto grado- cierta esperanza, cuando se ven envueltos en el drama
más inesperado. Los padres de Keita y Ryusei reciben a la vez la
terrible noticia: por un error, o quizá una negligencia del personal del
hospital donde Midori y Yukari dieron a luz el mismo día… los bebés
fueron cambiados. La impresión, la incredulidad, el desconcierto y la
rabia se suceden en ambas familias. No importa revelar estos hechos,
porque son tan solo el punto de partida del conflicto; y porque
cualquier intento de reflexión inmediata carecería de sentido,
seguramente, sin su conocimiento.
El dilema se presenta en este momento a los protagonistas, y es
pavoroso. La realidad se impone, el dolor y la incertidumbre los arrasan
y los consumen ¿Deben devolverse los niños, sacándolos del que ha sido
su ambiente, haciéndolos cambiar de padres y llevándolos a un entorno
extraño, como si el pasado –los seis años de iniciación a la vida- no
hubiera existido? ¿Puede hacerse cargo un matrimonio de los dos niños, el que creía suyo y el que lo es de verdad, arrebatándoselo al otro?
¿Es posible –terrible perspectiva- olvidar lo ocurrido y continuar como
antes, como si nada hubiera cambiado, como si el error no se hubiera
descubierto?
El guion profundiza sabiamente en el desarrollo de sus personajes: unos
seres enfrentados a un problema, que es único pero que cada uno vive de
una forma. Los padres –ellos: Ryota y Yudai- son diametralmente
opuestos: uno, frío, orgulloso, poco afectuoso; el otro, modesto,
cordial y cercano. Los niños también son muy distintos, según la familia
y la educación con la que han crecido: tímido y respetuoso Keita, alegre
y travieso Ryusei. Solo las madres se acercan, sus miradas y sus gestos
confluyen; hasta obtienen cierto parecido físico. Y no es una
caracterización casual: ambas han parido a sus hijos y han criado al de
la otra pensando y sintiéndolo suyo. ¿Cómo querer ahora a uno más que
otro?
Hirokazu Kore-eda se interroga acerca de la paternidad. Los niños ya no
están solos como en Nadie sabe y en Kiseki, pero casi. La
secuencia en la que uno de los críos se escapa y corre por un sendero
mientras uno de los padres –suyo o no, tanto da- camina por otro,
tratando de ir a su encuentro, es reveladora. ¿Un padre verdadero, un
padre cambiado, un padre lejanísimo…? El personaje de Ryota, que también
es hijo –Como padre, como hijo es el título original-, da sentido
moral a la historia y vertebra el relato hacia su final. Es como el
gozne que articula la delicada y difusa propuesta de Kore-eda: quizá la
familia sea posible con dos padres, dos madres, y todos los hijos
juntos. (http://www.golem.es/distribucion/pelicula.php?id=304)
DETROIT
(16.09.17)
Dir.: Kathryn Bigelow. Pro.: Kathryn Bigelow, Mark Boal. Gui.: Mark
Boal. Int.: John Boyega, Anthony Mackie, Algee Smith.
Kathryn Bigelow sabe dotar a sus películas de unas imágenes y un
ritmo impactantes; recordemos Acero azul, Le llaman Bodhi,
Días extraños, En tierra hostil – 6 Oscar en 2010- y
La noche más oscura. Es decir, que alguna vez rodará una
comedia… pero de momento, no. Detroit se centra en los
sucesos que vivió la ciudad industrial por excelencia –al menos,
antes- en el verano de 1967, cuando las revueltas raciales hicieron
arder literalmente la ciudad.
El caldo de cultivo es, naturalmente, el racismo que impregna una
sociedad que ve como la población negra, que ha abandonado los
cultivos del sur atraída por el señuelo de un mejor trabajo en las
fábricas, disputa el mercado laboral y ocupa barrios enteros de la
ciudad. Cuando se produce una multitudinaria redada en un
establecimiento sin licencia, la actuación policial provoca una
violentísima respuesta, que se extiende y explota como un polvorín.
Bigelow se centra en la actuación de un pequeño grupo de policías,
que toman al asalto un motel con el pretexto de buscar a un
francotirador, y detienen y humillan a sus ocupantes, unos cuantos
jóvenes negros y dos chicas blancas. La humillación no se detiene en
malos tratos, insultos y golpes: llegan incluso al asesinato,
llevados por su ira y su racismo incontrolado.
La magnífica fotografía de Barry Ackroyd permite a la
directora retratar la violencia con un verismo casi aterrador; en
muchos momentos el espectador tiene la impresión de estar viendo un
telediario, un documento vivo en tiempo real. A ello contribuye
también la elección de un reparto con nombres no muy conocidos, que
añaden verosimilitud a unas imágenes que hieren la retina.
Detroit es una crónica de sucesos, pero es, sobre todo, una
denuncia, un análisis de la infamia. Y una película actualísima, que
no bucea en ese pasado inmediato de los Estados Unidos por
casualidad. Kathryn Bigelow sabe lo que hace.
DÍA DE LLUVIA EN NUEVA YORK
(12.10.19)
Dir.: Woody Allen. Pro.: Letty y Erika Aronson,
Helen Robin. Gui.: Woody Allen. Int.: Timothée Chalamet, Elle
Fanning, Liev Schreiber, Jude Law, Diego Luna, Selena Gomez.
Fiel a su cita anual –esta vez con un poco de
retraso-, acaba de llegar la película número 50 de este señor de
83 años llamado Woody Allen. Nada que añadir de su carrera, que
es inigualable, ni de su vida privada, que no nos incumbe.
La que nos atañe aquí es la de sus jóvenes
protagonistas, Gatsby y Ashleigh, que son dos estudiantes de una
universidad provinciana. Gatsby nos está contando –la voz en off
sigue siendo un formidable recurso para Woody Allen- que ha
huído de Nueva York y de su posesiva madre y que está muy
contento con sus estudios y, sobre todo, con su novia Ashleigh.
Y en ese momento llega ella, toda emocionada, porque le han
concedido una entrevista con el famoso director de cine Roland
Pollard para la revista de la universidad. La cita, eso sí, es
en Nueva York, donde reside el cineasta. Pero no hay problema:
Gatsby le propone viajar juntos y pasar unas horas, después de
la entrevista, enseñándole la Gran Manzana y sus lujosos
ambientes. Y así lo hacen. Pero lo que iba a ser un día feliz y
tranquilo, se complica sobremanera: Roland Pollard no resulta
nada fácil de entrevistar. Y a cambio propone a Ashleigh comer
juntos; la chica, claro, acepta, para decepción de su impaciente
novio.
La cosa no acaba ahí, y la aspirante a periodista
inicia un periplo alocado que la lleva por los caminos más
insospechados. Encima, llueve. Y Gatsby, desesperado, da tantos
tumbos como ella para acabar, muy a su pesar, en la mansión de
sus padres. Allí le espera, quizá, el momento más trascendente
de su vida. Así que, cuando los enamorados se reencuentran,
puede que todo haya cambiado para ellos.
He oído decir a algún colega que esta es una
“obra menor”. Sí, exactamente igual que el orfebre que crea una
miniatura excelsa y rara, mucho más importante que la grosera
bisutería que tanto abunda. Día de lluvia en Nueva York
es una pieza de cámara, una comedia delicada, llena de humor y
de verdad; es asombroso presenciar, degustar una obra tan ligera
y a la vez tan profunda: algo que solo está al alcance de
auténticos creadores.
Ashleigh y Gatsby deambulan por Nueva
York, salen y entran, se ponen como una sopa, tienen encuentros
inesperados y viven situaciones que serían casi trágicas si no
fuera porque son tan cómicas. Y todo ello, gobernado por un estilo, un ritmo,
una atmósfera que lleva la firma de Allen en cada secuencia, en
cada plano. El guion, tan clásico que parece de película antigua
–y grande- insiste en las sentencias que ya conocemos de su
autor pero, en boca de los personajes, parecen otra vez
nuevas. Timothée Chalamet es un Woody Allen redivivo; pero
también Liev Schreiber, Jude Law, ellos, y hasta las mismas Elle
Fanning y Selena Gomez. Lo que dicen parece imposible y, sin
embargo, nunca están fuera de lugar.
Y al festín
para la inteligencia se une la colaboración de Vittorio Storaro
con una maravillosa fotografía, que acompaña tanto los estados
de ánimo de los protagonistas como los de la propia Nueva York,
románticamente dorada o amenazadoramente gris. Es un escenario
encantado, que transforma la realidad y cala al espectador. Al
terminar la proyección, al salir de la sala, yo estaba seguro de
que, también en Madrid, estaba lloviendo.
DÍA DE PATRIOTAS
(22.04.17)
Director: Peter Berg.
Intérpretes: Mark Wahlberg, John Goodman, Michelle Monaghan.
En el transcurso del Maratón de Boston de 2013, cuando la mayor
parte de los casi 6000 participantes aun no habían llegado a la
meta, la explosión de dos bombas mató a tres personas, dejó heridas
a cerca de 300 y provocó el caos en la carrera y en toda la ciudad.
Peter Berg narra con pasión aquellos sucesos y crea una epopeya que
homenajea a las víctimas y a los ciudadanos de un Boston estremecido
pero decidido a encontrar y castigar a sus verdugos. La película
está dividida en dos partes, antes y después del horror: las horas
previas a la carrera, con los terroristas preparando el atentado,
las fuerzas de seguridad velando por el orden y la gente acudiendo
tranquila al acontecimiento, y la consiguiente conmoción por la
barbarie, el dolor, el miedo y la carrera desenfrenada para detener
a los criminales. Los protagonistas son los policías Davis y
Saunders, que encabezan la persecución, pero también la ciudad
entera, unida para afrontar la tragedia con valor y determinación.
18
COMIDAS (21.11.10)
Dir.: Jorge
Coira
Pro.: Fernando del Nido, Hugo Castro
Gui.: J.C., Araceli Gonda, Diego Ameixeiras
Int.: Luis Tosar, Esperanza Pedreño, Cristina Brondo
Jorge
Coira lleva diez años trabajando en televisión, sobre todo en la
gallega, y también ha dirigido un largo, El
año de la garrapata, en 2004. Esta experiencia se le nota en el
dominio de las distancias cortas y en la facilidad para ensamblar
escenas diferentes en una continuidad argumental; algo que muchos
intentan y no siempre resulta aceptable. En el caso que nos ocupa, el
resultado es más que notable.
Edu es un músico callejero que, un día, recibe una llamada de una
antigua amiga, casi olvidada, que lo invita a comer. Nuria desayuna con
el hombre con el que ha pasado la noche. Sergio y Víctor reciben al
hermano de éste, ignorantes todos de cómo va a resultar el almuerzo.
Un joven prepara la mesa a cada rato esperando a una moza que nunca
llega. Dos colegas desayunan, comen y cenan juntos, sin parar de beber y
de charlar. Dos ancianos pasan el día sin hablar, casi sin verse, del
silencio a la mesa, del plato de guiso a la boca cerrada y la mirada
perdida… Y así sucesivamente.
Estos y otros tantos personajes pueblan este universo gastronómico-sentimental,
en el que algunas historias se entrecruzan y otras discurren en
paralelo; pero incluso éstas últimas dan la impresión de poder
ensamblarse en cualquier momento y formar una única narración. En
cualquier caso, eso no importa. Coira ha trabajado con sus actores y
actrices en una elaboración previa, muy sistemática y concienzuda, de
sus personajes; y después les ha dado aire para que en cada escena
quepa la improvisación, la creación personal, la complicidad dos a dos
–la mayoría de las veces- o a cuatro voces, como en el modélico
episodio protagonizado por Víctor Clavijo y Sergio Peris-Mencheta. Así, la película discurre fácil y ordenadamente,
pero también apasionadamente, en absoluta complicidad con un espectador
entregado, divertido y emocionado. (www.18comidas.com)
DIPLOMACIA
(16.11.14)
Dir.
Volker Schlöndorff
Pro.: Marc de Bayser,
Frank Le Wita Gui.: Cyril Gely, Volker
Schlöndorff
Int.: Niels Arestrup, André Dussollier, Burghart Klauβner
El maestro Volker Schlöndorff parece
inagotable: ha cumplido ya 75 años, y 50 de carrera repleta de títulos
importantes: El joven Torless, con el que se dio a conocer en
1966, El honor perdido de Katharina Blum, que fue premiado en San
Sebastián en 1975, El tambor de hojalata, que le valió el Oscar,
la Palma de Oro de Cannes y otros muchos premios en 1980, Tiro de
gracia, El amor de Swann, sobre la obra de Marcel Proust,
El ogro, El silencio tras el disparo… Es verdad que los más
significativos pertenecen a su primera época, pero Schlöndorff
sigue en la brecha y no ha perdido fuelle ni el instinto de reconocer
una buena historia y apostar por unos magníficos intérpretes.
Y lo demuestra con esta última película, Diplomacia, que ha
ganado los premios al mejor director y mejor actor en el reciente
Festival de Valladolid. Cuenta lo sucedido en París en los momentos
finales de la II Guerra Mundial. O, por decirlo mejor, lo que no
sucedió… y qué fue lo que lo impidió. El 24 de agosto de 1944, el
general Dietrich von Choltitz ve caer la noche sobre París desde su
lujosa suite del Hotel Meurice. Según las órdenes del mismísimo Hitler,
antes del amanecer la ciudad debe ser destruida, justo cuando se consume
la entrada de los aliados y quede de manifiesto que la guerra,
definitivamente, se ha perdido.
El general, con la ayuda de un ingeniero francés colaboracionista
–seguramente muy a su pesar-, ha preparado al detalle la operación. Todo
París está minado, esperando tan solo su decisión. Primero saltarán por
los aires los puentes del Sena, provocando una crecida descomunal que
arrasará calles y edificios. Y después, simultáneamente, caerán las más
preciadas joyas de la arquitectura parisina: el Louvre, la catedral de
Notre Dame, la Ópera, el Arco del Triunfo y, por supuesto, la Torre
Eiffel. Von Choltitz no es ningún ignorante; es consciente del horror
que va a provocar, pero su férreo sentido de la disciplina y su absoluto
acatamiento de las consignas del Führer –y el temor a las represalias,
también: su familia aun permanece en Alemania- no le permiten dudar.
Está a punto de levantar el teléfono y dar la orden.
Y en ese momento, como por arte de magia, aparece en la sala el cónsul
de Suecia, Raoul Nordling. En realidad, ha entrado por una puerta
disimulada en el mobiliario, uno de tantos secretos que guardan los
hoteles y las alcobas de París. Tras la sorpresa, y ante la insistencia
del cónsul de un país neutral, y viejo conocido de Von Choltitz, además,
el general accede a escuchar lo que le propone; que no es otra cosa que
desobedecer a Hitler y salvar París de la destrucción. Entre el
diplomático sueco, dueño de una oratoria formidable, y el militar
alemán, aferrado a sus convicciones y lo que considera su deber, se
entabla un duelo dialéctico de proporciones colosales.
Por la trascendencia del resultado, y también, en la película, por la
calidad de sus intérpretes. Niels Arestrup y André Dussollier –dos de
los más grandes actores de Francia y de Europa- despliegan todo su
talento en una sucesión de demandas y exigencias, réplicas y
contrarréplicas, afirmaciones y negaciones rotundas e insinuaciones
sibilinas y, por qué no, también dudas y mentiras. La tensión no decae
en ningún instante; cierto que la película puede resentirse en algunos
momentos de su evidente estructura teatral –de una pieza de Cyril Gely-,
pero la habilidad narrativa de Schlöndorff y el superlativo y apasionado
duelo interpretativo de sus protagonistas la elevan muy por encima de
esa circunstancia.
Diplomacia
es una muy interesante película: en primer lugar, es una oportunidad más
para que Schlöndorff y el cine alemán –la cultura y la sociedad
alemanas, en realidad- exorcicen el fantasma de la culpa por el pecado
del nazismo; también la exposición de una crónica –seguramente muy
certera- de unos momentos cruciales en la historia contemporánea, y por
último, y sobre todo, una ocasión para aprender de la historia y
disfrutar del trabajo de unos genios de la pantalla.
(www.acontracorrientefilms.com/pelicula/338/diplomacia/)
DISOBEDIENCE
(26.05.18)
Dir.: Sebastián Lelio. Pro.: Ed Guiney, Frida Torresblanco, Rachel
Weisz. Guí.: Sebastián Lelio. Int.: Rachel Weisz, Rachel McAdams,
Alessandro Nivola.
Menos de un año después del rotundo éxito de Una mujer fantástica,
Sebastián Lelio -el más en forma de los directores chilenos, autor
también de La sagrada familia, Navidad, El año del
tigre y Gloria, otra gran película- estrena esta historia
de radical desobediencia protagonizada por dos grandes actrices que
interpretan a dos mujeres que luchan por su libertad en un ambiente
asfixiante y castrador.
La
poderosa Rachel Weisz es Ronit Krushka, una artista plástica que
vive en Nueva York. Llega a Londres porque la han avisado que su
padre, rabino de la colectividad judía ortodoxa, ha fallecido. Hace
muchos años que Ronit había perdido todo contacto con la comunidad,
pero ahora busca a sus antiguos amigos Dovid y Esti y descubre que
Dovid parece el evidente sucesor de su padre como nuevo rabino, y
que Esti –una deliciosa Rachel McAdams-, su querida amiga de
juventud, se ha casado con él. Ambos la acogen en su casa mientras
se prepara el funeral y pronto, inevitablemente, resurge la pasión
que unió a las dos jóvenes y que provocó la marcha -más bien huida-
de Ronit.
Mientras vemos cómo de los rescoldos de aquella hoguera vuelven a
brotar llamaradas –y en algunos momentos la metáfora se queda corta
ante la intensidad de las imágenes que protagonizan ambas mujeres-,
Lelio pone el acento en los usos y costumbres de los judíos
ultraortodoxos, cuya rigidez, rayana en el absurdo, queda en
evidencia: visten de negro riguroso, no se quitan la “kipá” ni para
dormir, las reglas para elegir al nuevo rabino no admiten variación
y las mujeres son seres de segunda, sometidas a los varones y
obligadas -las casadas- a ocultar su cabello bajo pañuelos o, lo que
es un poco ridículo, pelucas.
Por su parte,
Ronit no recibe mucho cariño de sus familiares y hasta comprueba
dolorosamente el olvido de su padre; naturalmente, no solo antes,
sino por supuesto ahora, incumple todas las estrictas normas de su
religión, incluyendo alguna de hondo significado hacia Esti, cuyo
matrimonio se tambalea, por decirlo delicadamente. Y la onda
expansiva puede sacudir a toda la comunidad, absorta en su
incapacidad para admitir algo que no esté escrito en sus libros,
consagrado por la costumbre y fuera de la vida que para ellos es
normal.
Así que Disobedience late al ritmo que imponen sus
protagonistas, interpretadas con enorme entrega por Rachel Weisz y
Rachel McAdams; ellas conducen el relato de su relación y el entorno
en el que se produce; la película es, así, tanto una historia de
amor –nada complaciente, por cierto- como un repaso, casi
entomológico, a un grupo de personas que viven en el siglo XXI
encerradas en un pasado que parece más bien medieval.
DIVORCIO A LA FINLANDESA
(11.09.11)
Dir.:
Mika
Kaurismäki
Pro.: Mika
Kaurismäki Gui.: Mika
Kaurismäki, Sami Keski Vähälä
Int.: Hannu-Pekka Björkman, Elina Knihtilä, Kati Outinen
Algún
“gen Kaurismäki” debe existir en Finlandia para que en un país con
tan escasa proyección cinematográfica internacional haya dos hermanos
directores de primera fila, creadores absolutos y dotados de un riquísimo
universo personal: Aki –del que veremos pronto Le
Havre- y Mika, del que se estrena ahora la primera de las cinco películas
–entre ellas el documental Mamá
África, dedicado a Miriam Makeba-
que ha rodado de un tirón en los últimos dos años.
Evidentemente, el título que se le ha puesto en España hace referencia
a Divorcio
a la italiana, la comedia de Pietro Germi, con Marcello Mastroianni
de protagonista; más acertado, por supuesto, es el título original,
algo parecido a La casa de la
separación o La casa de la
discordia, traduciendo libremente. Sí que es una comedia, pero
también es otras cosas; y, desde luego, la casa es un elemento
fundamental, un protagonista más. En ella se desarrolla la mayor parte
de la acción, porque cuando la pareja protagonista, Tuula y Juhani,
deciden acabar con su convivencia marital y divorciarse, ninguno de los
dos abandona el hogar.
Ninguno de los dos tiene mucho dinero y acuerdan repartirse la casa;
pero sobre todo cada uno piensa fastidiar a su excónyuge haciéndole
partícipe involuntario de sus nuevas relaciones. Tuula se trae a casa a
Marco, un novio fugaz y de bastante buen ver y Juhani, tras algún
intento fallido, pide ayuda a su hermanastro Wolffi, reconocido
proxeneta, para que le ceda por unos días a alguna de sus chicas; la
elegida es Nina, a la que le viene muy bien esconderse una temporada
porque la buscan unos peligrosos mafiosos que la acusan de matar a una
colega y escaparse con un considerable botín. Y además la policía,
que no es tonta –aunque sí un poco despistada-, anda detrás del
oscuro acontecimiento.
La trama se enreda entonces por las calles y edificios de Helsinki; nada
gratuitamente, porque igual que la casa del matrimonio, la arquitectura
de la ciudad, retratada en grandes angulares que parecen primeros
planos, está presente con peso específico en todo el argumento; Mika
Kaurismäki iba para arquitecto y ese interés y esa experiencia se
nota. Como también se nota su calidad de documentalista: la película
se desliza fácilmente por los terrenos de la comedia costumbrista,
describiendo con trazo firme la Finlandia actual, mucho más abierta y
multiétnica que hace unos pocos años.
Para ello no hacen falta alardes técnicos ni efectos digitales de
laboratorio. Dice Mika Kaurismäki que es un director “barato”; el
hecho de producirse sus propias películas y de haber aprendido a rodar
con la máxima economía –alguna de sus obras se ha concluido en menos
de una semana- emparenta su cine argumental con el de la “nouvelle
vague” e incluso con el de Jacques Tati: escenarios naturales, inclusión
de aparatos cotidianos, narrativa sintética, personajes simples, sin el
menor rastro de excepcionalidad…
La originalidad de Divorcio a la
finlandesa es que, además de la comedia, transita también
distintos géneros: el drama, el vodevil, el policíaco… Y hasta es
capaz de homenajear al mismísimo Acorazado
Potemkin y de rescatar a la musa de su hermano Aki, Kati Outinen,
para un papel diametralmente opuesto a los que estamos acostumbrados a
ver. Es una actriz tremenda, como tremendos están, en otro sentido, los
demás componentes del reparto, tan centrados en sus papeles que aún en
los momentos de mayor disparate están comedidos y enternecedores.
El guión, escrito a cuatro manos –es una película y una novela a la
vez, que fueron creciendo al mismo tiempo- encaja todos estos elementos
para que fluyan con sencillez, y en la pantalla la obra parece ligera
pero no lo es en absoluto: por el contrario, revela un trabajo muy
exigente y muy bien realizado y muestra un estudio y una exposición
divertida pero muy profunda y realista de la condición humana y de los
verdaderos problemas, deseos y miedos de la gente, sean o no
finlandeses. (www.haarautuvanrakkaudentalo.fi)
12
AÑOS DE ESCLAVITUD
(15.12.13)
Dir.:
Steve McQueen
Pro.: Steve McQueen,
Arnon Milchan, Brad Pitt Gui.: John Ridley
Int.: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Michael K. Williams
Steve McQueen –no
confundir con el actor americano, fallecido en 1980; este tiene ahora 43
años, es director y guionista, es londinense y es mucho más moreno- ha
realizado en las últimas dos décadas 23 cortos y 3 largometrajes:
Hunger, Shame y esta 12 años de esclavitud. No sé los
cortos, pero sus dos primeros largos son, aunque muy diferentes entre
sí, muy interesantes. Y con este tercero se ha convertido en el director
del momento, uno de los máximos aspirantes al Oscar.
La película habla de la esclavitud de los negros americanos, como otras
anteriores –algunas de ellas muy ilustres-, pero esta vez de manera más
original; en primer lugar, McQueen también es negro, oriundo de Grenada
–la isla caribeña con una población mayoritariamente procedente de
esclavos africanos-, lo que le permite dotar a su obra de un acento muy
personal; y además la historia real de este Solomon Northup, héroe a su
pesar, no es la habitual: Solomon es un negro adulto, un
hombre libre, padre de
familia y músico de prestigio que vive en Nueva York, y es engañado y
secuestrado, trasladado al Sur y vendido como esclavo.
Durante doce
terribles años, desde que cae en manos del cruel Edwin Epps
–interpretado por Michael Fassbender en su personaje más duro hasta la
fecha- hasta que, por casualidad, conoce a un abolicionista canadiense,
el bienintencionado Mr. Bass –Brad Pitt-, el pobre Solomon –magnífico
Chiwetel Ejiofor- vive las mismas penalidades y miserias que los negros
que, para su desgracia, nacieron ya cautivos. Solomon pasa por manos más
o menos compasivas –más bien menos-, pero en ningún momento se conforma
ni se deja abatir y todo el tiempo lucha por conseguir su libertad –algo
casi imposible- y por conservar su dignidad de persona a toda costa.
Como es lógico, estos hechos, tras
un breve prólogo y un todavía más rápido epílogo, ocupan la mayoría del
metraje de 12 años de esclavitud. Una secuencia tras otra, la
potente cámara de McQueen va mostrando el sufrimiento de su protagonista
y de los que lo acompañan en su cautiverio; los esclavos son víctimas de
amos despóticos, de capataces sanguinarios e incluso de otros criados
más obedientes o más temerosos. Con la excepción de los breves lapsos de
tiempo que Solomon trabaja para algún patrón menos cruel, las imágenes
se suceden en un crescendo de violencia que llega a herir la retina de
quien las contempla. Desde luego, el director y guionista consigue su
doble propósito: exponer la brutalidad de los esclavistas, dejando que
el espectador la sienta de manera inevitable, y demostrar que en esa
terrible situación –como en cualquier otra de la vida- cada uno hizo lo
que pudo para sobrevivir. También este hombre inteligente y cultivado,
que sabe que no podrá escapar de sus captores porque para ellos no es
una persona, sino una propiedad, un objeto que igual que se usa, se tira
cuando ya no sirve. Y no hay un horizonte distinto para él, salvo que su
voz consiga atravesarlo y llegar hasta su familia, de la que lo separa
una distancia infinita.
Por eso Solomon se resiste a la degradación y a la desesperanza y solo
su cuerpo se somete a veces; pero nunca su alma, que se trasparenta en
la fiera mirada del esclavo. Chiwetel Ejiofor le da vida con tremenda
grandeza: sus movimientos, sus gestos, su rostro, son los de un hombre
sometido, pero libre, con su conciencia intacta y su dignidad
inexpugnable. Los duelos de miradas que sostiene con Michael Fassbender
son de un magnetismo revelador. Epps es el amo, pero si alguien llega a
dudar, a sentirse amenazado, no es precisamente el esclavo Solomon, tal
es la fuerza de su personalidad.
El
desenlace del argumento está en los libros, pero lo más importante de la
película no es cómo acaba, sino como transcurre. Steve McQueen retrata a
un personaje inmenso, un hombre que no se rinde, un hombre que lucha. Y
esa lucha incesante, que salta de la pantalla con realismo y emoción
creciente, confiere a la historia y a su protagonista rasgos de
auténtica epopeya homérica. (http://www.12anosdeesclavitud.com)
DOGMAN
(10.11.18)
Dir.: Matteo Garrone.
Pro.: Matteo Garrone, Jean Labadie, Jeremy Thomas. Gui.: Matteo
Garrone, Ugo Chiti, Massimo Gaudioso. Int.: Marcello Fonte, Edoardo
Pesce, Alida Baldari.
En
2008, Matteo Garrone sacudió las pantallas –y las conciencias- con
Gomorra, un puñetazo en las mismísimas fauces de la Camorra
que le valió el reconocimiento mundial y el Gran Premio del Jurado
en Cannes; premio que volvió a alcanzar con Reality, su
siguiente película. Después ha dirigido El cuento de los cuentos
y ahora vuelve a dejarnos boquiabiertos con esta historia.
El
protagonista es Marcello, un modesto cuidador y peluquero de perros
que vive en un barrio a las afueras de Nápoles, un escenario
decadente y helador como un paisaje lunar. Allí tiene su negocio y
allí sobrevive, entre los cuidados a sus clientes de cuatro patas,
sus trapicheos y sus charlas con sus vecinos y amigos: el que compra
oro al peso, el dueño del bar y el desocupado y violento Simone, al
que le ríe las gracias por obligación.
La
verdad es que Simone es un animal, un drogadicto furioso, que
termina por enredar a Marcello en un asunto más que turbio que les
echa a la policía encima. Marcello demuestra entonces un carácter
del que parecía carecer y sufre las consecuencias de una lealtad y
una firmeza inexplicables. Todo cambia a partir de ese momento, y la
vida apacible del insignificante peluquero canino se inunda de
violencia.
Una violencia que estaba soterrada, en letargo, flotando en el aire
de las calles de ese Nápoles insólito que retrata Garrone con la
fidelidad de un neorrealismo clásico pasado por el tamiz de una
mirada oscura y carente de afecto, como la de Gomorra y sus
desalmados habitantes. Es imposible que Marcello, un hombre
sencillo, lleno de dignidad y de amor por su pequeña hija, pueda
sobrevivir entre tanta contaminación.
El
escenario de Dogman es, como decía, lunar: inhóspito,
nocturno, casi surrealista; no ya suburbial sino absolutamente desprovisto de toda
referencia urbana. Por allí hay un parque infantil abandonado hace
siglos, una carretera por la que no va nadie, se intuye el mar ahí
cerca, y todo contribuye a que el espectador tenga el ánimo en
suspenso, esperando la tragedia que sin duda va a suceder. La cámara
de Matteo Garrone –esa mirada a la que me refería- pasa implacable
de un sitio a otro, de un rostro a otro, de un momento de reposo a
otro de feroz actividad. Y lo hace con enorme eficacia y con toda la
confianza en sus personajes.
El
principal, este Marcello de ida y vuelta, una enorme creación de su
intérprete Marcello Fonte, que ya ganó en Cannes el Premio al Mejor
Actor: personifica a la perfección la figura de ese hombre apocado,
de figura enclenque y aparentemente débil, y dueño sin embargo de un
valor, una fuerza y una determinación que lo convierten en un
bulldog capaz de morder y comerse el mundo. Ese mundo pequeño y
ridículo en el que malviven y medran estos personajes, y que no es,
claro, más que una metáfora del mundo grande, entero, en el que
vivimos todos. Con la misma impiedad, la misma impunidad, la misma
falta de sinceridad y de belleza: esa es la enseñanza que Garrone
nos quiere transmitir.
DOLOR Y GLORIA
(23.03.19)
Dir.: Pedro Almodóvar. Pro.: Agustín Almodóvar, Esther García. Gui.:
Pedro Almodóvar. Int.: Antonio Banderas, Asier Etxeandía, Penélope
Cruz.
Película número 22 en la carrera de Almodóvar, que ha llegado
precedida de un tsunami publicitario más digno de un capítulo de
superhéroes al uso; todos los medios se han rendido de antemano al
acontecimiento, lo que a algunos les parecerá maravilloso y a otros
nos resulta de lo más cargante y manipulador. En fin, esto también
es parte de la industria.
Ciñéndonos a los hechos, Pedro Almodóvar estrena nueva película, y
es de las mejores de su carrera. Dolor y gloria retrata a un
personaje, Salvador Mallo, director de cine y evidente alter ego del
propio Almodóvar, y en la pantalla se despliega –con una
extraordinaria interpretación de Antonio Banderas- toda su
personalidad: su realidad, que pasa por un estancamiento creativo y
un ánimo depresivo y desesperanzado, sus sueños, sus paraísos
artificiales, sus recuerdos, los olvidos y los reencuentros, sus
deseos y hasta sus dolencias, enumeradas y mostradas explícita,
gráficamente.
A
Salvador le asalta el pasado y, aunque él no lo sabe, le abre alguna
posibilidad de progreso. Casi sin querer, recupera una antigua
amistad, tras décadas de lastre de incomprensión y olvido. Y sin
querer de ninguna manera, otras figuras salen de la sombra y se le
cruzan en el camino: un antiguo amor, la madre… La madre, sobre
todo: una presencia que regresa a su vida y a su obra –la de Mallo y
la de Almodóvar, no hace falta explicarlo- como un referente, un
asidero y también un mazo que golpea sin disimulo y sin piedad.
Poco a poco en la película, Salvador se va abriendo a nuevas
posibilidades. Y paralelamente, el relato se despliega en tramas de
diferente calado, como unas corrientes subterráneas que atraviesan
un fluido superficial. Dolor y gloria es una obra poliédrica,
dotada de un poderoso metalenguaje: cine sobre el cine, cine dentro
del cine, personajes que se interrogan en la pantalla lo mismo que
sus autores en su vida real.
Y
digo autores porque la película es, entera de Pedro Almodóvar,
claro: su filme más personal y autobiográfico –en una carrera en la
que abundan esas características-, también de los más maduros y
serenos. Pero no sería posible sin la creación de Antonio Banderas,
quizá en el mejor trabajo de su vida. Claro que estos dos han hecho
ya ocho películas juntos y se conocen a la perfección; pero la tarea
del actor no solo es complicidad e imitación; es, sobre todo, una
re-creación y una expresión propia y personal. Banderas es
Almodóvar, sin duda, pero es también Mallo, un personaje que vive su
propia historia.
Una historia, poco o mucho fabulada en el guion –otro de los grandes
aciertos de la película-, que se asienta sobre la piedra angular de
la actividad creativa. Su posibilidad, su necesidad; su ausencia, de
repente, como si jamás la inspiración volviera a habitar la mente,
las manos del artista. La angustia, la depresión y sus peligros, de
los más evidentes a los más complejos y escondidos. Y
Mallo-Banderas-Almodóvar intenta escapar y quizá lo consiga. Aunque
sea en el plano final, donde confluyen todas las corrientes, todas
las historias, todas las vidas.
DOMINO
(22.02.20)
Dir.: Brian de Palma.
Pro.: Michel Schonnemann, Els Vandevorst. Gui.:
Petter Skavlan. Int.: Nicolaj Coster-Waldau, Carice van Houten,
Guy Pearce.
Brian de Palma cumplirá 80 años el próximo 11 de
septiembre. Es otro de esos directores veteranos a los que aun
dejan hacer cine, aunque en otros casos está justificado. Quiero
decir que hace mucho que De Palma rodó El precio del poder,
Doble cuerpo, Carrie, Vestida para matar o
Los intocables de Eliot Ness. Incluso de La dalia
negra –que no era su mejor película- hace ya 14 años. Y se
nota. Sobre todo, por su olfato, o su responsabilidad para
elegir guiones. El de Domino es bastante malo; es más:
es, pecado mortal, risible.
Lo cierto es que la historia no empieza mal. Se
plantea como un thriller inspirado en la novela negra
escandinava –la película es una coproducción enteramente
europea-, tan en boga actualmente. Ambientada, además, en el
ámbito del terrorismo islamista. En Copenhague, donde dos
policías siguen la pista de un sospechoso; se provoca un
enfrentamiento, y uno de ellos resulta malherido. El otro corre
en persecución del delincuente, sin pensar que esa acción le va
a traer consecuencias muy serias; por lo menos al principio.
La trama se enreda y muy pronto pasa a adquirir
tintes de un policíaco más convencional. Hay una serie de
personajes y acciones enlazadas –de ahí lo del dominó, supongo-,
el protagonista –llamémosle Christian, en la película es Nicolaj
Coster-Waldau, famoso desde Juego de tronos- recibe la
ayuda de una compañera, Alex –Carice van Houten, se llama en el
filme igual que el seudónimo con el que el guionista ha firmado
algún trabajo, otro rasgo de humor-, que se la juega por él,
luego sabremos por qué.
Se produce una persecución que va de Dinamarca a
España y, para complicarlo todo un poco más y que nada sea al
final lo que parece, interviene también la CIA mediante un
agente poco secreto, que se llama Joe Martin –como Pepe Pérez,
ya que estamos- y que interpreta con su habitual esfuerzo Guy
Pearce.
Y todos van a parar a Almería, con el fin de
coger el ferry a Melilla. Y Almería está en fiestas, cómo no,
con su corrida de toros nocturna y todo. Que no es broma: parte
de la trama se va a desarrollar ahora entre las calles
estrechas, algún bareto semicerrado, una azotea con cartel
luminoso y la propia plaza de toros. Con una demostración de
cómo pilotar un dron de penúltima generación y morir en el
intento.
El que no se sabe si muere por fin es el toro,
porque todo lo que pasa en la plaza es surrealista: tan pronto
está llena como semivacía; la gente anda por los pasillos en vez
de ver la corrida, y el matarife, un tal Roca Rey –así nombrado
en los títulos de crédito-, a lo suyo, como si no hubiera un
mañana.
Al final, no hay mucho suspense, pero hay tiros y
muertos; y la película se acaba para descanso de todos. El saldo
es negativo, porque, como se ve, ha ido a menos por momentos.
Los intérpretes hacen lo que pueden, y a De Palma le sobra
oficio, pero el relato es imposible de negociar. Queda, eso sí,
la otra aportación española: la fotografía de José Luis Alcaine,
siempre entonada y procurando lograr un clima que todo lo demás
trata de impedir.
DOS
DÍAS, UNA NOCHE
(26.10.14)
Dir.
Jean-Pierre y Luc Dardenne
Pro.:
Jean-Pierre y Luc Dardenne,
Denis Freyd Gui.: Jean-Pierre y
Luc Dardenne
Int.: Marion Cotillard, Fabrizio Rongione, Pili Groyne
Los hermanos
Dardenne ocupan un lugar capital en el cine europeo contemporáneo. Han
dirigido –y han escrito y producido- películas importantes,
comprometidas y hermosas como Rosetta (1999), El hijo
(2002), El silencio de Lorna (2008) y El niño de la bicicleta
(2011). En sus argumentos no hay héroes –tampoco villanos- ni aventuras
extraordinarias en lugares exóticos; a menos que entendamos por tales
las vidas de las gentes que luchan a brazo partido por salir adelante en
cualquier rincón de algún país como el nuestro. Gente corriente, que
casi siempre correría el riesgo de pasar desapercibida, si no fuera por
la decidida mirada de estos cineastas.
Por ejemplo, esta protagonista de
Dos días, una noche. Sandra es una joven madre y trabajadora. Su
vida no es fácil; acaba de salir de una depresión y, cuando trata de
reincorporarse a la fábrica, se encuentra con una horrible situación: el
director no quiere readmitirla y ha ofrecido al resto de los obreros
asumir su trabajo entre todos, a cambio de una prima de mil euros. Los
compañeros han votado –es verdad que bastante influidos por el jefe de
personal- y han decidido aceptar la propuesta de la empresa. Y Sandra se
va a quedar en la calle.
Su desolación es infinita. Solo encuentra una remota esperanza cuando
una compañera se ofrece para ir con ella a ver al director, contarle los
manejos del jefe de personal y pedirle que se repita la votación. Casi
con sorpresa, Sandra ve cómo el hombre accede; y tiene entonces un fin
de semana por delante para hablar con sus colegas y conseguir que
cambien de opinión y se pongan de su parte, aunque para ello tengan que
renunciar a la prima. Son dieciséis empleados, así que necesita
asegurarse al menos el voto de nueve para tener mayoría.
Y empieza entonces un angustioso peregrinaje puerta a puerta, cara a
cara. De algunos compañeros, Sandra no sabe ni el teléfono, ni dónde
viven, por lo que el comienzo es doblemente dificultoso. Poco a poco, va
consiguiendo localizarlos, e incluso arrancar alguna vaga promesa de
aceptar la nueva votación y reconsiderar la primera opinión. Pero el
plazo parece demasiado corto: sábado y domingo son dos días complicados
para recorrer la ciudad de punta a punta, encontrar a sus interlocutores
y llamar a su puerta y a su corazón.
A Sandra la anima y acompaña su marido, pero cada vez es ella, sola,
quien ha de hablar, explicarse y tragarse como puede el orgullo, el
miedo y la desesperación. Lo que encuentra es todo un mundo: la
condición humana se despliega ante sus ojos –y los del espectador- como
un abanico en el que se muestra la sorpresa, la incredulidad, el egoísmo
y hasta la brutalidad; pero también la comprensión, la lealtad y la
generosidad. En sus vaivenes por las calles, seguida por el ágil
objetivo de los Dardenne, la joven recibe respuestas dictadas por el
agobio de la crisis y los problemas familiares, el maltrato conyugal y
la precariedad de la inmigración... Y ella nos muestra a todos la
fortaleza, el valor y la dignidad de la persona, aunque sea en un camino
sembrado de las minas de la duda, la tristeza y la tentación mortal.
Todo eso está en este magnífico relato que escribe esa cámara decidida y
ágil –como decíamás arriba- pero también inteligente, reveladora y solidaria: las
cualidades que elevan el cine de Jean-Pierre y Luc Dardenne a la
categoría de lección moral y de obra magistral imprescindible.
Esta vez, además, han tenido de protagonista a una estrella, lo que no
es habitual en su cine. Claro que, en realidad, Marion Cotillard no es
una estrella, es una actriz: una extraordinaria actriz, dúctil,
potentísima en su aparente fragilidad, sincera y versátil, capaz de ser
inmigrante polaca o diosa de la costura, inválida o bailarina, sueño
fugitivo o heroína de leyenda; dueña de una fotogenia cautivadora y de
una fuerza que atraviesa la pantalla. Es capaz de interpretar hasta de
espaldas a la cámara; y cuando la mira, el objetivo se llena de verdad y
de hondura: una maravilla. (www.wandavision.com/site/sinopsis/dos_dias_una_noche)
2 FRANCOS, 40 PESETAS
(30.03.14)
Dir.: Carlos Iglesias
Pro.: Juan Gona Gui.: Carlos
Iglesias
Int.: Carlos Iglesias, Nieve de Medina, Javier Gutiérrez
Carlos Iglesias
no ha estado en este Festival de Málaga; si lo hizo en 2006 con 1
franco, 14 pesetas, que ganó tres premios gracias a su frescura y su
convincente tono nostálgico. Después Iglesias dirigió Ispansi!
–vamos a hacerle el favor de olvidarlo- y ahora regresa a sus personajes
y paisajes autobiográficos, una decena de años después de su primera
aparición. Martín y su mujer, Pilar, que ya ven como su chaval se va de
Erasmus –o similar- por Europa, y que de nuevo se sienten con muy poco
futuro en España, deciden volver a Suiza. De momento, a encontrarse con
su amigo del alma, Marcos, que ya casi se ha convertido en un suizo más.
Y de paso, con el resto de su historia. Allí está el mismo escenario,
con sus viejos camaradas, sus recuerdos intactos y sus antiguas
tentaciones… que nunca mueren del todo. Pero también irrumpen en la
historia un sinfín de nuevos personajes que comprenden suegras, cuñadas,
curas estrafalarios y hasta un evasor de capitales, con su maletín y
todo. Tina Sáinz, Jorge Roelas, Roberto Álvarez y demás se unen a la
fiesta. Que roza en algunos momentos un tono berlanguiano… sin la
capacidad de ironía y distanciamiento ni la maestría de Berlanga, claro.
Lo peor no es el barullo en que se va convirtiendo la escena; lo menos
justificable es, en la raíz del relato, la decisión del matrimonio
protagonista –del marido, más bien- de emprender este viaje al paraíso
helvético, que no se sabe si es de ida y vuelta, o pretende ser, como al
final resulta, de huida de una situación social y laboral penosa… para
acabar reconociendo que como en casa no se está en ningún sitio.
Y
todo eso contado con la colaboración de unos intérpretes que resultan
francamente desiguales: en comparación entre sí y con ellos mismos.
Puede ser que, igual que el espectador, tampoco estén convencidos de que
el viaje ha merecido la pena.
2012
(15.11.09)
Dir.: Roland Emmerich
Pro.: Roland Emmerich, Harald Kloser, Larry J. Franco
Gui.: Roland Emmerich, Harald Kloser
Int.: John Cusack, Amanda Peet, Chiwetel Ejiofor
Emmerich
nació en Stuttgart hace 54 años, debutó en 1979 con el mediometraje Franzman
y saltó a América en 1992 con el que fue su primer gran éxito: Soldado
universal. A partir de ahí se especializó en los grandes
presupuestos y, cada vez más, en los grandes espectáculos, a veces
cinematográficos, a veces de otra cosa: Stargate,
Independence day, Godzilla, El patriota, El día de mañana, 10.000
–ese horror- y este desaforado 2012.
El prólogo nos permite ir de ahora mismo hacia delante. En 2009, un
científico hindú descubre que las sobreabundantes erupciones solares
están produciendo una mutación en los neutrinos terrestres que tiene
muy mala pinta. Se lo cuenta a su amigo Adrian, que también es un
hombre de ciencia; como es americano, consigue llegar hasta el mismísimo
presidente, que es negro pero no se llama Obama sino Wilson, Thomas
Wilson. Y en los meses siguientes presenciamos alguna extraña operación
mercantil a la par que, en la reunión del G-8, el presidente Wilson
explica a los otros mandatarios que la cosa está muy mal y que hay que
prepararse para lo peor.
Lo peor llega en el 2012. La rebelión de los neutrinos pone el planeta
patas arriba: la corteza terrestre empieza a moverse y a resquebrajarse,
hay unos terremotos que cada vez van a más y hasta el parque de
Yellowstone se convierte en un hirviente y gigantesco volcán. Esto,
precisamente en el momento en el que Jackson Curtis y sus dos hijos
estaban allí de excursión. Jackson –John Cusak- es un novelista
frustrado, divorciado de su guapa esposa y empleado por un magnate ruso
como chófer de su limusina. Jackson y los niños escapan por un pelo,
lo justo para recoger a la mamá y a su nuevo marido y salir volando
mientras la ciudad entera se rompe, se derrumba y desaparece.
Todo el mundo está igual: primero los terremotos sacuden y deshacen
cada rincón, sin respetar ni siquiera los símbolos más sagrados: el
Capitolio se hace polvo, el Cristo de Río de Janeiro se cae en pedazos,
la Capilla Sixtina se rompe por donde más le duele y la cúpula del
Vaticano rueda por los suelos... Y luego el mar, azotado por terribles
sunamis, vuelca trasatlánticos, inunda países enteros y hasta levanta
un enorme portaaviones y lo estrella contra la Casa Blanca, qué mala
uva...
La primera hora de la película está bastante bien y hay momentos de
cine trepidante mientras los protagonistas se reúnen y huyen del
cataclismo. Ya hay sobreabundancia de efectos visuales tremebundos,
algunos correctos y necesarios, otros decididamente excesivos; pero se
sobrelleva. Lo malo es que aún queda otra hora y tres cuartos, un
metraje suficiente para otra película; y eso es lo que pasa, que hay
otra película, cada vez más exagerada, más ruidosa, inverosímil y
absurda y más infantil. Y para colmo, empiezan a deslizarse mensajes más
patéticos, cuando no más reaccionarios y falsamente sensibleros.
Todo este larguísimo recorrido no es más que un pretexto para ir añadiendo
personajes y relaciones más que dudosas y, sobre todo, efectos
digitales que son variaciones interminables sobre dos temas, a saber: la
tierra que se rompe y el mar que lo inunda todo, como en un diluvio
universal, pero sin diluvio... y hasta aquí puedo contar. El colmo es
la media hora final, cuando Emmerich cita a Cameron –Titanic,
The abyss- si no es al Poseidón,
y el suspense se desdobla, o eso intenta, al mismo borde del Everest,
que, mire usted por dónde, pasaba por allí.
No hay, naturalmente, ni el menor rigor científico en la historia de
este fin del mundo, lo hayan predicho los mayas hace siglos o no. Pero
lo peor es que tampoco hay mucho cine en una película tan larguísima,
tan pretenciosa y tan vergonzosamente cara: 200 millones de dólares.
Emmerich dice que se trata de una película divertida; se habrá reído
él, no lo dudo. Yo lo único que veo es otro espectáculo de
“circomatógrafo” más, donde el “más difícil todavía” se
traduce en más grotesco todavía, más previsible, más conservador y más
pueril. (www.2012-lapelicula.com)
DOWNTON ABBEY
(21.09.19)
Dir.: Michael Engler. Pro.: Julian Fellowes,
Gareth Neame, Liz Trubridge. Gio.: Julian Fellowes. Int.: Maggie
Smith, Michelle Dockery, Matthew Goode.
La traslación a la pantalla grande de Downton
Abbey se le ha encargado a Michael Engler, un director de
televisión, responsable de algunos episodios de la serie, así
como de otros de Sexo en Nueva York, A dos metros bajo
tierra, Rockefeller Plaza y otras. Y el responsable
máximo sigue siendo Julian Fellowes, productor y guionista de la
práctica totalidad de las seis temporadas –de 2010 a 2015- del
Downton Abbey televisivo.
Con estas credenciales, no es de extrañar que el
producto actual sea igual que un nuevo capítulo de la serie,
aproximadamente el doble de largo que aquellos; así que caben
más peripecias, con el mismo esquema tantas veces empleado: los
señores del feudo, por un lado –lady Violet Crawley, sus hijos y
nietos-, muy preocupados porque los reyes van a pasar una
jornada allí, y por sus líos familiares, con herencia incluida,
que no pueden faltar en ningún episodio. Y por otra parte, los
criados de la casa, igual de preocupados, y además ofendidos
porque sus egregias majestades –las majestades son egregias de
por sí- traen consigo su servidumbre y no les van a dejar tocar
un puchero; y ellos también tienen sus cuitas, sentimentales y
profesionales, que enredan algo más el argumento.
Luego hay un par de tramas más, con un asunto de
mucho peligro y otro de mucho amor. Ah, también un desfile, que
no viene mucho a cuento pero que proporciona esplendor, música
militar –si no fuera un oxímoron como una casa- y boato para los
reyes y su seguimiento. Y para terminar, un baile en el que una
orquesta asesina concienzudamente a Johan Strauss mientras la
nobleza allí presente se lo pasa de maravilla.
A ver si con todo esto alguien va a pensar que la
película no me ha gustado… Nada de eso, lo que no me gusta es
otra cosa. Este Downton Abbey funciona en la pantalla
grande como un reloj. Sus intérpretes –los antiguos y alguno
nuevo- se emplean con profesionalidad rayana en el entusiasmo
–son británicos- y alcanzan un magnífico nivel; no solo Maggie
Smith, Imelda Staunton, Matthew Goode o Jim Carter; los menos
conocidos, también. Y el guion es un ejemplo de oficio y
eficacia: directo, muy medido, con oportunidades de lucimiento
para todos, provisto de cierto sentido del humor –son
británicos, ¿lo he dicho ya?- inteligible aun para los que no
vieran la serie y, sobre todo, fiel a su espíritu, a sus
personajes y a sus escenarios, esos compartimentos estancos,
arriba y abajo, cada uno un auténtico microcosmos repleto de
vida.
Claro que este episodio, largo y lujoso, hay que
pagar para verlo. Pero seguro que los espectadores darán por
bien empleado su dinero: si uno se deja llevar por la magia de
la sala oscura, la película tiene calidad de sobra, es elegante,
entretenida, divertida a ratos y siempre instructiva, hasta para
un apasionado de la/s monarquía/s como yo.
DRIVE MY CAR
(05.02.22)
Dir.: Ryûsuke Hamaguchi. Pro.: Akihisa Yamamoto. Gui.: Ryûsuke
Hamaguchi, Takamasa Oe. Int.:
Hidetoshi Nishijima,
Tôko Miura,
Reika Kirishima.
Hace apenas tres meses del estreno de La ruleta de
la fortuna y la fantasía y ya está aquí la siguiente película de
Ryûsuke Hamaguchi, la nueva revelación del cine
japonés. Podía haber sido al contrario, porque las dos se rodaron
casi simultáneamente; pero Drive my car se estrena después,
aunque ya pasó por San Sebastián. Con apreciable éxito, por cierto.
La
película parte fundamentalmente de un relato de Haruki Murakami y
cuenta la vida de Yûsuke Kafuku, un actor y director teatral al que
vemos dedicado sus montajes y otras actividades relacionadas con su
profesión. Su trabajo lo absorbe, pero no le impide llevar una muy
satisfactoria vida conyugal con su mujer, Oto, una guionista que
encuentra en el sexo la mejor inspiración: frecuentemente, al acabar
de hacer el amor, le cuenta a Yûsuke historias que se le ocurren de
repente, llenas de misterio, emoción y erotismo.
Es un
prólogo que termina de forma abrupta y trágica. Han pasado dos años,
y Yûsuke se dispone a dirigir un montaje de Tio Vania en un
festival de Hiroshima. Elige a los intérpretes -entre los que hay
cierto conocido y alguna sorpresa más- y comienzan los ensayos de
una obra que será escenificada en japonés, chino mandarín, coreano,
inglés y por lengua de signos: un símbolo de la universalidad de
Chéjov, que traspasa tiempos y lugares.
Y conoce
a Misaki, una joven que le hace de chófer en sus desplazamientos por
la ciudad. Yûsuke lleva su propio vehículo, un coche sueco antiguo
que resiste el paso de las modas; pero la organización del festival
no quiere arriesgarse y no lo dejan conducir; en su lugar, es Misaki
quien lo hace y se revela pronto como una auténtica experta. Experta
y callada, porque Yûsuke aprovecha cada viaje para oír una cinta,
que le grabó su mujer, con los diálogos de la obra, y ambos
pasajeros comparten kilómetros y horas de viaje prácticamente sin
hablarse.
Pero ese
relativo mutismo va a romperse pronto. Hamaguchi utiliza el espacio
cerrado del coche -como en el primer episodio de La ruleta…-
para que sus personajes se expresen. En diálogos cada vez más
profundos, quizá también más sinceros: Yûsuke y Misaki, el director
con Koshi, su protagonista… Tan profundos que lo que Hamaguchi
retrata son verdaderos monólogos compartidos, confesiones íntimas a
dúo, con esos planos sostenidos que parecen penetrar en la
psicología, en el alma de las personas.
Y entre
medias, los silencios. Drive my car es una obra con muchas
palabras -así es el cine de su autor y también el teatro de Chéjov-
y con una banda sonora prodigiosa: excelente la música de Eiko
Ishibashi, pero también el universo de sonidos, ruidos de todo tipo
que envuelven la acción, y, efectivamente, esos silencios que
estallan y se mantienen de manera clamorosa, como dice uno de los
personajes.
Y el
propio Hamaguchi cuenta que el interior de un coche le resulta un
espacio proclive a la conversación, al desahogo, incluso a la
expiación. Yûsuke y Koshi hablan de su oficio, de sus vidas, y
hablan también de Oto y, por lo tanto, de la vida. Y el pasajero y
la conductora, una vez que han quebrado sus barreras, hablan de las
suyas, de sus existencias doloridas y de sus espantos, voluntarios o
no.
En el
fondo está el Tío Vania y sus avatares, ensayo tras ensayo,
en la mesa y luego en las tablas, sirviendo de contrapunto a la
realidad que viven sus actores; Yûsuke les requiere a que escuchen
lo que dice la obra, como Hamaguchi nos conmina a que escuchemos a
su película. Tío Vania habla del fracaso, de la dificultad
del amor y la pervivencia de los sentimientos; Drive my car
también, y su escenario es igual de inmóvil porque, aunque parezca
que se desplaza, en realidad todo ocurre dentro.
Dentro del coche y dentro de las conciencias; y el
paralelismo se explicita en la doble escena final, en el abrazo
entre Vania y Sonia, entre Yûsuke y Misaki. Hay un viaje, sí, pero
es un viaje hacia la verdad, el perdón y la esperanza.
DUMBO
(30.03.19
Dir.: Tim Burton.
Pro.: Justin Springer, Ehren Kruger, Derek Frey. Gui.:
Helen Aberson, Ehren Kruger, Harold Pearl. Int.: Colin Farrell,
Michael Keaton, Danny DeVito.
Veinte películas lleva Tim Burton en su haber, casi todas
fantásticas, muchas muy buenas y alguna más floja: nadie es
perfecto. Ahora firma este nuevo Dumbo de Disney, revisión de
la de 1941 de la misma factoría. Mientras la poderosísima productora
anuncia otro El rey león y otro Aladino, y no creo que
la cosa acabe ahí, yo me pregunto: ¿por qué?
También podría preguntarme para qué, pero en ese caso la
contestación es más obvia: para ganar dinero, muchos dólares,
millones, si puede ser. Para eso son las películas y para eso existe
Disney. Y en cuanto al por qué, tampoco hay que romperse la sesera
investigando: porque no se les ocurre nada más original. Y es una
pena, sobre todo si se tiene en cuenta que esas primeras versiones
suelen ser mucho mejores que las actuales.
Desde luego, eso es lo que sucede en este caso. El Dumbo de
1941 –realizado por un grupo de artistas que nunca salió del
anonimato- era una delicia de simpatía, ingenuidad de buena ley y su
dosis de poesía. Este de ahora se debe sobre todo a la personalidad
de Burton –algunas de sus mejores cosas- unida a la moralina marca
de la casa. El relato empieza igual, cuando mamá elefanta tiene una
cría, que resulta ser poseedor de unas orejas descomunales.
Mi
primer reparo es para el diseño del elefantito, que me parece, para
decirlo con amabilidad, horroroso. Pero en fin, esto va en gustos.
La historia progresa un rato en paralelo al original, pero enseguida
toma otros derroteros y otros protagonistas. Hay un circo, claro, y
el dueño es Max Medici, una caricatura que hace Danny DeVito. Está
acompañado por Holt Farrier –un Colin Farrell que parece enfadado
todo el rato, que si no quería hacer la película, haberlo dicho- y
sus dos nenes, que son los que mejor entienden a Dumbo, y una troupe
de artistas más o menos talentosos.
Y
luego el circo se vende en pleno al poderoso –y ya vemos que
malvado, por la peluca que lleva- V. A. Vandevere, que lo integra en
su gigantesco parque de atracciones. Ahí pasan muchas cosas más,
incluyendo los vuelos acrobáticos de Dumbo, los números de la guapa
trapecista, los manejos y las traiciones de Vandevere –Michael
Keaton sí que disfruta con su personaje, se ve que ya está para lo
que le echen-, tremendos peligros y gracietas varias, y algo tan
moderno como las reunificaciones familiares y la reivindicación
circense final.
Por si no ha quedado claro, todo me resulta exageradamente banal,
exageradamente pueril y exageradamente exagerado. Sin olvidar la
banda sonora de Danny Elfman –imprescindible para Tim Burton- cuya
música resuena a todo trapo durante las dos horas de la película.
Que tiene, eso sí, una factura magnífica, faltaría más, con
estupendos efectos que no dejan ver un descosido. El roto está en el
guion, un poco en el casting, quizá algo en la soberbia de Burton y
sus cómplices.
Por lo demás, este Dumbo volará un par de
semanas, gustará a mucha gente, hará su taquilla y Disney preparará
una segunda parte con la familia proboscidia en su resort de la
sabana. Así es el cine de ahora mismo, un arte casi extinto en el
que cabe que hasta Steven Spielberg haga –otra vez- West Side
Story. No sé si se lo perdonaré.
DUNE
(18.09.21)
Dir.:
Denis Villeneuve. Pro.: Denis Villeneuve, Cale Boyter, Joseph M.
Caracciolo, Mary Parent. Gui.: Denis Villeneuve, Jon Spaihts, Eric
Roth. Int.: Timothée Chalamet, Rebecca Ferguson, Oscar Isaac,
Zendaya. Foto.: Greig Fraser. Mús.: Hans Zimmer.
¿Alguien
que no fuera Denis Villeneuve podría haber asumido el reto de volver
a llevar Dune a la pantalla? Creo que no… Y en todo caso,
esta propuesta confirma el cambio de rumbo en la obra del director
canadiense iniciado con Blade Runner 2049 y que puede
seguir con la continuación y la serie de Dune y la nueva
Cleopatra. Parece que a Villeneuve no le frena nada… aunque a
mí me parece más interesante la primera parte de su trabajo, de
Politécnico e Incendios a La llegada.
En cualquier caso, aquí está ya esta revisión del
clásico -llamemos “clásico” al descomunal e inútil esfuerzo de David
Lynch- de 1984. Basado igualmente en el libro de Frank Herbert -en
su primera parte-, pero con una tecnología y un lenguaje que han
avanzado casi cuarenta años. Y, sobre todo, con una apuesta de
producción infinitamente más coherente y constructiva.
Todo eso se nota; que
sea suficiente es otra cuestión.
El argumento no es
distinto. Está el escenario principal, el planeta Arrakis, con sus
inmensos desiertos cubiertos de la especia, el auténtico sustento
del universo, que permite la vida interplanetaria y que hace ricos a
sus recolectores. Que no son los pobladores originales del planeta,
los Fremen, sino la familia Harkonnen -con su Barón a la cabeza- que
tienen permiso del Emperador para esa actividad. Pero algo ha
cambiado en sus designios, porque de pronto los Harkonnen tienen que
abandonar Arrakis para ser sustituidos por los Atreides, habitantes
del planeta Caladan, que tienen ahora la licencia imperial.
Todo sin contar nunca
con los Fremen, especie de parias que no pueden disfrutar de sus
propias riquezas. Claro que esperan la llegada de un mesías que los
va a liderar y sacar de la penuria. Eso siempre consuela mucho, y
van preparándose aprendiendo a sobrevivir a sus invasores y a los
tremendos gusanos que habitan el subsuelo y que pueden tragarse todo
lo que pillen, aunque sea del tamaño de una nave espacial de última
generación. Y los Atreides, dirigidos por el Duque Let y su hijo
Paul, llegan a Arrakis. No se fían mucho de la aparente calma, ni
tampoco del mismo Emperador. Y tienen razón.
No es posible poner un
pero técnico a la producción. Lo que era tosco y atropellado en la
versión de Lynch, es ahora brillante, espectacular y congruente,
incluido el inevitable aire místico y relativamente paranormal de
algunas situaciones, resueltas aquí con mucha mayor solvencia. Es
Villeneuve, un director de potencia visual y narrativa más que
demostrada.
También ayuda que el
relato es algo más breve. No en la duración de la película, sino en
su contenido; fiados los autores en que un éxito incuestionable les
permita realizar la segunda parte. Así esta primera termina abierta,
aunque se atisba, claro, el destino de los protagonistas de la
historia. Personificados en un reparto estelar, como corresponde, de
Oscar Isaac a Javier Bardem, de Timothée Chalamet a Zendaya, de Josh
Brolin a Rebecca Ferguson.
¿Y
el pero…? El pero es que todo ese bagaje en armas y soldados, esa
intención de sobrepasar el original y desplegar la versión
definitiva de Dune, no consigue lo que debería ser el
resultado principal: sorprender, interesar todo el tiempo, emocionar
al espectador. Denis Villeneuve ha hecho una buena película, una
obra notable si se quiere, pero nada apasionante. La de Lynch fue un
desastre épico; esta no es un desastre, pero épica… tampoco.
|